Una sola cosa era evidente: ¡cualquier mundo en el que un hombre podía ser arrastrado a su tumba por los juegos malabares de alguna autoridad o potencia loca era monstruosamente injusto!
Por encima del suelo, Cif, que había estado agachada, rompiéndose las uñas al escarbar el suelo helado, se puso de rodillas y rodeó con los brazos a las niñas, que se le habían aproximado y trataban de tocarla, más por su propio consuelo y seguridad que por los de ella. Cif intentó tocarlas a su vez y atraerlas hacia ella, silenciando sus gemidos, tanto por su propio consuelo como por el de ellas. Tenían frío.
Fafhrd, enmudecido de asombro, se volvió para preguntar a Afreyt qué había visto exactamente cuando el Ratonero pareció hundirse en el suelo de una manera imposible. Para su confusión, vio que ella y Groniger estaban ya a una docena de varas de distancia, corriendo hacia la Torre de los Duendes, mientras Rill se había apartado de su lugar al final de la hilera ritual y coma tras ellos, sin soltar la lámpara apagada.
El norteño movió lentamente la
cabeza,
estupefacto, se volvió de nuevo y vio, más allá de las espaldas apiñadas de Cif y las niñas, a Pshawri que parecía sufrir convulsiones agónicas, tenía el rostro contorsionado por el sufrimiento, los ojos semicerrados, y movía atrás y adelante el tenso cuerpo mientras se arrancaba literalmente los cabellos. Por Kos, ¿acaso creía aquel bribón que ya era el momento de llorar la pérdida de alguien?
Entonces los ojos torturados del joven lugarteniente del Ratonero se fijaron en Cif. Los abrió del todo, su cuerpo dejó de balancearse, cesó de tirarse de los pelos y tendió ambos brazos hacia ella, en mudo gesto de súplica.
Ella respondió de inmediato, levantándose del todo para ir hacia él. Pero en aquel momento Fafhrd recobró el habla.
—¡No des un solo paso! —le ordenó imperiosamente, en el mismo tono y con el cuidadoso enunciado que habría usado en una batalla—. Quédate exactamente donde estás... o perderemos de vista el lugar donde el Ratonero ha desaparecido bajo el suelo.
Y avanzó resueltamente hacia ella, usando la mano derecha para extraer su hacha de doble hoja del estuche que le pendía a un costado.
—El lugar donde debemos cavar —añadió, arrodillándose al lado de Cif.
Ella se volvió, y al verle empuñar el hacha creyó que pretendía golpear el suelo con ella y exclamó alarmada:
—¡Oh, no hagas eso, podrías hacerle daño!
Él la tranquilizó con un movimiento de cabeza y, cogiendo el hacha por la juntura de la hoja y el mango, raspó fuertemente el suelo hacia sus rodillas, palpando con el gancho a través de la tierra que levantaba. Siguió raspando hasta despejar un espacio grande como la puerta de una trampa, y entonces empezó de nuevo, profundizando una pulgada.
Entretanto, Pshawri se acercaba a Cif, manoseando su bolsa y balbuciendo:
—Querida señora, yo soy responsable de la desgracia que ha acaecido a mi capitán. Sólo yo soy culpable. Mira, permíteme que te muestre...
Sin detenerse en su tarea, Fafhrd le ordenó bruscamente:
—Olvida eso, Pshawri, y ven aquí. Tengo un recado para ti.
Pero al ver que el hombre no parecía oír sus palabras y seguía mirando desesperadamente a Cif y palpándose los brazos para llamar su atención, Fafhrd hizo una seña a la dama para que hiciera al loco a un loco y escuchara lo que quería decirle, mientras ordenaba:
—¡Entonces tú, Skullick, ven aquí!
Cuando su joven sargento se apresuró a obedecer, aunque no sin dirigir una mirada inquieta a Pshawri, Fafhrd le dio instrucciones concisas mientras seguía raspando el suelo.
—Skullick, regresa al cuartel corriendo como el viento, busca a Skor y Mikkidu y ordénales que vengan aquí de inmediato con uno o dos hombres, cada uno provisto de fuertes guantes de trabajo, palas, cubos, linternas y cuerdas. No intentes explicar nada... Ten, toma mi anillo. Entonces elige a un hombre de los del Ratonero y otro de los míos y a un mingol y venid aquí con tablas y los utensilios necesarios para apuntalar un pozo, más cuerdas, poleas, comida, combustible, agua, un barril de
aguardiente,
mantas y la caja de medicinas. Venid en cuanto hayáis reunido todo eso. Usad las carretas de los perros. Que Mannimark se quede al frente del cuartel. ¿Alguna pregunta? ¿No? ¡Entonces partid!
Skullick se marchó. Rill ocupó de inmediato su lugar.
—Fafhrd —le dijo en tono apremiante—. Afreyt y Groniger me han ordenado decirte que, al margen de lo que creas que hemos visto, o nos parece haber visto, engañados tal vez por un fantasma, al final el Ratonero echó a correr con una velocidad sobrenatural hacia la Torre de los Duendes y entonces se ocultó. Han ido en su busca. Quieren que te reúnas con ellos, tras enviar a alguien en busca de linternas, los perros Corredor y Agarrador, y una pieza sin lavar de la ropa interior del Ratonero.
Fafhrd dejó de raspar el hoyo cuadrado, que tenía cinco o seis pulgadas de profundidad, para volverse y mirar inquisitivamente a quienes habían escuchado tales palabras.
—Capitán, se ha hundido en el suelo donde estás cavando —dijo Ourph el mingol—. Lo he visto.
—Es cierto —gruñó la madre Grum—, aunque al final se volvió un tanto etéreo.
Cif se apartó del desdichado Pshawri para afirmar categóricamente:
—Ha descendido aquí. Pude tocarle la cabeza y el pelo antes de que se hundiera.
Pshawri la siguió, gritando:
—Mira, señora, lo he encontrado. He aquí la prueba de que mentí al capitán cuando anoche le dije que no había sacado nada de mi zambullida en el Maelstrom.
Era una figura geométrica metálica formada sólo por los bordes, como el esqueleto de. un cubo, del tamaño de un puño de niño y con algo oscuro encajado en su interior. El metal parecía plata a la luz de la luna, pero Cif tenía la certeza de que era de oro..., el icono de la Escarcha que el Ratonero lanzó con su honda al centro del gran torbellino para calmarlo tras el naufragio de la armada mingola.
Los ojos de Pshawri parecían los de un loco mientras decía:
—Haber cogido esto de las fauces del torbellino, aunque con la intención de complacerle, ha sido el medio de la perdición de mi capitán, como tal vez él mismo temía que pudiera suceder. Dioses, ¿alguna vez un hombre se engañó a sí mismo tan cruelmente?
—Entonces, ¿por qué le mentiste? —le preguntó Fafhrd—. ¿Y por qué deseabas poseer ese icono?
—No puedo decírtelo —respondió el compungido Pshawri—. Éste es un asunto privado entre el capitán y yo. ¿Qué haremos, dioses? ¿Qué podemos hacer?
—Seguiremos cavando aquí —decidió Fafhrd, acompañando sus palabras con la acción—. Rill, comunica mi decisión a Afreyt y Groniger.
—Primero déjame que te facilite la tarea —dijo la mujer, cogiendo la lámpara de leviatán que colgaba de su espalda y dejándola en el suelo junto al hoyo cuadrado que Fafhrd estaba cavando, y entonces chascó los dedos de la mano derecha al tiempo que decía: «Arde sin calor». La sencilla magia surtió efecto.
La luz de leviatán blanca como nieve recién caída, iluminó el entorno como un fragmento de la luna llena que hubiera caído a la tierra, de manera que cada grano de tierra dentro del cuadrado recién cavado parecía visible individualmente.
Fafhrd dio las gracias a Rill y ésta se dirigió a paso vivo hacia la Torre de los Duendes.
El norteño se volvió hacia el lugarteniente del Ratonero y le dijo:
—Pshawri, siéntate al otro lado del hoyo, frente a mí, y palpa la tierra que voy levantando con el hacha. Dos manos trabajan con más rapidez que un gancho. ¡Brisa! Tú y Dedos... arrodillaos junto a mí y echad a cada lado la tierra que voy removiendo. Ya he rebasado la hierba helada y ahora puede cavar más a fondo. Pshawri, mientras palpas en busca de la cabeza del Ratonero, dinos, concisa y claramente, todo cuanto tu conciencia te permita sobre la zambullida en el torbellino.
—¿Crees que aún puede estar vivo? —le preguntó Cif con voz entrecortada, como si dudara de sus propias esperanzas erráticas.
—Señora, conozco al Ratonero Gris desde hace algún tiempo. No hay que subestimar nunca sus recursos bajo la adversidad o su sangre fría en medio del peligro.
Presionado por la tierra y en posición vertical, como si le hubieran honrado con un entierro al estilo de la isla, el Ratonero notó un bulto en su garganta y observó que crecía lentamente, se hacía más duro y empezaban a acompañarle unas punzadas en las mejillas y el velo del paladar, así como unas dolorosas sensaciones o impulsos de movimiento en lo profundo de su pecho. La tensión aumentaba en toda aquella zona y empezó a notar un ligero zumbido en los oídos. Todas estas sensaciones seguían aumentando sin cesar.
Recordó que había aspirado aire por última vez mientras aún veía la luna.
Con un tremendo esfuerzo de voluntad refrenó el impulso de aspirar (que podría haberle llenado la boca de tierra y hacerle toser y resollar, ¡ni pensar en ello!). Con mucha lentitud (casi de modo experimental, podría decirse, excepto que era preciso hacerlo, ¡y pronto!) empezó a inhalar, al principio a través de las fosas nasales pero en seguida lo hizo con los labios apenas separados, donde podía humedecerlos con la lengua y, moviéndola de un lado a otro, rechazar partículas de tierra intrusas, mantenerlas a raya, algo así como la técnica aprobada para fumar hashish, según la cual uno inhala un poco de aire a cada lado de la pipa para diluir el denso humo. (¡Ah, se dijo el Ratonero, la maravillosa libertad de la lengua dentro de la boca! No importa la situación de confinamiento en que se encuentre el cuerpo. La gente no sabe apreciarla como se merece.)
Y entretanto inhalaba fríos sorbos del aire dador de vida que se había almacenado entre las partículas de tierra sólida, sin dejar que pasaran a través de sus labios más granos de tierra de los que podía tragar con facilidad. Supuso que de esta manera finalmente podría moverse a través del suelo, quizás tomando tierra por su extremo anterior —¿quién sabía?— extrayéndole nutrición y luego excretándolo en un senderillo fecal.
Pero entonces el bulto de la garganta volvió a llamarle la atención. Espiró a pesar del obstáculo (requirió un tiempo considerable, pues ofrecía resistencia) y lentamente (se dijo que no debía olvidar en ningún momento la importancia de la lentitud) aspiró de nuevo.
Al cabo de varias repeticiones de este proceso decidió que si lo hacía con diligencia, sin perder tiempo pero sin dejarse tentar por la precipitación, podría mantener el bulto en su garganta (y el impulso de boquear) reducido a un tamaño tolerable.
Así pues, de momento, y comprensiblemente, todo lo que no estaba relacionado con la respiración adquirió una importancia secundaria, ¡qué digo, terciaria!, para el Ratonero, el cual se dijo que si llevaba a cabo aquel proceso durante el tiempo suficiente, llegaría a hacerse habitual y entonces habría espacio en su mente para pensar en otras cosas, o por lo menos en otros aspectos de su actual situación penosa.
Entonces se planteó un interrogante: ¿Se preocuparía de hacerlo cuando llegara el momento? ¿Obtendría provecho o consuelo de tal especulación?
A medida que el Ratonero adquirió lentamente la capacidad de atender a otras cuestiones, observó un leve resplandor rojizo dentro de sus párpados. Al cabo de unos cuantos movimientos respiratorios se dijo que eso no podía ser, que semejante resplandor sólo se explicaría si hubiera luz solar y allí ni siquiera había la de la luna. (Se habría permitido un pequeño sollozo, pero en las circunstancias acátales no podía pensar en la más ligera irregularidad respiratoria.)
Pero la curiosidad, una vez despierta, persistió («... incluso hasta la tumba», se dijo con sentencioso melodramatismo), y tras unos cuantos movimientos respiratorios más entreabrió mínimamente los ojos, protegidos por las pestañas.
Nada le atacó, ni la más minúscula partícula de tierra, y había, en efecto, una luz amarilla.
Poco después abrió más los párpados, mientras mantenía inalterable, por supuesto, su cauta respiración, y examinó la pequeña escena.
A juzgar por la manera en que la vista estaba brillantemente bordeada de amarillo, la iluminación parecía proceder de su propio rostro. Recordó el extraño sueño o incidente nocturno del que Cif le había hablado, en el que ella le había visto llevando una semimáscara fosforescente con óvalos de negrura en el lugar que ocuparían los ojos. Tal vez había previsto realmente el futuro, pues ahora él parecía llevar semejante máscara.
La luz le reveló que se encontraba ante una pared marrón, tan cerca de ella que la veía borrosa, pero no tan próxima como para tocarla con los ojos.
Sin embargo, mientras la examinaba, tuvo la creciente sensación de que podía ver a su través, de modo que a un dedo de distancia de aquel borrón frontal las partículas individuales de tierra estaban nítidamente definidas, como si algún poder oculto de visión se mezclara con la visión natural, el primero mezclándose con la última y ampliándola.
Gracias a este medio, cualquiera que fuese, vio un guijarro negro enterrado a unas seis pulgadas de distancia, y al lado de aquel uno verde oscuro grande como su pulgar, mientras que junto al último estaba la cara rojiza, inexpresiva y anillada de una lombriz de tierra cuya pequeña boca circular central estaba en acción, apuntándole casi directamente de modo que sus segmentos, vistos en perspectiva angulosa, casi se fundían.
Y entonces, por primera vez, el elemento de alucinación o pura fantasía intervino en su visión, pues aquella lombriz se dirigió a él con voz silbante y aguda, diciéndole:
—¡Oh, humano mortal, ¿qué te protege? ¿Por qué no puedo acercarme a ti para roerte los ojos?
Sin embargo, el realismo de la alucinación convenció tanto al Ratonero que se rindió al impulso de responder en un tono bajo y ronco:
—Hola, compañero de prisión...
No pudo decir más. Su propia voz, por disminuida que estuviera, era tan clamorosa en el limitadísimo espacio y reverberaba de tal manera dentro de su cráneo y mandíbula, como campanillas agitadas por un huracán, que sintió un intenso dolor en los oídos y casi se olvidó de respirar.
Las vibraciones inesperadamente potentes que produjeron sus palabras incautas también parecieron trastornar el delicado
equilibrio con el que flotaba en el mar de tierra a su alrededor, pues observó que los dos guijarros y la lombriz habían empezado a moverse juntos hacia arriba, aunque él no experimentaba un correspondiente tirón de sus tobillos hacia abajo. Era evidente que había hecho un intento excesivo prematuramente.