La Hermandad de las Espadas (27 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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Pero en aquella ocasión el Ratonero estuvo presente durante todo el tiempo que duró la aventura, haciendo el tonto, dirigiendo absurdos comentarios a los combatientes e incluso, al final, acabando con la estatua por el procedimiento de partirle en dos la maciza cabeza con el hacha de Fafhrd, creyendo que el arma era un vejiga de bufón, mientras que él, Fafhrd, había sido el único enterrado bajo el doble peso de las palabras y los férreos golpes de los magos. Pero esta vez el Ratonero simplemente se había desvanecido sin ringorrangos ni fanfarria, tragado por la tierra de la manera más concluyente y sin advertencia, sin mortaja o ataúd que le protegiera del frío y cruel agarre del suelo, y sin palabras, necias o no, excepto aquella penosa petición balbuceada, «Ayúdame, Fafhrd», antes de que detuviera su boca la ávida arcilla que se deslizaba hacia arriba. Y ahora que había desaparecido, era imposible luchar para liberarlo, librar un denodado combate con espadas o palabras, y sólo cabía raspar lenta y laboriosamente la tierra, cavar con minuciosidad y método, lo único que parecía tener sentido y justificar la esperanza mientras se hiciera. En cuando uno dejaba de cavar, se daba cuenta de hasta qué punto aquel desesperado intento de rescate respondía a una esperanza sin fundamento empeñada en apurar hasta la última posibilidad... Creer que un hombre de alguna manera podía respirar el tiempo suficiente bajo tierra, como un espectro kleshita o un faquir de las Tierras Orientales, para ir en su busca haciendo un túnel ¡era patético! ¿Por qué lo hacían? Fafhrd sólo había podido persuadirse, así como a los demás, de que eso era lo que debían hacer porque no tenía ninguna idea mejor, y porque todos (o por lo menos algunos de ellos) necesitaban entregarse al trabajo para mantener a raya la enfermiza sensación de pérdida y de temor a que semejante sino pudiera acaecerle a uno mismo.

Fafhrd cerró el puño de su única mano y, en un acceso de frustración, estuvo a punto de golpear el camastro al lado de su muslo, pero se contuvo a tiempo recordando que las niñas dormían. Había creído que el camastro de al lado estaba vacío, pero ahora vio que la manta verde oscuro cubría a un solo durmiente, cuya forma ligera y corto cabello rojo como el fuego le reveló que se trataba de la autonombrada princesa ilthmareña y camarera de a bordo Dedos, la cual le había seguido durante toda la noche, dirigiéndole miradas de reproche por no haber salvado al Ratonero antes de que se hundiera o bien haberse hundido junto a él como debería hacerlo un camarada leal. De súbito experimentó un acceso de cólera hacia aquella descarada... ¿Qué motivos tenía para criticarle así?

Sin embargo era cierto, se reconvino mientras le envolvía de nuevo otra oleada de recuerdos melancólicos, que él y su compañero gris se habían comportado a menudo de tal manera que invitaba a la muerte, como cuando zarparon uno al lado del otro, con el rostro impasible y en absoluto silencio, hacia el oeste, por el Mar Exterior, buscando aquella costa de condenación llamada la Orilla Desolada, o atraídos por trasgos tenuemente resplandecientes, viraron su nave hacia el sur y entraron en la gran Corriente Ecuatorial de la que no regresaba ningún barco, o cuando escalaron Stardock, la cumbre más alta de Nehwon, o se atrevieron a penetrar en la caverna de Quarmall y por dos veces se encontraron con la misma Muerte en el oscuro Reino de las Sombras. No obstante, en esta ocasión, cuando Nehwon se tragó al Ratonero, fuera cual fuese la explicación, él no había actuado.

Con un argentino tintineo de cascabeles, la carreta de los perros se detuvo más allá del fuego. Su conductor. Skullick, saltó al suelo y dio la noticia, con voz entrecortada, de que se había observado que el Gran Maelstrom giraba más rápidamente, las aguas se alzaban agitadas y revueltas mientras daban vueltas y más vueltas bajo la fría luz de la luna. Cif y Pshawri se incorporaron.

El ruido hizo salir a Fafhrd de su ensoñación lo suficiente para que tuviera conciencia de aquello en lo que su mirada abstraída se había posado sin verlo. La muchacha, Dedos, se había dado la vuelta en su sueño, de modo que su rostro era visible y un brazo desnudo había emergido y yacía sobre la áspera manta como una serpiente pálida. El norteño se preguntó a quién le recordaba su rostro. De repente tuvo la seguridad de que había amado aquellas facciones en otro tiempo. ¿Qué dulce y complaciente mujer...?

Y entonces, al examinar su rostro con más atención, vio que tenía los ojos abiertos, le estaba mirando con los labios curvados en una sonrisa somnolienta. Sacó la punta de la lengua por una comisura y se los lamió. Fafhrd sintió que su ira, si sólo era eso, regresaba. ¡La picara bribonzuela! ¿Qué derecho tenía a mirarle como si compartieran un secreto? ¿Por qué le espiaba? ¿Cuál era su juego? Había tenido un barrunto cuando la chiquilla apareció por primera vez, sonriendo tontamente y adoptando poses ante ellos. Estaban hablando de hombres arrebatados bajo el suelo o perseguidos sin tregua por la tierra vengativa. ¿Por qué precisamente eso? ¿Qué había presagiado esa sincronía? ¿Tenía algo que ver con la desaparición del Ratonero bajo tierra aquella criatura brujeril de la ciudad de ratas de Ilthmar? Se levantó rápidamente y en silencio, se acercó con la misma rapidez al camastro de la muchacha y permaneció inclinado sobre ella, escrutándola como para despojarla de sus secretos por la fuerza de su mirada, y con la mano alzada sin saber para qué, mientras ella le sonreía con una perfecta confianza.

—¡Capitán!

El grito sordo y apremiante de Skor salió resonando por la boca del pozo.

Fafhrd dejó de lado todo lo demás, se agachó para salir de la tienda que le cobijaba y fue el primero en llegar a la boca del pozo, sobre la cual había ahora un trípode de hierro alto como un hombre robusto y del que pendían un par de poleas que reducían a la mitad el esfuerzo necesario para alzar la tierra.

Sujetándose a dos de las patas del trípode, el norteño se asomó y miró abajo. Los maderos de la segunda hilera de puntales estaban en su sitio, bien aseguradas con travesaños y unidas a la primera hilera, y la exposición había proseguido un par de pies por debajo de ellas. Desde la polea junto a la mejilla de Fafhrd dos cuerdas descendían hasta la segunda polea sobre el asa del cubo, que estaba colocado, semilleno, contra su lado del pozo. Skor y Brisa estaban apretados contra otros dos lados, sus rostros mirando hacia arriba y ensombrecidos, uno enmarcado por las escasas guedejas rojizas y el otro por las profusas trenzas rubias. En el otro lado había dos lámparas de aceite de leviatán, cuya luz blanca resaltaba el objeto estrecho y alargado que yacía en el centro del suelo del pozo. Fafhrd lo habría reconocido en cualquier parte.

—Es la daga del capitán Ratonero, señor —gritó Skor—, tal como la hemos desenterrado.

—No me he movido lo más mínimo mientras raspaba y apartaba la tierra —confirmó Brisa con su vocecita chillona.

—Eres una chica lista —le dijo Fafhrd—. Déjala así, y no te muevas de donde estás, ni tú tampoco, Skor. Ahora bajo.

El norteño descendió rápidamente por la escala de gruesas estaquillas que sobresalían del apuntalamiento, con la mano sobre el gancho. Cuando llegó al atestado fondo, se arrodilló enseguida sobre Garra de Gato, inclinando la
cabeza para
inspeccionarla con minuciosidad.

—No hemos encontrado la vaina por ninguna parte —explicó Brisa un tanto innecesariamente.

Él asintió.

—Aquí el terreno es gredoso —observó—. ¿Habéis encontrado algún trozo de greda?

—No —se apresuró a responder Brisa—. Pero tengo un pedazo de tierra de sombra amarilla.

—Eso servirá —dijo él, extendiendo la mano. Cuando la niña lo sacó de su bolsa y se lo entregó, Fafhrd miró cuidadosamente a lo largo de la hoja de la daga y trazó una gran marca amarilla al pie del puntal para señalar la dirección en que el arma apuntaba—. Eso es algo que luego tal vez queramos recordar —explicó concisamente.

Recogió la afilada arma, le dio la vuelta y la inspeccionó de nuevo desde la punta de la hoja hasta la empuñadura, pero no descubrió ninguna marca especial, ningún mensaje de cualquier clase en uno u otro lado.

—¿Qué has encontrado, Fafhrd? —le preguntó Cif desde arriba.

—Es Garra de Gato, en efecto —respondió él—. Te la enviaré. —Entregó el arma a Skor y le dijo—: Voy a sustituirte durante un rato. Descansa un poco. —Su lugarteniente le dio la pala cuadrada de mango corto que había sustituido al hacha como principal herramienta para cavar y raspar—. Eres un buen hombre, Skor —añadió.

El hombre hizo un gesto de asentimiento y subió por la escala.

—Voy a bajar, Fafhrd, es mi turno de ayudar —anunció Afreyt desde arriba.

Fafhrd miró a Brisa. Vistos de cerca, las hebras doradas estaban húmedas de sudor y el blanco cutis tiznado de tierra. La palidez y los semicírculos oscuros trazados por el cansancio bajo los ojos azules contradecían la sonriente disposición que mostraba la chiquilla.

—También tú necesitas un descanso. Y dormir, ¿me oyes? Pero sólo después de haber tomado un
tazón
de sopa caliente. —Le quitó la paleta y la escobilla—. Has hecho un buen trabajo, pequeña.

Mientras la niña subía la escala fatigada pero a regañadientes, instada por Afreyt desde arriba a que se diera más prisa, Fafhrd clavó la pala en la tierra cerca del borde del agujero y continuó la excavación.

Después de que Afreyt hubiera descendido al pozo para ayudar a Fafhrd en su tarea, la prostituta Rill acompañó a la extenuada Brisa hasta la fogata, más allá de la tienda. Cif las siguió, casi como una sonámbula, contemplando la daga que sostenía y que Skor le había entregado. Poco después los otros también se retiraron. Permanecer bajo el frío viendo a la gente cavar no es algo que proporcione un beneficio duradero.

Rill insistía para que Brisa terminara el tazón de sopa que le había servido.

—Tómala toda mientras aún está caliente. Así lo hace una buena niña. ¡Pero si todavía estás helada! Tienes que taparte con las mantas y dormir, estás rendida. Vamos, sin discusiones.

Y la niña la siguió de bastante buena gana hasta la tienda.

Cif seguía mirando perpleja la daga del Ratonero, volviéndola lentamente a uno y otro lado, de manera que la hoja brillante reflejaba periódicamente la luz de la fogata.

El viejo Ourph, que había estado sumido en sus meditaciones, observó:

—Cuando Khahkht el Conquistador fue enterrado vivo por traición, atado y armado, pero más adelante le exoneraron de culpa y le exhumaron, descubrieron que sus dagas se habían desplazado de su cadáver varias varas en direcciones opuestas, tan fuerte y vasto era su odio.

—Tenía entendido que Khahkht era un gélido demonio de esta isla, no un importante guerrero mingol.

Al cabo de un rato, Ourph replicó:

—Los grandes conquistadores siguen viviendo como los demonios de sus enemigos.

—O en ocasiones de su propio pueblo —puntualizó Groniger.

Skullick inquirió:

—Si el viejo y difunto Khahkht pudo hacer que sus dagas viajaran a través de la tierra sólida, ¿por qué no hizo que cortaran sus ataduras?

Rill regresó con una brazada de ropas de las niñas que tendió al lado del fuego, y luego se sentó junto a Cif.

—La he desnudado por completo y acostado en un rincón caliente al lado de la adormilada chica de Ilthmar, que se había medio despertado pero estaba a punto de volverse a dormir como un lirón.

Tras una pausa cortés, Ourph explicó:

—Las ataduras de Khahkht eran cadenas de un metal muy duro.

—Puedo entender cómo la capucha del Ratonero le fue arrancada hacia arriba mientras tiraban de él hacia abajo, puesto que no estaba atada a sus demás ropas —dijo Groniger en un tono especulativo—. Y supongo que la tierra que se deslizaba hacia arriba, al presionar contra el mango y el travesaño de la daga, podría producir el mismo resultado, aunque tardando más tiempo, mientras... lo que fuese tiraba de él llevándole todavía más abajo.

—Pero ¿en ese caso no habría quedado la daga con la punta hacia abajo, vertical en la tierra? —argumentó Skullick.

La madre Grum intervino entonces:

—Alguna clase de magia negra se lo ha llevado. Por eso la daga quedó ahí: el hierro no obedece al poder del demonio.

Skullick siguió diciendo a Groniger:

—Pero cuando desenterramos la daga estaba en posición horizontal, lo cual, según tu teoría, significaría que en ese lugar fue arrastrado lateralmente, en dirección que señalaba Garra de Gato, en cuyo caso nos equivocamos al seguir ahondando el pozo en sentido vertical.

—¡Dioses! Desearía saber exactamente qué le ha sucedido ahí abajo —afirmó Pshawri, cuya voz y aspecto volvían a mostrar parte de su angustia anterior—. ¿Desenvainó a Garra de Gato para luchar con el monstruo que le arrastraba abajo y librarse de él? ¿O ha sido atacado más activamente ahí abajo y sacó la daga en defensa propia?

—¿Cómo podría hacer cualquiera de esas cosas estando totalmente encajado en la dura tierra? —objetó Groniger.

—¡Se las arreglaría de alguna manera! —replicó Pshawri—. Pero entonces, ¿cómo quedó la daga atrás? Él nunca se habría separado voluntariamente de Garra de Gato, de eso estoy seguro.

—Tal vez entonces perdió el conocimiento —sugirió Rill.

—O quizás ambos fueron atacados, el que arrastraba y el arrastrado, por un tercero —aventuró Skullick—. ¿Qué sabe cualquiera de nosotros sobre lo que puede ocurrir ahí abajo?

Mientras miraba la daga, una expresión de horror había ido cubriendo el rostro de Cif.

—¡Dejad de rompernos las mentes y los corazones con todas esas conjeturas! —exclamó. Sacó de su bolsa la capucha del Ratonero y rápidamente envolvió la daga en ella, doblando los extremos—. No puedo pensar mientras la miro. —Entregó el pequeño paquete a la madre Grum—. Toma, mantenlo a salvo y oculto mientras hacemos esfuerzos más constructivos.

La menuda mujer vestida de blanco, que momentos antes parecía llena de desolación y nerviosismo, experimentó un cambio. Se levantó ágilmente del lugar que ocupaba junto al fuego y le dijo a Pshawri:

—Sígueme, lugarteniente. Usaremos ese Apaciguador del torbellino que rescataste como un péndulo de zahón para buscar a tu capitán, empezando por la boca del pozo, y así determinaremos si se ha desviado del descenso vertical y cómo lo ha hecho en su extraño viaje a través de la tierra sólida. —Se humedeció dos dedos con la lengua y los mantuvo en algo durante un rato—. Mientras hablábamos, alimentando nuestra aflicción con horror, la brisa del norte se ha extinguido, lo cual nos facilitará este método de búsqueda y hará que los resultados sean más seguros. Tú debes ser el zahorí, Pshawri, pues aunque me irrite un poco admitirlo, pareces ser el más sensible a la presencia del Ratonero Gris.

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