—¿Advertirte qué? —inquirió él, y como ella no respondía, le preguntó—: ¿De qué sexo era?
—Ah, era hembra —replicó ella en seguida, pero entonces pareció dubitativa—. Por lo menos eso creo. ¿Tenía sexo? Me pregunto por qué no esperé a que llegara a mi lado, o por qué no me volví de repente y me acerqué a aquel ser. Creo que me pareció que si lo hacía, y aunque no le temiera, volvería a convertirse en una bestia, una bestia de voz profunda.
—Anoche también yo tuve un sueño extraño y, curiosamente, coincide con el tuyo. ¿O quizá lo soñé de día? Últimamente empieza a ocurrirme eso. —Fafhrd se tendió cuan largo era en el mullido césped para observar mejor las siete estrellas helicoidales de la Targe—. Soñé que estaba encerrado en el castillo más grande imaginable, con un millón de habitaciones oscuras, y que buscaba a Gusorio (pues esa antigua leyenda que comparto con el Ratonero a veces es algo más que una broma) porque me habían dicho solemnemente, tal vez en un sueño dentro del sueño, que tenía un mensaje para mí.
Ella se volvió e inclinó sobre él, mirándole intensamente mientras le escuchaba. Su cabello dorado pálido caía hacia adelante en dos amplias y lindas cascadas sobre los hombros. Él cambió un poco de posición, de modo que cinco estrellas de Targe se alzaron en un semicírculo desde la frente de Afreyt (los ojos del bárbaro fijándose de vez en cuando en la oscurecida garganta de la mujer y la cadena de plata que unía los lados de su corpiño violeta) y prosiguió—: En una de las innumerables habitaciones, junto a la puerta del fondo, había una figura vestida con una malla escamosa de plata (ahí es donde coinciden nuestros sueños), pero estaba de espaldas a mí y cuando más la miraba, más alta y delgada parecía de lo que podría ser Gusorio. No obstante, le llamé a gritos y, en el mismo instante en que lo hacía, supe que había cometido un error irreparable y que mi voz produciría un horrendo cambio en la figura que sería nocivo para mí. ¿Ves como nuestros sueños vuelven a coincidir? Pero entonces, cuando la figura empezaba a volverse, me desperté. ¿Sabes que la Targe te corona, mi querida princesa? —Y movió la mano derecha hacia el arco de plata que caía por debajo de la garganta femenina cuando ella se inclinó para besarle.
Pero mientras él disfrutaba de tales placeres y sus continuaciones y proliferaciones al tiempo que la luna se hundía, placeres realzados en gran manera por su telón de fondo estrellado, Fafhrd pensó intrigado en que aquellas noches parecía encaminarse a la vez hacia la vida más brillante y la muerte más oscura, mientras en medio de todo ello la Torre de los Duendes se alzaba a corta distancia.
—No hay la menor duda de que el capitán Ratonero ha cambiado —dijo Pshawri con certeza, aunque también en un tono de asombro y aprensión, a su compañero el lugarteniente Mikkidu, cuando, dos noches después, bebían juntos en un pequeño reservado de la taberna del Naufragio—. He aquí otro ejemplo si fuese necesario. Ya sabes lo mucho que cuida de nuestro condumio y se preocupa de que ese marmitón no nos envenene. Normalmente prueba una cucharada del cocido, para ver lo que le falta o le sobra, e incluso ordena que lo tiren (eso ocurrió una vez, ¿recuerdas?) y se marcha tan campante. Sin embargo, esta misma tarde, le vi a escondidas: estaba delante de la humeante olla de sopa, mirándola durante tanto tiempo como se tarda en arriar la vela del
Halcón Marino
y aparejarla de nuevo, observando como hervía y burbujeaba con el mayor interés, las judías y los trozos de pescado meciéndose, los nabos y las zanahorias dando vueltas, ¡como si viera en ellos augurios y pronósticos sobre el destino del mundo!
Mikkidu asintió.
—O bien corretea por ahí encorvado como la madre Grum, viendo cosas a las que ni siquiera una hormiga hace caso. Me obligó a agacharme junto a él y observar una ruta que podría haber sido el plano de un laberinto, señalando por turno una maraña de pelos, una moneda, un guijarro, un fragmento de pergamino con garabatos rúnicos, excrementos de ratón y una cucaracha muerta.
—¿Te obligó a comértela? —inquirió Pshawri.
Mikkidu meneó la cabeza, extrañado.
—Nada de masticar..., ni tampoco reprensiones de ninguna clase. Al final, cuando empezaba a sentir calambres en las piernas, se limitó a decirme: «Quiero que recuerdes estas cosas en el futuro».
—Y entretanto el capitán Fafhrd...
Los dos ladrones semirehabilitados alzaron la vista. Desde el reservado contiguo Skor había asomado su rala cabeza, surcada de arrugas de preocupación, que ahora alzaba por encima de ellos.
—... está tan ocupado observando las estrellas de noche, e incluso de día, de alguna manera, que es un milagro que pueda desplazarse por Puerto Salado sin romperse el cuello. ¿Crees que alguna criatura maligna los ha hechizado a ambos?
Normalmente, los hombres del Ratonero y Fafhrd eran mutuamente rivales, suspicaces y se desacreditaban mutuamente. El hecho de que compartieran lo que sabían y celebraran juntos sincero consejo era una prueba de la preocupación actual que sentían por sus capitanes.
El menudo Pshawri se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Es un asunto tan trivial, y sin embargo...
—Por aquí abundan los maleficios gélidos —dijo sombríamente Mikkidu—. Khahkht, el mago del hielo, los voladores fantasmales de Stardock, la isla hundida de Simorgya...
En el mismo momento, Cif y Afreyt, reunidas en la sauna de la primera, charlaban con una libertad incluso mayor pero más juguetona. Afreyt confesó a su prima con fingida jactancia;
—Has de saber que Fafhrd ha comparado mis pezones con estrellas.
Cif soltó una risita alegre entre el vapor y respondió ásperamente con fingido orgullo:
—El Ratonero comparó con una el agujero de mi culo. Y también con el hoyuelo donde se inserta el pecíolo de una
manzana.
¡Y su propio miembro insertado lo ha comparado con un estilete! Sea lo que fuere lo que les aqueja, no se nota en la cama.
—¿O sí que se nota? —inquirió Afreyt, risueña—. En mi caso, estrellas. En el tuyo, frutas y también instrumentos cortantes.
Mientras las Muertes de Fafhrd y el Ratonero daban tumbos a lomos de pollino, en la cola de una pequeña tropa de mercaderes a la que se habían unido cuando viajaban a través de la boscosa tierra de las Ocho Ciudades desde Kvarch Nar a Illik Ving, bajo la Luna llena de las Brujas el primero observó:
—El problema con estas largas personificaciones como la muerte de otro es que uno empieza a olvidarse de su propia persona y mejores intereses, sobre todo si es un actor consumado.
—No ha de ser necesariamente así —dijo el otro—. Más bien te proporciona una cabeza clara (¿qué cabeza es más clara que la de la Muerte?) para observarte desapasionadamente y examinar sin prejuicios los términos del contrato bajo el que actúas.
—Eso es bastante cierto —replicó la Muerte de Fafhrd, acariciándose la enjuta mandíbula mientras su burro, para cambiar, avanzaba con paso nivelado—. ¿Por qué crees que ése habla tanto del botín que podemos encontrar?
—¿Qué otra cosa puede ser sino que Arth—Pulgh y Hamomel esperan que nuestras futuras víctimas lleven consigo tesoros o los tengan a su alrededor? ¡He ahí un pensamiento para caldear las frías noches que se avecinan!
—Sí, y eso plantea una bonita cuestión en la ley de nuestra orden, la de si nos han contratado principalmente como asesinos o como ladrones.
—Eso no importa —resumió la Muerte del Ratonero—. Por lo menos sabemos que no debemos atacar a los dos héroes hasta que nos hayan mostrado dónde está su tesoro.
—O más bien tesoros —le corrigió el otro—, si desconfían entre sí, como hacen todos los hombres juiciosos.
Tras un fuerte aguacero, el Ratonero y Fafhrd, que venían en direcciones opuestas alrededor de una esquina detrás de la sala del consejo de Puerto Salado, tropezaron porque uno iba agachado para inspeccionar un nuevo charco mientras el otro examinaba las nubes que se retiraban de las flechas de luz solar. Tras forcejear un rato con agudos gruñidos que se convirtieron en risa repentina, aquella pequeña sorpresa hizo olvidar a Fafhrd sus preocupaciones actuales, lo suficiente para observar la expresión perpleja y cavilosa que sustituyó al instante la amistosa sonrisa en el rostro del Ratonero..., una expresión bajo cuya superficie había una tristeza penetrante.
Se sintió conmovido y le preguntó:
—¿Cómo te encuentras, camarada? Últimamente nunca nos vemos para charlar un poco.
—Es cierto —replicó el Ratonero haciendo una mueca—. Parece como si durante esta última luna creciente tú y yo nos moviéramos por Puerto Salado en niveles diferentes.
—Sí, pero, ¿dónde guardas los sentimientos? —le preguntó Fafhrd.
Conmovido a su vez, e impelido momentáneamente a tratar
de compartir las dificultades más profundas y menos definibles, el Ratonero cogió a Fafhrd del brazo y, llevándole al callejón lateral, le espetó:
—¡Si dijeras que sientes nostalgia de Lankhmar, te llamaría embustero! ¡Nuestros alegres camaradas y excelentes cuasi amigos de allí, sí, incluso aquellas aguerridas mujeres indignas de confianza y reverenciadas en el recuerdo, y toda su deslumbrante exhibición de perfumes y labios pintados de rubí (¿o vez esmeralda?), tetas deliciosas, exquisitos genitales, no me atraen ni un ápice! Ni siquiera Sheelba, que tan hondo escarbaba en mi psique, ni tu locuaz y sarcástico Ning. Ni todos los palacios maravillosos, embarcaderos, pirámides y templos, todo ese mármol y esa grandeza coronada de nubes. Pero, ah... —y aquella expresión de tristeza y extrañeza se agudizó en su rostro al aproximarse más a Fafhrd para añadir, bajando la voz—: las pequeñas cosas... ésas, te lo digo sinceramente, me hacen sentir añoranza y no poca nostalgia. Los braserillos callejeros, la encantadora basura, como si cada desperdicio estuviera adornado con lentejuelas y tuviera jeroglíficos. Las huellas de pisadas alheñadas y con polvo de diamantes. Conocía tales cosas, pero jamás las había visto suficientemente de cerca, no había saboreado los detalles. ¡Ah, la idea de retroceder y contar los adoquines de la calle de los Dioses y fijar para siempre en mi memoria la forma de cada uno y seguir el curso de los riachuelos de lluvia entre ellos! Quisiera tener de nuevo el tamaño de una rata para hacerlo como es debido, sí, incluso el tamaño de una hormiga, ah, ¡y esta fascinación por lo pequeño no tiene fin, el universo escrito en un guijarro!
Y dirigió una mirada desesperada a los ojos de Fafhrd para discernir si por lo menos había comprendido una pizca de lo que quería decir, pero el hombretón cuyas preguntas le habían estimulado a hablar desde lo más hondo de su ser parecía haber perdido el hilo en algún momento, pues la expresión de su largo rostro volvía a ser inexpresiva, con un leve toque de melancolía mientras miraba dubitativo hacia arriba.
—¿Nostalgia de Lankhmar? —dijo el norteño—. Bueno, la verdad es que echo de menos las estrellas, sus estrellas meridionales que no podemos ver desde aquí. Pero, ah... —y ahora el rostro y los ojos se le encendieron durante el breve tiempo que tardó en pronunciar las siguientes palabras—: ¡Pensar en las estrellas aún más meridionales que jamás hemos visto! El continente del sur todavía inexplorado, por debajo del Mar Central. La Tierra de los Dioses y el polo de la vida de Nehwon, y sobre ellos las estrellas de generaciones de hombres han muerto sin verlas jamás. ¡Sí, ciertamente siento nostalgia de esas tierras!
El Ratonero vio que aquella repentina excitación de su amigo se desvanecía. El norteño meneó la cabeza.
—Mi mente desvaría —afirmó—. Ya tenemos aquí suficientes buenas estrellas. ¿Para qué llevar tan lejos las preocupaciones? Su clasificación es suficiente.
—Sí, ahora hay aquí buenos residuos, a lo largo de las calles del Huracán y la Sal..., dejemos que los dioses se preocupen por sí mismos —dijo el Ratonero, cuya mirada descendió al charco más cercano. Notó que su propia excitación desaparecía, si es que había existido—. Las cosas se acomodarán, se harán, se solucionarán, y los sentimientos también.
Fafhrd asintió y cada uno siguió su camino.
Y así transcurría el tiempo en la Isla de la Escarcha. La Luna de las Brujas entró en su fase llena, decreció y dio paso a la Luna de los Fantasmas, que a su vez vivió su corta vida espectral, y nació la Luna del Pleno Verano, a veces llamada Luna de los Asesinos, porque en la fase llena se desliza baja y es la última en salir y la más temprana en ponerse de todas las lunas llenas, no alta y larga como las lunas llenas del invierno.
Y con el paso del tiempo las cosas se acomodaron, en efecto, y algunas de ellas se hicieron y solucionaron en cierta manera, lo cual significaba sobre todo que lo extraordinario se convirtió, con la repetición, en el lugar común, como sucede siempre.
El
Halcón Marino
fue reparado del todo, incluso remozado, pero el plan de Fafhrd y Afreyt de zarpar hacia Ool Plerns y talar allí árboles para satisfacer las necesidades de madera de la isla quedó pospuesto para el futuro. Nadie dijo «el próximo verano», pero eso era lo que pensaban.
Los cuarteles y el almacén se construyeron, sin que faltara un buen sistema de desagüe y un pozo negro del que el Ratonero estaba en extremo orgulloso, pero las reparaciones del
Pecio,
aunque no puede decirse que languideciesen, eran lentas, y el plan que compartía con Cif de efectuar un crucero hacia el este y comerciar con los gnomos del hielo al norte de No—Ombrulsk era incluso más visionario.
Las peculiares maldiciones de Mog, Kos e Issek continuaron influyendo grandemente en la conducta de los dos héroes (para brutal diversión de aquellos dioses de segundo orden), pero no con tanta intensidad como para dificultar seriamente la capacidad de dirigir con eficacia a sus hombres o de ser suficientemente divertidos, galantes e inteligentes con sus compañeras. La mayoría de sus hombres pronto catalogaron tal conducta bajo el encabezamiento «excentricidades del capitán», cosas de las que quejarse o fanfarronear por igual, pero sin que merecieran mayor reflexión. Skor, Pshawri y Mikkidu no lo aceptaron tan fácilmente y siguieron preocupándose, extrañándose de vez en cuando y albergando oscuras sospechas, como corresponde a los lugartenientes, hombres de los que se supone que están aprendiendo a ser tan imaginativamente responsables como capitanes. Por otro lado, los isleños, incluido el rudo y mesuradamente amistoso Groniger, lo consideró como algo bueno, indicativo de que aquellos díscolos aliados y candidatos a vecinos, controvertidos protegidos de aquellas mujeres voluntariosas, Afreyt y Cif, se estaban adaptando suavemente a las costumbres realistas y observantes de la ley que imperaban en la isla. El interés del ratonero Gris por los pequeños detalles materiales le impresionaba en particular, de acuerdo con su proverbio: piedra, madera y carne; todo lo demás mentira, o, más sencillamente aún: Mineral, Vegetal, Animal.