La Hermandad de las Espadas (29 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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—¿Fafhrd? —dijo Gale, rebosante de atención.

—El mismo. Acaba de salir del pozo, ha hecho unas cabriolas alrededor del fuego y ahora ha cogido una lámpara y una jarra y ha ido en pos de tu tía morena, la cual está buscando como una zahorí a tu otro tío. Creo que tiene ideas raras y quiere vigilar.

—¿Dónde están nuestras ropas? —preguntó Brisa en seguida, saliendo a medias del nido.

—Esa señora con una cicatriz en la mano las ha puesto a secar junto al fuego, antes de que todos se marcharan por delante de Fafhrd. Vamos, te hago una carrera.

—Alguien nos verá. —Brisa cruzó su delgado antebrazo sobre los senos incipientes.

—No si nos damos prisa, señorita gazmoña.

Las dos niñas se dirigieron sigilosamente a la fogata y, mirando a su alrededor y soltando risitas, se pusieron las ropas calientes con tanta rapidez como si fuesen marineros. Entonces, cogidas de la mano, siguieron la
lámpara
de Fafhrd, mientras la última astilla de la luna llena se escondía tras las colinas centrales de la isla y el cielo palidecía con los primeros indicios del alba.

17

El Ratonero se esforzó por despertar de las profundidades más oscuras. El proceso pareció requerir fatigosas etapas de conciencia marginal, pero cuando finalmente, y de una manera repentina, se sintió dueño absoluto de su mente, descubrió que su cuerpo estaba tendido cuan largo era, con la cabeza inclinada reposando en el ángulo del codo izquierdo, el olfato asaltado por el vivificante olor salobre del mar.

Por un bendito instante supuso que estaba acostado en su habitación del cuartel de Puerto Salado, construido el año anterior por sus hombres y los de Fafhrd y con la ventana abierta a la fría y húmeda brisa matinal.

El primer movimiento que intentó dio al traste con esa ilusión. Se hallaba en la misma situación atroz en que se había encontrado cuando su conciencia se retiró por fin a una oscuridad de ultratumba cuando más se esforzaba por seguir a Dolor, la delgada hermana de la Muerte.

Su situación incluso había empeorado, pues ya no tenía el extraño poder de movimiento de antes, que le había permitido una dificultosa retirada como un cangrejo. Al parecer, aquel poder sólo se generaba cuando el terror era extremo.

El olor a mar era un elemento nuevo. Debía de proceder de la tierra granulosa que le aferraba como un tornillo de banco, tierra que ahora era perceptiblemente húmeda, lo cual, a su vez, debía de significar que su huida le había llevado a la costa de la isla, a las riberas marítimas. Tal vez se hallaba ya bajo las aguas frías, tumultuosas e impecables del ilimitado Mar Exterior.

Y ya no estaba enterrado verticalmente sino en posición horizontal. Era realmente asombrosa la diferencia que eso suponía. Derecho, aunque estuviera tan estrechamente confinado como una estatua por su molde, uno se sentía de alguna manera libre y en guardia, mientras que tendido, tanto en posición supina como prona, se hallaba en una postura de sumisión que le hacía sentirse absolutamente impotente. Era lo peor...

No, se interrumpió a sí mismo, no debía exagerar. Peor que horizontal sería estar enterrado al revés, cabeza abajo. Sería mejor que dejara de imaginar las diversas posibilidades de confinamiento para no pensar en una que fuese todavía peor.

Se puso a hacer las mismas cosas rutinarias que había hecho antes de su anterior pérdida de conciencia bajo el suelo: regularizar y maximizar su respiración furtiva, asegurarse de que continuaba el brillo alrededor de sus ojos y de su poder, al parecer oculto, de visión, aunque un tanto disminuido, algunas varas a su alrededor.

Tenía la
cabeza
inclinada de suerte que se veía el cuerpo, a lo largo de las piernas y más allá de los pies. Le habría gustado tener un campo de visión más amplio, pero por lo menos no había ninguna forma femenina cretácea y azul que le persiguiera como un tiburón. Sin embargo, era realmente desconcertante lo indefenso que le hacía sentir su posición horizontal que se presentaba a que le pisotearan, le escupieran encima o le atravesaran con una horquilla.

Se recordó que ya se había extraviado otras veces en el reino de la Muerte sin que le faltara la sangre fría, esforzándose por tranquilizarse y mantener el pánico a raya. Cierta vez, en Lankhmar, entró en la tienda de magia de los Devoradores y se tendió sin temor en un ataúd con almohada negra. También penetró resueltamente en un espejo que era un charco de mercurio líquido mantenido en posición vertical gracias a poderosos hechizos.

Pero en esa ocasión estaba bebido e impresionado por una muchacha, aunque el mercurio le pareció frío y refrescante (¡no como aquel material granuloso y sofocante!), y luego abrigó la conclusión personal de que había estado a punto de descubrir un secreto refugio de héroes muy por encima del reservado a los dioses cuando Fafhrd tiró bruscamente de él haciéndole salir del fluido plateado.

No importaba. Se dijo que sus amigos y amante actuales debían de estar trabajando como castores para rescatarle, ya fuera cavando (sin duda estaban allí en número suficiente para ello) ya efectuando alguna magia o trato sobrenatural. Tal vez en aquel mismo momento su querida Cif manipulaba los Iconos de Oro de la isla como lo hiciera el año anterior cuando él tuvo su mente atrapada en el seso de una resonante ballena.

O tal vez Fafhrd habría ideado alguna estratagema para rescatarle, aunque el gran patán no había parecido precisamente capaz de tal cosa cuando el Ratonero le vio por última vez, mirando embobado cómo desaparecía su camarada.

Sin embargo, ¿cómo sabría cualquiera de ellos dónde debía cavar, puesto que cambiaba continuamente de posición? En cualquier caso, ¿cómo iban a cavar si se encontraba ya por debajo del Mar Exterior?

Este último interrogante le recordó a su vez que, según las leyendas más antiguas, Simorgya había invadido la Isla de la Escarcha en tiempos prehistóricos, a través de unos larguísimos túneles que se extendían por debajo de las aguas. Eso ocurrió antes de que la isla más meridional se hundiera bajo las olas y sus crueles habitantes desarrollaran agallas y aletas.

Una fantasía, sin duda, cuentos de viejas brujas. No obstante, si tales túneles hubieran existido, sin duda ahora estaba en el lugar adecuado para encontrarlos, en la costa meridional de la Isla de la Escarcha. O encontrar uno por lo menos..., sin duda eso no sería confiar demasiado. Y así, mientras sorbía diligentemente el aire de la húmeda tierra que le rodeaba a través de los labios apenas abiertos, exhalándolo poco a poco con más fuerza de la empleada al inhalar, a fin de expulsar los gránulos mojados intrusos, reparó en una ondulación de color verde claro paralela a su cuerpo, a unas tres varas de él, como si algo se moviera allí adelante y atrás, por un corredor estrecho y bajo, mientras le examinaba atentamente. Al cabo de un rato, aquella ondulación se resolvió en la forma exquisita de la diablesa simorgyana Ississi, a sólo una cuarta, ¡qué digo, apenas una octava parte

de su cambio de forma de pez a muchacha: tenía un tenue indicio de cresta a lo largo de la espina dorsal y una vaga sugerencia de membranas que unían sus dedos esbeltos, y su delicado cutis sólo presentaba un levísimo tinte verde, el de la joven de grandes ojos verdes y amarillos y habla seductoramente ceceante que con tanta docilidad se había prestado a la disciplina más rígida, por lo menos durante algún tiempo. Y parecía llevar una vaporosa túnica multicolor, formada por los jirones y trapos de las costosas, pintorescas y excelentes telas destruidas durante el último ataque submarino, cuando el
Halcón Marino
se hundió durante cierto tiempo.

Por un momento, su escepticismo en curso de disolución volvió a afianzarse mientras se preguntaba cómo podía estar tan seguro de que se trataba realmente de Ississi en aquel entorno nebuloso donde cualquier pez (e incluso muchacha) se parecía mucho al siguiente (y ambos como fantasmas tejidos de humo verdoso). Pero incluso mientras se planteaba esa pregunta, la visión se hizo más real, cada atractivo rasgo se definió con más claridad. Aun más, se dio cuenta de que la muchacha no le asustaba lo más mínimo, a pesar de las circunstancias de su encuentro. De hecho, mientras sus ojos se movían lentamente siguiéndola de un lado a otro, experimentó una somnolencia creciente, pues el movimiento regular invitaba al reposo. Incluso concibió la ilusión (si era tal) de que todo su cuerpo, no sólo los ojos, se movía lentamente adelante y atrás, al unísono con el de ella, como si, sin darse cuenta, se hubiera internado en un corredor o túnel paralelo al de ella y flotara en el aire, que no ofrecía resistencia.

En aquel preciso momento experimentó un sobresalto que le hizo revisar a fondo su opinión, contemplada poco antes, de que una joven era muy parecida a la siguiente... o que lo mismo era aplicable a un pez. Aunque no había visto que los labios semisonrientes de Ississi se cerraran o fruncieran, oyó un silbido suave vibrante y seductor.

Miró hacia abajo a lo largo de sus piernas y más allá de los pies y vio la forma cretácea entreverada de azul de la hermana Dolor que se abalanzaba hacia él como una tigresa, con las garras extendidas a cada lado de su propio rostro estrecho y sonriente y los ojos brillantes con un sádico fuego rojo.

Confirmando una intuición anterior así como su suposición acerca de los túneles, sin ningún esfuerzo físico por su parte Pero sí como uno mental tremendo, empezó a alejarse de ella a la misma velocidad con que ella efectuaba su horroroso avance, de modo que ambos se deslizaban a través de la tierra granulosa pero que no ofrecía la menor resistencia a una velocidad de pesadilla, y la figura de Ississi se desvaneció detrás de ellos en un abrir y cerrar de ojos...

Pero no del todo, pues al Ratonero le pareció que en aquel momento su perseguidora se había detenido un instante mientras su cuerpo azulado absorbía la sustancia verde claro de la otra, añadiendo la furia de la pisciforme Ississi a sus propios apetitos atroces antes de reanudar su atroz avance.

El Ratonero tuvo la tentación de mirar adelante a fin de obtener algún indicio del lugar al que se apresuraban por debajo del Mar Exterior, pues seguían un curso más profundo, pero no se atrevió a hacerlo por temor a que, al tratar de esquivar algún obstáculo apenas atisbado, se precipitara contra las paredes rocosas que se deslizaban tan raudamente a sus lados. No, lo mejor sería confiar en el gran poder, cualquiera que fuese, que le tenía a su merced. Por ciego que fuera, sabía más que él.

Pasó ante la boca oscura de un túnel transversal, y el Ratonero consideró que si hubiera mantenido su rumbo le habría conducido al sur. ¿A Simorgya? En ese caso, ¿hasta dónde se extendía aquel ramal por el que se deslizaba a toda velocidad? ¿A No—Ombrulsk? ¿Más allá, bajo tierra, al Mar de los Monstruos? ¿Al mismo y temible Reino de las Sombras, morada de la Muerte?

¿De qué servía especular cuando había cedido el control de
}
sus movimientos al torbellino? Contra toda expectativa razonable, observó que la enorme velocidad le adormecía, a pesar de los destellos perlinos y el resplandor huidizo de los fósiles marinos. Tal vez en aquel mismo momento estaba respirando suavemente en una cómoda tumba de la isla y tenía aquel sueño. Incluso el mismo Gran Dios debió de tener momentos mientras creaba el o los universos en los que tuvo la absoluta certeza de que estaba soñando. El Ratonero musitó que todo estaba bien antes de sumirse en el letargo.

18

Cif insistió en tender de nuevo el péndulo, pues les indicaba que debían retroceder a través del gran prado, sujetó el cubo con las cenizas entre los dedos anular y pulgar de la mano izquierda y, al obtener el mismo resultado que él, decidió que en

delante deberían alternarse en la utilización del péndulo. Él accedió de buen talante, pero no podía ocultar su nerviosismo cuando no tenía en sus manos el péndulo mágico, y en tales ocasiones miraba a la mujer como un halcón.

—Tienes celos de mí acerca del capitán, ¿no es cierto? —preguntó sinceramente al joven lugarteniente.

Él reflexionó serenamente en estas palabras y respondió con la misma sinceridad:

—Sí, señora, lo estoy, aunque no pongo la menor objeción al derecho mucho mayor y distinto que tienes a su interés. Pero le conocí antes que tú, cuando me reclutó en Lankhmar para formar parte de su grupo antes incluso de que equipara el
Pecio y
zarpara hacia la isla de la Escarcha.

Ella le corrigió amablemente:

Olvidas que, antes de tu alistamiento, la señora Afreyt y yo viajamos a Lankhmar a fin de contratar a él y a Fafhrd para la defensa de la isla, aunque en aquella ocasión el gélido soplo de Khahkht nos devolvió rápidamente a este clima polar.

—Eso es cierto —concedió él—. Sin embargo... —Pareció pensarlo mejor y no dijo más.

—¿Sin embargo qué?

—Iba a decir —replicó él con cierto titubeo— que creo que el Ratonero me conocía antes de esa ocasión. Al fin y al cabo, ambos éramos ladrones por cuenta propia, aunque él infinitamente superior a mí, y eso significa mucho en Lankhmar, donde el Gremio es tan fuerte, y había otros motivos... Bueno, en fin, yo conocía su reputación.

Cif acababa de efectuar otra prueba con el péndulo y aferraba el cubo con las cenizas en la mano derecha, sin haberlo guardado en su bolsa o entregado al hombre para tenerlo a buen recaudo. Estuvo a punto de preguntarle cuáles eran los otros motivos, pero en vez de hacerlo contempló las facciones del ensimismado lugarteniente, las cuales empezaban a ser visibles bajo la luz grisácea sin ayuda del blanco resplandor de la lámpara que descansaba en el suelo, al lado del lugar donde ella había tendido el péndulo.

Sólo Astarion, el astro más brillante de Nehwon, era todavía un punto pálido en el cielo violáceo y el alba la engulliría pronto. Delante de ellos, pero a su izquierda (pues el tanteo con el Péndulo les desviaba gradualmente al sur del camino que su grupo había recorrido la noche anterior), una manta cíe niebla que se alzaba del suelo ocultaba todo Puerto Salado excepto los rejados más altos, las columnas y el arco con las campanas cólicas del Templo de la Luna, empequeñecidos por la distancia. Vieron que la niebla iba alzándose alrededor de aquellos objetos y, aunque no soplaba el viento,
avanzaba hacia
ellos, como una blanca destilación de la tierra. Su borde extremo era más brillante en el lugar por donde saldría el sol, aunque un escuadrón de nubes que se deslizaban por arriba aún no habían recibido sus rayos.

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