En la Isla de la Escarcha, Cif paseaba sola por el brezal más allá de Puerto Salado. De la estrecha bolsa que le colgaba del cinto sacó una figurita de paño cosido relleno de hilas. La figura masculina era alta como larga era la mano de la mujer y tenía la cintura constreñida por un anillo de oro liso que habría encajado en uno de sus dedos... y que era una medida de las demás dimensiones de la figura. Ésta vestía una blusa gris y un manto con capucha del mismo color. Contempló su rostro de tela sin facciones durante un rato, meditando en el misterio de la tela tejida, una serie de hilos o líneas que ataban o por lo menos sujetaban a otra serie similar, y el resultado era una superficie permeable que ofrecía una protección singular. Entonces, un curioso atisbo de expresión en el inexpresivo rostro de lino ligeramente marrón le sugirió que el Ratonero Gris podría tener necesidad de más protección dorada de la que proporcionaba el anillo, e introduciendo el muñeco por los pies en la bolsa, desando sus pasos hacia Puerto Salado, se dirigió a la sala del consejo y el tesoro recientemente saqueado por el fantasma. El racheado viento del norte ondulaba el brezo.
Sintiendo una quemazón en la garganta tras el último trago de aguardiente amargo que había tomado, el Ratonero se deslizó a través de la cortina de la escotilla y se dirigió en silencio a la cubierta. Tenía el propósito de inspeccionar a la tripulación (¡sorprenderles si era necesario!), ver si todos estaban adecuadamente ocupados en las faenas marineras (¡atados a sus tareas, por así decirlo!), incluida la vana búsqueda del cofre desaparecido que les había ordenado como castigo parcial por haber subido clandestinamente a Ississi a bordo. (¡Ella estaba asegurada abajo, la ramerilla, ya se había encargado él de eso!)
El viento había refrescado un poco y el
Halcón Marino
se ladeaba un poco mientras avanzaba raudo, la quilla cargada de plomo equilibrando la vela tensa. El timonel mingol se apoyaba en el timón, mientras su compañero y el viejo Ourph exploraban el sudoeste con prudencia marinera, en busca de signos de tormentas que se aproximaran. A la velocidad a que navegaban podrían llegar a la Isla de la Escarcha en tres días más en vez de cuatro. Esta posibilidad inquietaba más que alegraba al Ratonero. Miraba aprensivamente el mar, pero las blancas aguas cortadas por la nave seguían estando por debajo de los orificios de los remos, cada uno de los cuales tenía una cabilla de amarre alrededor de la cual habían pasado las cuerdas que sujetaban la hilera mediana de la carga en el centro del barco. Este recordatorio de la seguridad de la nave inexplicablemente tampoco le satisfacía.
¿Dónde estaba el resto de la tripulación? ¿Buscando el cofre perdido en la zona de proa? ¿Ocupados en sus tareas? ¿O simplemente estaban escondidos, eludiendo el trabajo? ¡Lo comprobaría por sí mismo! Pero mientras avanzaba por la tensa lona que cubría el tesoro de madera, comprendió los motivos de su repentina depresión y sus pasos se hicieron más lentos.
No le gustaba pensar en una pronta llegada ni en los grandes regalos que traía (de hecho, ahora la carga del
Halcón Marino
le resultaba odiosa) porque todo ello representaba ataduras que le ligarían ahora y en el futuro a Cif y el tullido Fafhrd y también la altiva Afreyt, así como a sus hombres y a los habitantes de la Isla de la Escarcha, hasta el último de ellos. Una responsabilidad interminable: hacia eso era hacia lo que se dirigía. Responsabilidad como marido o algún equivalente) de Cif, viejo amigo de Fafhrd (el cual ya estaba atado a Afreyt, por lo que no podía considerarle un camarada), capitán (¡y guardián!) de sus hombres, padre de todos ellos. ¡Proveedor y protector! Y a poco que se descuidara ellos, o por lo menos uno de ellos, le protegería a él, confinándole y constriñéndole por su propio bien, bajo la tiranía del amor o la camaradería.
Sí, sería un héroe durante una o dos horas, alabado por la suntuosidad de lo que había conseguido. Pero ¿y al día siguiente? ¡A salir y hacerlo de nuevo! O, peor todavía, a quedarse en casa y hacerlo. Y así sucesivamente,
ad infinitum.
Semejante futuro armonizaba mal con la sensación de poder que experimentaba desde que zarparon la noche anterior y que la juvenil prostituta Ississi había alimentado extrañamente. Él mismo atado en vez de atar a los demás y aventurarse para atar tal vez al universo entero y darle ocasión de mostrar su valía, esclavizar a los mismos dioses. No sería libre para aventurarse, descubrir y jugar con la vida, domarla gracias a un conocimiento que lo abarca todo y mediante astutas órdenes, y darle ocasión de mostrar su valía, investigar cada altura vertiginosa y cada profundidad tenebrosa. ¿El Ratonero
atado?
¡No y mil veces no!
Mientras sus sentimientos corroboraban esa vehemente negación, sus cautelosos pasos le habían llevado casi hasta el mástil, y a través del rumor aumentado de la vela, el del viento y el ruido del agua al chocar contra el casco, percibió dos voces que discutían acaloradamente aunque en susurros.
Al instante se tendió boca abajo y reptó muy cautamente hasta que la mitad superior de su cara miró desde lo alto la brecha entre la carga de madera y el castillo de proa.
Sus tres ladrones convertidos en marinos y los otros dos mingoles estaban tendidos sin orden ni concierto, dormitando, mientras que inmediatamente por debajo de ellos Skor y Mikkidu discutían en lo que podría llamarse estentóreas voces bajas. El Ratonero podría haber extendido la mano para tocarles las cabezas... o golpeárselas con el puño cerrado.
—A ver de dónde sacamos el cofre —susurraba Mikkidu, acalorado, totalmente absorto en sus razonamientos—. ¡Ese cofre ya no está en el
Halcón Marino!
Hemos registrado hasta el último rincón del barco sin encontrarlo, de modo que ha sido arrojado por encima de la borda (¡esa es la única explicación!) pero sólo después, eso es lo más probable, de que hayan sacado las ricas telas que contenía para esconderlas vete a saber dónde. Y, con todos los respetos, me veo obligado a sospechar del viejo Ourph, el cual estaba despierto mientras nosotros dormíamos. No puedes confiar en los mingoles, ni siquiera puedes sonsacarles una palabra. Ese viejo tiene en las venas sangre de mercader y no puede resistirse a coger cualquier cosa valiosa, además tiene la astucia de la edad y...
Mikkidu se vio obligado a hacer una pausa para respirar y Skor, que parecía haber esperado pacientemente a que su compañero llegara a ese punto le interrumpió.
—Mira, lo hemos registrado todo excepto el camarote del capitán. Y ése lo registramos bastante bien con los ojos. Así pues, el cofre tiene que ser esa cosa oblonga cubierta por una tela detrás de la que se sentaba y que incluso golpeaba. Tenía exactamente el tamaño y la forma correspondientes...
—Eso era la mesa del capitán —afirmó Mikkidu en tono escandalizado.
—En la travesía anterior, cuando el capitán Fafhrd ocupaba el camarote, no había ninguna mesa —replicó Skor—. Atente a los hechos, hombrecillo. Acto seguido negarás que no había una chica con él.
—¡No había ninguna chica! —estalló Mikkidu, usando a la vez todo el aliento que había logrado aspirar, pues Skor era capaz de proseguir sin levantar la voz.
—Había una chica, en efecto, como podría haber visto cualquier necio que no estuviera cegado por una lealtad exagerada..., una moza fina y delicada, exactamente del tamaño adecuado para él, con el pelo largo y plateado y un ojo grande, verde, con destellos de lujuria...
—Lo que viste no era el largo cabello de una muchacha, patán rijoso —replicó Mikkidu, cuyos pulmones por fin se habían llenado nuevamente de aire—. Era una gran fronda seca cíe finas algas plateadas en las que se había enredado un brillante guijarro verde redondeado por el mar, una curiosidad como tantas que un capitán acumula en su camarote, y tu fantasía ansiosa de mujeres la transformó en una moza, idiota libidinoso...
»O bien —añadió rápidamente, interrumpiéndose a sí mismo, por así decirlo—, se trataba de un vestido plateado de encaje con una gema verde engastada en el cuello... El capitán me interrogó sobre un vestido semejante cuando me preguntaba por el cofre, antes de que te presentaras.
«Vaya, vaya —pensó el Ratonero—, nunca habría creído que Mikkidu tuviera una fantasía tan viva o saliera en mi defensa tan lealmente. Pero ahora parece, preciso es admitirlo, que he sospechado falsamente de estos dos hombres y que Ississi de alguna manera subió sin ayuda de nadie y sin ser vista al
Halcón Marino.
A menos que uno de los otros... no, eso es improbable. La verdad de una puta, ahí tienes un enigma, un problema complicado a resolver.»
Entonces Skor habló en tono triunfal.
—Pero si viste el vestido sobre el camastro y ese vestido había estado en el cofre, ¿no prueba eso que el cofre también estaba en el camarote? Sí, bien mirado, es posible que hayamos visto un ligero vestido plateado, que la chica se quitó burlona y lascivamente antes de meterse entre las sábanas, o bien tu capitán se lo arrancó, pues parecía desgarrado, pues es tan lujurioso como un visón y siempre se jacta del dominio de su daga... He oído al capitán Fafhrd decir eso una y otra vez, o por lo menos lo ha dado a entender.
«Pero ¿qué infamia es ésta?», se preguntó el Ratonero, indignado de súbito, mirando furibundo la semicalva cabeza de Skor desde su ventajosa posición. A él le correspondía reprender a Fafhrd por su afición a las faldas, en vez de oír como le reprendían por el mismo defecto (y su jactancia, por añadidura). ¿Y quién le reprendía? Aquel Fafhrd espurio, aquel subordinado insolente, soberbio y advenedizo. Involuntariamente levantó el puño para descargarlo.
—Sí, jactancioso, tortuoso y ordenancista —siguió diciendo Skor mientras Mikkidu farfullaba—. ¿Qué piensas de un capitán que hace deslomarse a su tripulación en el puerto, le retiene la paga, prohibe puritanamente algún permiso, le niega todo alivio de sus impulsos naturales... y luego sube a bordo a una chica para su uso personal y la exhibe ante las narices de los demás? Y luego se dedica a jugar con los hombres acerca de ella y les ordena una búsqueda idiota. Es mezquino..., eso es lo que he oído llamarle al capitán Fafhrd..., o por lo menos eso es lo que pensaba a juzgar por su expresión.
El Ratonero, furioso, a duras penas podía refrenarse para no golpear al insolente. «Defiéndeme, Mikkidu— imploró interiormente—. Oh, qué monstruoso es todo esto... Invocar a Fafhrd. Si Fafhrd realmente hubiera...»
—¿Lo crees así? —oyó preguntar a Mikkidu, sólo un poco dubitativo—. ¿Crees de veras que tiene una chica ahí dentro? ¡Bueno, si ése es el caso, debo admitir que es el mismo diablo!
El grito de pura rabia que esas traidoras palabras arrancaron del ahora erguido Ratonero hizo que los dos lugartenientes echaran atrás las cabezas y mirasen, y que los durmientes despertaran por completo y casi se pusieran en pie.
Abrió la boca para darles una reprimenda que los desollaría vivos... pero se detuvo, preguntándose qué forma podría adoptar esa reprimenda. Al fin y al cabo, había una chica desnuda en su camarote con las piernas separadas y atadas... y los brazos también. Su mirada se posó en las ataduras del cofre de telas que seguían diseminadas en la cubierta.
—¡Recoged esos cabos! —gritó, señalándolos—. Usadlos para atar doblemente esos sacos de grano. —Señaló de nuevo—. Y mientras estáis en ello —aspiró hondo—, ¡asegurad doblemente toda la carga! Dudo de que no se desplace si nos ataca un huracán. —Dirigió esta última observación principalmente a los dos lugartenientes, los cuales miraron perplejos el cielo azul mientras se dirigían a organizar el trabajo.
—Sí, aseguradlo todo con ataduras dobles, que quede tenso como la piel de una anguila —añadió mientras empezaba a pasear arriba y abajo, calentándose para su tarea—. Pasad los cabos adicionales de la madera por las cabillas de amarre dentro de los orificios de los remos y luego tensadlas a través de la cubierta. Comprobad que esos sacos de grano estén de veras bien atados... imaginad que ponéis el corsé a una mujer gorda, que apoyáis un pie en su espalda y tiráis con todas vuestras fuerzas de los cordones. Porque no estoy convencido de que esos sacos permanecieran en su lugar si embarcásemos verde agua que tirase de ellos. Y cuando lo hayáis hecho, que vaya un grupo a popa para asegurar mejor los barriles y barricas de mi camarote, casadlos indisolublemente con la cubierta y los costados del
Halcón Marino.
Recordad todos —concluyó mientras se alejaba hacia la popa— que si lo atáis todo con el cuidado suficiente, la bolsa, los víveres o vuestros enemigos, y aumentáis las luces del amor... ¡nada podrá sorprenderos jamás ni escapar de vosotros ni haceros daño!
Cif desató la maciza llave de plata del cuello de su suave blusa de cuero, en cuyo interior había colgado cálida, abrió la pesada puerta de roble, la empujó cauta y suspicazmente, inspeccionó la sala desde el umbral... El lugar le inquietaba desde que tuvieron lugar allí las depredaciones del fantasma marino. Entonces entró y cerró con llave la puerta tras ella. Una pequeña ventana con barrotes de bronce gruesos como pulgares proporcionaba una iluminación deficiente a la estancia de madera. Sobre un estante reposaban dos lingotes de plata pálida, tres cortos rimeros de monedas de plata y un solo rimero de oro, aun más corto. En el centro de la sala había una mesa circular baja, en cuya superficie gris estaba grabada a fuego una estrella de cinco puntas. Cif mencionó para sus adentros los nombres de los cinco objetos de oro colocados en las puntas: la Flecha de la Verdad, torcida durante el forcejeo de Fafhrd para arrebatársela a la diablesa; la Regla de la Prudencia, una vara corta rodeada de protuberancias; la Copa de la Hospitalidad Medida, apenas mayor que un dedal; los Círculos de la Unidad, unidos de tal manera que si quitaba uno los otros caían, y el extraño globo esquelético que Fafhrd había recuperado con los objetos restantes y sugerido que pudiera tratarse del Cubo del Juego Limpio suavemente deformado (cosa que ella dudaba bastante). Sacó de su bolsa el muñeco que representaba al Ratonero y lo colocó en el centro de la estrella. Suspiró aliviada, se sentó en uno de los tres escabeles que había y se quedó mirando pensativa el rostro inexpresivo del muñeco.
Mientras el Ratonero aprobaba las últimas ataduras dobles de los barriles y luego despedía bruscamente a sus todavía perplejos lugartenientes y su cansado equipo de trabajo —¡prácticamente los echó del camarote!— sintió en su interior una oleada de poder, como si hubiera cruzado o hubiera sido transportado a través de una frontera invisible a un reino en el que cada objeto estaba claramente etiquetado: «¡Sólo mío!».