Read La Hermandad de las Espadas Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

La Hermandad de las Espadas (14 page)

BOOK: La Hermandad de las Espadas
4.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Entre los concursos se practicaban danzas no tan improvisadas como las anteriores: los bailes de rapidísimos compases propios de la isla, anticuados vaivenes de Lankhmar y danzas con muchos pataleos y brincos copiadas de los mingoles.

Pronto llegó la prueba del lanzamiento de cuchillos, aprobada por Groniger porque a aquella hora temprana nadie estaría borracho como una cuba, lo cual era una juiciosa precaución.

El blanco era una sección de tronco de un árbol continental que casi medía dos varas de diámetro, transportada allí el día anterior. La distancia era de quince pasos largos, lo cual significaba dos revoluciones del cuchillo, la manera de lanzar de la mayoría de participantes. El Ratonero esperó hasta el final y lanzó el cuchillo sin levantar la mano más arriba de la altura del hombro, como si tuviera alguna clase de impedimento, pero su cuchillo se clavó limpiamente en el centro o muy cerca, claramente un lanzamiento mejor que cualquiera de los anteriores realizados con éxito, cuyos puntos de impacto estaban señalados con tinta roja.

Los reunidos empezaron a aplaudir, pero entonces anunciaron que Cif aún no había lanzado su cuchillo. Había decidido participar en el último momento. No era ninguna sorpresa que lo hiciera una mujer, pues esa clase de igualdad se aceptaba en la isla.

—Antes no me dijiste que ibas a participar —le dijo el Ratonero.

Ella meneó la cabeza y se concentró en su puntería.

—No, dejad su daga clavada —pidió a los jueces—. No me distraerá.

Lanzó el cuchillo por lo alto, clavándolo tan cerca de la daga del Ratonero que se oyó un chasquido metálico al tiempo que el ruido sordo de la madera penetrada. Groniger midió cuidadosamente las distancias con su regla de madera de haya y proclamó a Cif ganadora.

—Y las medidas de esta regla están copiadas de las que tiene la dorada Regla de la Prudencia que se encuentra en la tesorería de la isla —añadió solemnemente, pero entonces matizó esa afirmación—: La verdad es que la exactitud de mi regla es superior a la del icono, pues no se expande con el calor ni contrae con el frío, como les ocurre a los metales. Pero a ciertas personas no les gusta oírme decir eso una y otra vez.

—¿Crees que el hecho de que haya superado al capitán es bueno para la disciplina? —preguntó Mikkidu a Pshawri en voz baja, vacilante su nueva confianza en Cif.

—¡Sí, lo creo! —respondió el otro en un susurro—. Es bueno que sacudan un poco al capitán, a ver si así empieza a poner fin a todas esas extrañas e inútiles actividades suyas.

«Ya está —pensó—. Por fin le he dicho a alguien lo que pienso, ¡y me alegro de haberlo hecho!»

Cif sonrió al Ratonero.

—No, no te lo dije por anticipado —comenzó dulcemente—, pero he estado practicando... por mi cuenta. ¿Acaso habría servido de algo que te lo dijera?

Él tardó un poco en responder.

—No, aunque quizá habría empleado otra clase de
lanzamiento.
¿También tienes intención de participar en el concurso de hondas?

—No, ni se me había ocurrido. ¿Qué te ha hecho pensar que podría hacerlo?

Más tarde el Ratonero salió victorioso en ese concurso, tanto por distancia como por exactitud. Su último lanzamiento fue tan potente que no sólo agujereó el centro de la diana en la caja acolchada que servía de blanco, sino que también atravesó el dorso más pesado de la misma. Cif le pidió el mellado proyectil como recuerdo, y él se lo regaló con muchas reverencias.

—¡Habría atravesado la coraza de Mingsward! —exclamó entusiasmado Mikkidu.

Estaban empezando los concursos de tiro al arco y Fafhrd colocaba la espiga de hierro en el centro del suyo, en el cabezal de madera remate de la pieza de cuero que cubría la mitad de su brazo izquierdo, cuando vio que Afreyt se le acercaba. Se había quitado la chaqueta, pues el calor del sol era ya intenso, y llevaba una blusa violeta de mangas cortas, pantalones azules sujetos por un ancho cinturón con hebilla dorada y unas botas cortas teñidas de color morado. Un pañuelo violeta recogía un poco su cabello de oro pálido. Colgaba de su hombro una aljaba con una sola flecha y llevaba un largo arco.

Fafhrd recordó el lanzamiento de cuchillo efectuado por Cif y frunció ligeramente el ceño.

—Pareces una reina pirata —le dijo a modo de saludo, y sólo entonces inquirió—: ¿Vas a participar en uno de los concursos?

—No lo sé —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Me quedaré mirando el primero.

—Me parece que ese arco es muy duro de tensar —observó él como de pasada—, y como tiene tu misma altura, es un poco largo para ti.

—Tienes razón en ambas cosas —asintió ella—. Perteneció a mi padre. Creo que te habría asombrado ver cómo lo manejaba cuando era una chiquilla. Sin duda mi padre me habría dado una buena paliza de haberme sorprendido haciéndolo, o más bien si hubiera vivido lo suficiente para poder sorprenderme.

Fafhrd enarcó las cejas con expresión inquisitiva, pero la reina pirata no le dijo más. El norteño ganó la prueba de distancia pero perdió la de tiro al blanco (durante la cual Afreyt también se limitó a mirar). Tan sólo por la anchura de un dedo le superó el otro sublugarteniente de Skor, Mannimark.

Entonces llegó el lanzamiento alto, que era algo especial en el festivo día del Pleno Verano y solía implicar la pérdida de la flecha del concursante, pues el blanco era un tramo herboso y casi vertical en la mitad superior de la cara sur de la Torre de los Duendes. La cara norte de la rocosa torre inclinada se proyectaba un poco sobre el terreno y era completamente yerma, pero la cara sur, aunque muy pronunciada, tenía un grado de pendiente que permitía la retención de suelo en el que, de una manera más bien milagrosa, crecía hierba. El concurso se celebraba en honor al sol, que aquel día llegaba a su punto más alto en el cielo, y las flechas de los concursantes, identificados por los trapos de colores de la seda más fina atados por debajo de las puntas, emulaban al astro en sus esfuerzos.

Afreyt se adelantó, se quitó las botas moradas y enrolló las perneras de los pantalones azules por encima de las rodillas. De la aljaba, que seguidamente arrojó a un lado, sacó la flecha que tenía atado un trapo de seda violeta.

—Ahora te revelaré el secreto de mi técnica cuando era una niña —le dijo a Fafhrd.

Acto seguido se sentó de cara a la elevada vertiente de la roca. Colocó el arco en sus pies descalzos, poniendo la flecha entre los dedos gordos y sosteniéndola, así como la cuerda, con ambas manos, rodó hacia atrás sobre los hombros, enderezó las piernas suavemente y disparó la flecha.

Los espectadores vieron que la flecha golpeaba la pendiente, cerca de la flecha amarilla de Fafhrd, se deslizaba unas varas más hacia arriba y se quedaba allí, como una sarcástica provocación violeta.

Afreyt dobló de nuevo las piernas, se quitó el arco de los pies y, rodando briosamente hacia adelante, se puso en pie con el mismo movimiento.

—Has practicado eso —le dijo Fafhrd, aunque no en tono acuban su camino: cuatro hombres que se internaban cada vez más hondo, por así decirlo, en un silencio blanco.

18

Cif y Afreyt, muy animadas durante el regreso y con los ojos brillantes por la bebida, fueron de las primeras en llegar a la taberna del Naufragio, donde reinaba otra clase de imponente silencio, y casi instantáneamente cayeron bajo el hechizo extraño y enmudecedor de la escena que vieron.

Fafhrd y el Ratonero estaban sentados a su mesa preferida jugando al chaquete, y todos los parroquianos les observaban asustados aunque fingían no hacerlo. El temor flotaba en el aire.

Ésa fue su primera impresión. Entonces, casi de inmediato, Cif y Afreyt vieron que Fafhrd no podía ser Fafhrd, pues era mucho más delgado; ni el otro hombre correspondía al auténtico Ratonero, pues era muy rollizo (aunque, paradójicamente, parecía igual de ágil y flexible).

Tampoco los rostros y pertrechos de los dos desconocidos eran realmente como los de nuestros héroes. El parecido se debía más bien a sus expresiones y hábitos característicos, posturas y porte en general, una evidente confianza en sí mismos, eso y el hecho de que estaban sentados ante aquella mesa. De ahí la fuerte impresión que daban de que eran quienes eran y estaban en el lugar apropiado.

Y el temor que irradiaba desde ellos con los leves sonidos de su juego: el sordo traqueteo de los dados de hueso agitados en el vaso de cuero cerrado con la palma de uno u otro de los dos compartimentos forrados de fieltro de la caja de chaquete, los agudos ruiditos de las fichas de hueso movidas de una en una o por pares de un punto a otro. El temor que fijaba la atención de todos los presentes en aquel lugar por mucho que fingieran comprender lo que decían entre ellos, o saborear las bebidas que trasegaban u ocuparse de las tareas menudas de la taberna. El temor que se apoderaba en seguida de cada recién llegado procedente de la fiesta. Oh, sí, aquella noche algo terrible serpenteaba allí, en la taberna del Naufragio, era innegable.

Tan paralizante era el temor, que Cif y Afreyt tuvieron que hacer un gran esfuerzo para trasladarse furtivamente desde el umbral al mostrador, sin apartar los ojos de la mesita que era ahora el eje del mundo, hasta que estuvieron lo más cerca posible del tabernero, el cual, cabizbajo y desviando la mirada, estaba limpiando la misma jarra una y otra vez.

—¿Qué ocurre, tabernero? —le susurró Cif, en voz baja pero clara—. ¡Vamos, habla, te lo ordeno!

El hombre se apresuró a responderle, como si agradeciera que la perentoria orden cíe Cif le hubiera dado ocasión de descargar parte del peso del temor que le aplastaba, y les contó la situación en voz baja y entrecortada, sin alzar los ojos ni dejar de mover el trapo.

—Estaba solo cuando entraron, minutos después de que atracara
La Buena Nueva.
No dijeron una sola palabra, pero como si el gordo fuese el hurón de caza del delgado, husmearon la mesa de nuestros dos capitanes, se sentaron a su alrededor como si fuese suya y finalmente hablaron para pedir bebida.

»Les serví, y mientras sacaban la caja y los dados y preparaban su juego, me acosaron a preguntas al parecer inocuas y amistosas sobre Fafhrd y el Ratonero, como si los conocieran bien. ¿Cómo les iba en la isla? ¿Gozaban de buena salud? ¿Parecían felices? ¿Con qué frecuencia venían? ¿Cuáles eran sus gustos en cuanto a comida, bebida y el bello sexo? ¿Qué otros intereses tenían? ¿De qué les gustaba hablar? Como si los dos fuesen cortesanos de algún gran imperio extranjero venidos aquí para saludar a nuestros capitanes y hablarles de un asunto de Estado.

»Y sin embargo, ¿sabéis?, el tono en que hacían esas preguntas era tan sombrío que dudo de que me hubiera negado a complacerles si me hubiesen pedido la sangre de nuestros capitanes o la mía propia.

»Y otra cosa: cuantas más preguntas me hacían sobre los dos y yo les contestaba lo mejor que podía, tanto más se iban pareciendo a nuestros... ¿comprendéis lo que trato de decir?

—¡Sí, sí! —susurró Afreyt—. Prosigue.

—En una palabra, me sentía como si fuese su esclavo. Y creo que eso mismo les ha sucedido a cuantos han entrado en la taberna después de ellos, salvo el viejo mingol Ourph, que estuvo aquí un rato y luego se marchó. Después de haberme sonsacado a conciencia, se pusieron a jugar y pidieron más bebida. Desde entonces las cosas están como veis.

Hubo una agitación en el umbral, a través del cual se deslizaban jirones de niebla. Había allí cuatro hombres, que se quedaron inmóviles un momento, como pasmados. Luego Fafhrd y el Ratonero se dirigieron a su mesa, mientras el viejo Ourph se sentaba sin pestañear y Groniger, casi tambaleándose, avanzaba

furtivamente hacia el mostrador, como un hombre sorprendido en pleno día por un acceso de sonambulismo y lleno de asombro por ello.

Fafhrd y el Ratonero se asomaron por encima del reservado y miraron la mesa, la caja de chaquete abierta y los dos desconocidos inclinados sobre ella que examinaban sus respectivas posiciones. Al cabo de un rato Fafhrd dijo en voz bastante alta:

—¡Apuesto un buen rilk de oro contra dos smerdukes de plata por el flaco! Sus piedras están en una posición inmejorable para volar rápidamente a casa.

—¡De acuerdo! —replicó el Ratonero—. Has subestimado el juego defensivo del gordo.

Volviendo sus ojos de un azul gélido y el rostro cadavérico de nariz chata, con un giro del cuello casi imposible, el flaco se dirigió a Fafhrd:

—¿Te han dicho las estrellas que apuestes con tales posibilidades por mi éxito?

Al oír estas palabras, la actitud de Fafhrd cambió de inmediato.

—¿Te interesan las estrellas? —le preguntó esperanzado e incrédulo.

—Muchísimo —respondió el otro, asintiendo con vehemencia.

—Entonces debes venir conmigo —le dijo Fafhrd, casi levantándole de la silla con el brazo y la mano ilesos, mientras su gancho indicaba la puerta abierta a través de la cual sólo se veía niebla—. Deja este juego trivial, abandónalo. Tú y yo tenemos mucho que hablar. —Tenía ya un brazo (ahora el del gancho) fraternalmente alrededor de los hombros del flaco desconocido y le llevaba hacia la puerta—. Ah, ¿no es cierto que entre las estrellas existen maravillas y tesoros jamás soñados?

—¿Tesoros? —inquirió el otro fríamente, aguzando el oído pero manteniéndose un poco rezagado.

—¡Sí, por cierto! Hay uno en particular bajo el asterismo plateado de la Pantera Negra que ansió mostrarte —replicó Fafhrd con gran entusiasmo, tras lo cual el otro le siguió mejor dispuesto.

Todos le miraban sorprendidos, pero el único que se las ingenió para hablar fue Groniger.

—¿Adonde vas, Fafhrd? —le preguntó en un tono bastante irritado.

El hombretón se detuvo un momento, guiñó un ojo a Groniger y le dijo sonriente:

—A volar.

Entonces, diciendo «vamos, camarada astrónomo», y abrazándole de nuevo, salió con el flaco a la espesa y blanca niebla, donde ambos se desvanecieron en seguida.

Dentro de la taberna, el rechoncho desconocido habló en un tono alto pero amable:

—¡Bien, señor! ¿Quieres sustituir a mi amigo en el juego y continuar conmigo? —Entonces, con menos formalidad, añadió—: ¿Has reparado en que esas marcas de las jarras en la mesa junto con la quemadura de la bandeja caliente forman la figura de un gigantesco oso perezoso?

—Vaya, de modo que ya has visto eso, ¿eh? —respondió el Ratonero a la segunda pregunta, desviando la mirada de la puerta. Entonces respondió a la primera—: Claro, lo haré, señor, ¡y doblaré la apuesta! Me toca lanzar a mí. Aunque tu amigo no se ha quedado lo suficiente ni siquiera para terminar una jugada.

BOOK: La Hermandad de las Espadas
4.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wilful Impropriety by Ekaterina Sedia
Destiny's Shift by Carly Fall, Allison Itterly
Embrace the Darkness by Alexandra Ivy
A Stranger Came Ashore by Mollie Hunter
Percy Jackson's Greek Gods by Rick Riordan, John Rocco
Black Tide by Brendan DuBois
Deceitfully Yours by Bazile, Bethany