Cif se puso en pie.
—Así pues, ¿quedamos de acuerdo en que cenaremos en casa de Afreyt dentro de media hora?
Los dos hombres asintieron un tanto distraídos. Fafhrd ladeó la cabeza a la derecha mientras seguía mirando más allá de Afreyt, la cual, con una sonrisa deferente, volvió la suya en dirección contraria.
El Ratonero se recostó en su asiento y agachó un poco más la cabeza, al tiempo que su mirada se deslizaba desde la superficie de la mesa a su pierna.
—Estas últimas noches Astarion se pone poco después del sol —comentó Fafhrd—. Hay poco tiempo para observarla.
—No quieran los dioses que me interponga en el camino nocturno de una estrella —murmuró jocosamente Afreyt mientras también ella se levantaba—. Vamos, prima.
El Ratonero dejó de observar la cucaracha cuando ésta llegó al suelo. El insecto había cojeado de una manera interesante, pues le faltaba una pata del medio. Él y Fafhrd apuraron sus cervezas amargas y luego siguieron a sus damas fuera de la taberna y bajaron por la estrecha calle, los ojos de uno mirando pensativamente el arroyo, como si allí pudiera haber un tesoro, mientras que los del otro exploraban el cielo en el que parpadeaban las estrellas, nombrando a las que conocía y numerando, por la altitud y la dirección, aquéllas cuyos nombres ignoraba.
Una vez bien encarrilado su trabajo, Sheelba se retiró al centro del pantano y Ningauble se dirigió a su caverna. La tormenta estaba aminorando, lo cual era un buen augurio. Mientras, los tres dioses sonreían, vigorizados por su maldición. El desastrado rincón del Cielo que ahora ocupaban le parecía a Issek menos frío y a Kos menos enervante, mientras que la tortuosa y aracnoide de Mog discurría por canales más placenteros.
Sí, la semilla estaba bien plantada y, dejada para que germinara en silencio, podría haberse desarrollado como pretendían, pero algunos dioses, y también ciertos brujos, son incapaces de evitar la jactancia y la chismorrería, y así, por medio de sacerdotes, comadronas y vagabundos parlanchines, la noticia de lo que se tramaba llegó a los oídos de los poderosos, incluidos los que se consideraban librados para siempre de Fafhrd y el Ratonero y no querían en absoluto que volvieran a Lankhmar. Los poderosos son gentes que se preocupan sobremanera y pasan mucho tiempo previniendo cualquier cosa que turbe la paz de su espíritu.
Y aconteció que Pulgh Arthonax, mezquino y perverso señor supremo de Lankhmar, el cual odiaba a toda clase de héroes (pero sobre todo a los fornidos y de tez blanca, como Fafhrd) y Hamomel, próspero e implacable gran maestre del Gremio de los Ladrones de la misma ciudad, que detestaba al Ratonero en general como un competidor independiente y, en particular, como el hombre que se había llevado a doce prometedores aprendices del Gremio para convertirlos en sus sicarios, esos dos personajes, como decimos, celebraron consejo y encargaron a la Orden de los Asesinos, una élite dentro de la Hermandad de los Matadores, que despacharan a los dos héroes residentes en la Isla de la Escarcha antes de que emprendieran su regreso a Lankhmar. Y como Arth—Pulgh y Hamomel eran ambos magnates avaros y, además, unos codiciosos insaciables, rebajaron el precio propuesto por la Orden tanto como les fue posible y pusieron como condición del encargo que tres cuartas partes de todo botín transportable hallado sobre la pareja o en su entorno les serían restituidas como su parte legal.
Así pues, la Orden redactó sentencias de muerte, eligió a suertes a dos de sus miembros entre los que en aquella época estaban desocupados y, en una solemne ceremonia a la que asistieron tan sólo el maestre y el escribano, les privaron de sus identidades y les rebautizaron como la Muerte de Fafhrd y la Muerte de Ratonero Gris, por cuyos nombres sólo serían conocidos a partir de entonces, entre ellos y dentro de la profesión, hasta que se cumplieran las sentencias de muerte y hubieran cumplido sus encargos.
Al día siguiente continuaron las reparaciones en el
Halcón Marino
aprovechando la repetición de la marea baja, ya que la Luna de Las Brujas sólo tenía un día. Durante una pausa hacia el final de la mañana Fafhrd se separó un poco de sus hombres y examinó el cielo brillante hacia el norte y el este con mirada errante. Skor se aventuró a seguirle a través de la húmeda arena y escudriñó también el cielo, pero no vio más que la extensión grisazulada. No obstante, la experiencia le había enseñado que su capitán poseía una vista de agudeza excepcional.
—¿Águilas marinas? —le preguntó en voz baja.
Fafhrd le miró pensativo, luego sonrió, meneando la cabeza, y confesó:
—Estaba imaginando qué estrellas habría ahí si ahora fuese de noche.
Skor arrugó la frente, perplejo.
—¿Estrellas de día?
Fafhrd asintió.
—Sí. ¿Dónde crees que están las estrellas de día?
—Se han ido —respondió Skor, distendiendo la frente—. Se marchan al amanecer y regresan por la noche. Sus luces están extinguidas... ¡como fogatas de campamento!, pues sin duda hace frío ahí donde están las estrellas, más altas que las cumbres montañosas. Hasta que sale el sol para calentarlo todo, claro.
Fafhrd meneó la cabeza.
—Cada noche las estrellas marchan hacia el oeste a través del cielo, en las mismas formaciones que reconocemos año tras año, una docena de años tras otra, y supongo que gruesa tras gruesa. No se escabullen hacia el horizonte cuando rompe el día ni buscan madrigueras y agujeros en la tierra, sino que siguen marchando, aunque el brillo del sol oculta sus luces... bajo la cubierta del día, por así decirlo.
—¿Las estrellas brillan de día? —inquirió Skor, haciendo un notable esfuerzo para ocultar su sorpresa y perplejidad.
Entonces captó el significado de lo que decía Fafhrd, o así lo creyó, y en sus ojos apareció cierta expresión de maravilla. Sabía que su capitán era un buen general que consideraba imprescindible mantener vigilada la posición del enemigo, sobre todo en terreno que permitía la ocultación, como los bosques en tierra o la niebla en el mar. Así pues, por su misma naturaleza, el capitán había aplicado aquella regla a las estrellas y las estudiaba con tanta precisión como había determinado los movimientos de los exploradores mingoles que huían a través de la Isla de la Escarcha.
Si bien era extraño pensar en las estrellas como si fuesen enemigos. ¡Su capitán era un hombre profundo! Tal vez tenía enemigos entre las estrellas. Skor había oído rumores de que Fafhrd había compartido el lecho de una reina del aire.
Aquella noche, mientras el Ratonero y Cif se preparaban despaciosamente para acostarse en su casa de aleros bajos pintada de un rojo ennegrecido en el borde noroccidental de la ciudad de Puerto Salado, y mientras la dama se acicalaba ante el espejo del tocador, el Ratonero, que estaba sentado en el borde de la cama, puso su bolsa sobre la mesilla baja y sacó de ella una serie de objetos corrientes —curiosos en parte debido a que eran tan corrientes— y los dispuso en una línea sobre la oscura superficie de la mesa.
Cif, curiosa por la lenta regularidad de sus movimientos que ahora veía nebulosamente reflejados en las láminas de plata que tenía delante, cogió una cajita negra y plana, se acercó a él y tomó asiento a su lado.
Los objetos incluían una ruedecilla de madera dentada casi tan grande como un tálero de Sarheenmar, a la que le faltaban dos dientes, una pluma de pinzón, tres guijarros redondos grises que parecían iguales, un retal de paño de lana azul, rígido a causa de la suciedad, un clavo doblado de hierro forjado, una avellana y un pequeño círculo negro y mellado que podría ser un
tik
de Lankhmar o medio penique de las Tierras Orientales.
La mujer contempló todo aquello y luego miró al Ratonero inquisitivamente.
—Cuando venía hacia aquí al atardecer, desde los cuarteles, un extraño estado de ánimo se apoderó de mí. En el resplandor del sol poniente se había materializado la más leve y exquisita luna plateada, como el fantasma de una joven, y precisamente en la dirección de esta casa, como para señalar tu presencia aquí... pero, de alguna manera, yo sólo tenía ojos para el arroyo y el lado de la calle, que es donde encontré estas cosas. Y forman un conjunto notable para un pequeño puerto nórdico. Uno diría que Ilthmar, por lo menos... —Se interrumpió y meneó la cabeza.
—Pero ¿por qué las has recogido? —le preguntó ella, pensando que parecía un viejo trapero.
El Ratonero se encogió de hombros.
—No lo sé. Pensé que podrían tener alguna utilidad —añadió dubitativo.
—Parecen bagatelas que se podrían usar para hacer un hechizo —dijo ella.
Él volvió a encogerse de hombros, pero añadió:
—No todas son lo que parecen. Esa, por ejemplo —señaló una de las tres pequeñas esferas grises—, no es un guijarro como los otros dos, sino un proyectil de plomo para honda, quizás uno de los míos.
Golpeado por el dedo súbitamente extendido del Ratonero,
aquello
rodó por la mesilla y cayó al suelo de terrazo con un ruido sordo pero metálico, como para demostrar su afirmación.
Al recogerlo, el Ratonero bajó la vista al suelo para examinar primero el mármol negro triturado del terrazo, punteado de rojo oscuro y dorado, y luego el pie cercano de Cif, el cual se llevó entonces al regazo para contemplarlo todavía más minuciosamente.
—Un extraño afloramiento pentapódico extrañamente simétrico del fondo marino —observó, y besó lentamente la base del dedo gordo, introduciendo la punta de la lengua entre ese dedo y el siguiente.
—Hay una anguila curioseando en mi arrecife —murmuró ella.
Aplicando la mejilla sobre el tobillo femenino, el Ratonero miró pierna arriba. Cif llevaba una camiseta de fino lino marrón anudada entre las piernas.
—Tu pelo tiene exactamente los mismos tonos que el suelo —dijo él.
—¿Crees que tuve eso en cuenta al seleccionar el mármol triturado? —replicó Cif—. ¿O que añadí las escamas doradas? Esto es una especie de regalo para ti. —Y deslizó la pequeña caja negra hacia él, pierna abajo, desde la ingle hasta la rodilla.
Él se sentó para inspeccionarla, aunque manteniendo el pie de la mujer en el regazo.
Sobre la tela negra del forro, yacía, como una nubécula delicada, la delgada y translúcida vejiga de un pescado.
—Esta noche deseo experimentar plenamente tu amor —dijo Cif—. Pero no tan plenamente, claro, como para desear que hagamos una hija.
—He visto una cosa parecida a ésta hecha del cuero más fino bien aceitado.
—No creo que sea tan
eficaz
—replicó ella.
—Es natural que, siendo ésta la Isla de la Escarcha, se use a tales fines algún producto del pescado. Dime. ¿es esto una creación del jefe del puerto Groniger, tan avaro con el esperma de la isla como con sus monedas? —Entonces asintió.
Cogió el otro pie de la mujer y también lo colocó en su regazo. Tras acariciarlo de una manera similar, apoyó la mejilla en ambos tobillos y contempló el estrecho canal entre las piernas.
—Deseo embarcar para otra travesía lenta e intensamente cuidadosa —dijo él en tono soñador pero con voz algo gruñona—, tener cuidado con cada paso, unos pasos como los que esta tarde me han traído a casa.
Ella asintió, preguntándose ociosamente si el gruñido era el de Gusorio, pero parecía demasiado débil para eso.
En la proa de una nave cargada de grano que navegaba al norte de Lankhmar a través del Mar Interior hacia el reino de las Ocho Ciudades, la Muerte de Fafhrd, que era un hombre alto y descarnado, espantoso como un espantapájaros de acero, le dijo a su compañero de viaje:
—Esta personificación me gusta y me desagrada a la vez. Ahora la travesía es muy agradable, pero será larga y, según todos los indicios, fría como cono de bruja al final, aunque estemos en verano. Arth—Pulgh es un patrono mezquino y desafortunado. Dame un níspero del saco.
La Muerte del Ratonero Gris, ágil como una comadreja y siempre sonriente, replicó:
—No es más mezquino ni más abominable que Hamomel, trabajar para el cual es un infierno. Todavía no me he acomodado al personaje y no sé si me gusta o no. Coge tú mismo las manzanas.
Al cabo de una semana, en un atardecer de temperatura más suave de lo habitual en la estación y con la Luna de las Brujas en cuarto creciente cerca de lo más alto de la bóveda celeste, una copa hemisférica de plata rebosante de estrellas que diseminaba amortiguadas por el brillo lugar a lo largo y ancho del cielo mientras descendía hacia los labios del oeste, atraída por la misma diosa que la había alzado, Afreyt y Fafhrd, tras cenar solos en su casa pintada de violeta claro en el límite septentrional de Puerto Salado, sintieron deseos de pasear por el gran prado en dirección a la Torre de los Duendes, una aguja rocosa delgada e inclinada hacia el norte que tenía una altura de dos tiros de flecha, una estructura cié chimenea y angostos terraplenes que se alzaba de los campos ondulantes casi a una legua de distancia al oeste.
—Mira qué inclinación tiene —observó Fafhrd sobre el esbelto montículo—, exactamente dirigida al oscuro jefe de la Targe —tal era el nombre de la constelación más septentrional en los cielos de Lankhmar— como si fuese una flecha de granito que los dioses del mundo subterráneo apuntaran al cielo.
—Esta noche llena la tierra el calor de esas forjas de los dioses, que presionan flores y hierbas para extraerles aromas de verano —respondió Afreyt—. Descansemos un poco.
Y, en efecto, aunque el mes de mayo aún estaba por llegar, la densa atmósfera parecía plenamente veraniega. La mujer tocó el hombro de su acompañante y se tendió en el crecido césped.
Tras examinar el horizonte de un extremo a otro en busca de cualquier errante cuerpo celeste a punto de salir y ponerse, Fafhrd se sentó a su lado derecho. Les llegaba débilmente el sonido bajo de un cuerno desde la ciudad, a sus espaldas, o desde el mar, más allá.
—Los pescadores nocturnos atraen a los peces —aventuró Fafhrd.
—Anoche soñé que un ser bestial salía del mar y me seguía, goteando agua salada, mientras yo erraba por un bosque oscuro. Veía sus escamas plateadas entre los troncos oscuros en la penumbra. Pero no tenía miedo, y aquel ser, a su vez, pareció responder a esta señal, pues cuanto más me seguía su bestialidad iba disminuyendo y se parecía más a una especie de persona marina, venida no para hacerme daño sino para advertirme.