La Hermandad de las Espadas (16 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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La suposición del segundo lugarteniente era cierta: siguieron a sus presas hasta el cuartel recién construido y vieron que el Ratonero hacía una ligera reverencia para que su doble entrara primero. Pshawri y Mikkidu esperaron un poco y luego se quitaron las botas y entraron con la mayor cautela.

Cif tuvo otra idea. Avanzó sigilosamente a lo largo del edificio, hacia la puerta de la cocina.

En el interior, el Ratonero, que apenas había pronunciado una docena de palabras desde que abandonaron la taberna del Naufragio, indicó diversos objetos a su invitado y aguardó sus reacciones.

Esto hizo entrar a su Muerte en un estado de considerable perplejidad. Su futura víctima le había dicho algunas palabras acerca de un tesoro o varios tesoros, luego le había llevado afuera y, con una expresión misteriosa, había señalado un punto en el suelo del callejón. ¿Qué podía significar aquello? Ciertamente, el terreno hundido a veces indicaba algo enterrado allí... un cuerpo asesinado, en general. Pero ¿quién enterraría un tesoro en el callejón de un insignificante puerto marítimo nórdico, o un cadáver, ya puestos a ello? No tenía sentido.

A continuación, el desconcertante individuo vestido de gris había repetido la misma monserga en una esquina detrás de un edifico de madera extrañamente desgastada por la acción de los elementos y de aspecto pesado. Por un momento eso pareció conducir a alguna parte, pues había algo opalescente alojado en una de las grandes vigas y su tonalidad hacía pensar en perlas y un tesoro. Pero cuando se agachó para examinarlo, resultó ser tan sólo una concha marina sin valor que Arth sabía cómo se habría incrustado en la madera gris.

Y ahora el enigmático individuo, sosteniendo una lámpara que había encendido, estaba en un dormitorio con varios camastros, al lado de un armario que acababa de abrir y que no parecía contener gran cosa.

—¿Un tesoro? —musitó en tono dubitativo la Muerte del Ratonero, inclinándose hacia adelante para examinarlo de cerca.

El Ratonero sonrió y meneó la cabeza.

—No, agujeros de ratones —susurró a su vez.

El otro retrocedió, incrédulo. ¿Acaso los sesos del magistral jugador de chaquete se habían convertido en gachas? ¿Algo flotante en la niebla le había arrebatado el juicio? ¿Qué estaba ocurriendo? Tal vez sería mejor que sacara el cuchillo y lo despachase en seguida, antes de que la situación se hiciera demasiado confusa.

Pero el Ratonero, que seguía sonriendo alegremente, como si se anticipara a las maravillas que iban a contemplar, señaló con la mano libre un corto pasillo y luego una sala más pequeña con sólo dos camastros, mientras la lámpara que sostenía al lado de la cabeza hacía que las sombras reptaran a su alrededor y se deslizaran a lo largo de las paredes.

Mirando a su Muerte, abrió la puerta de un armario más ancho, se estiró cuanto pudo y alzó su lámpara al máximo, como si dijera: «¡Mira!».

El armario contenía por lo menos media docena de estrechos estantes con la superficie cubierta por un liso paño negro, y en ellos estaban pulcramente dispuestos entre un millar y una miríada de minúsculos objetos, como si fuesen otras tantas monedas exóticas y piedras preciosas. Como si lo fueran, en efecto..., pero en cuanto a lo que eran realmente aquellos objetos... recordad las nueve fruslerías que el Ratonero había colocado sobre la mesita de noche de Cif tres meses atrás..., imaginadlos multiplicados por mil... el botín de tres meses escrutando el suelo..., el botín de noventa días dedicando toda la atención a lo ínfimo... y os haréis una idea de la extraña colección que el Ratonero estaba mostrando a su Muerte.

Y mientras su Muerte se inclinaba para examinarlo mejor, deslizando su mirada incrédula de un lado a otro de los estantes, la sonrisa de triunfo desapareció del rostro del Ratonero y fue sustituida por la misma expresión de desesperada nostalgia que tenía cuando le habló a Fafhrd de su anhelo por las pequeñas cosas de Lankhmar.

21

—Hemos llegado al terreno de la fiesta —le dijo Afreyt a Skor mientras avanzaban a través de la niebla—. Mira cómo está pisoteada la hierba. Ahora tratemos de encontrar la Torre de los Duendes.

—Eso está hecho, señora —replicó el hombre, dirigiéndose a la derecha mientras ella lo hacía a la izquierda—. Pero ¿por qué estás tan segura de que el capitán Fafhrd ha ido allí?

—Porque le ha dicho a Groniger que iba a volar —dijo ella alzando la voz para que Skor la oyera bien a pesar de la creciente distancia entre ellos—. Antes Groniger había dicho que nadie podría escalar la Torre de los Duendes sin alas.

—Pero el capitán podría —le gritó Skor, que la había comprendido perfectamente— pues escaló Stardock. —Y, aunque no lo dijo en voz alta, pensó que eso había sido antes de que perdiera una mano.

Momentos después avistó una sólida masa vertical y gritó que había dado con lo que estaban buscando. Cuando Afreyt llegó a su lado junto a la pared rocosa, Skor añadió:

—También he encontrado una prueba de que Fafhrd y el desconocido han venido realmente por aquí, como has deducido que harían.

Y le mostró el manto con capucha de la Muerte de Fafhrd.

22

Seguido de cerca por su Muerte, Fafhrd dejó atrás la niebla para acceder a un mundo de claridad blanca como el hueso. Desvió la vista de la roca para contemplarlo.

La parte superior de la niebla era un suelo llano y blanco que se extendía al este y al sur del horizonte, sin que lo interrumpieran copas de árboles, chimeneas o torrecillas de Puerto Salado o los extremos de los mástiles en el puerto situado más allá. Por encima la noche estaba tachonada de estrellas, algo desvaídas por la luz de la luna redonda, que parecía descansar sobre la niebla al sudeste.

—La Luna de los Asesinos en la fase llena —observó con solemnidad—. La luna llena con el recorrido más breve y bajo de todo el año, y ha venido para felicitar a la noche del día del Pleno Verano. Ya te dije que
habría luz
suficiente para escalar.

Por debajo de él, su Muerte saboreó la conveniencia de la situación lunar, pero la luz no le importó gran cosa. Se sentía más seguro escalando entre la niebla que ocultaba la altura. Aún se sentía satisfecho consigo mismo, pero ahora deseaba llevar a cabo el asesinato en cuanto Fafhrd le revelara dónde estaba la cueva o cualquier otro lugar que albergara el tesoro.

Fafhrd se volvió de nuevo hacia la torre. Pronto ascendieron por el borde de la zona herbosa. Localizó su flecha con el trapo amarillo y la dejó donde estaba, pero cuado llegó a la de Afreyt tendió precariamente el brazo, la cogió con el gancho y se la colocó por debajo del cinturón.

—¿Falta mucho más? —le gritó su Muerte desde abajo.

—Cuando termine la hierba —respondió Fafhrd—. Entonces cruzaremos hasta el lado opuesto de la roca, donde hay una covachuela que ofrecerá a nuestros pies un buen apoyo mientras contemplamos el tesoro. ¡Ah, cómo me alegro de que hayas venido conmigo esta noche! Sólo espero que la luna no le reste demasiada brillantez.

—¿Cómo es eso? —inquirió el otro, algo perplejo, aunque considerablemente estimulado por la mención de una cueva.

—Ciertas joyas brillan mejor sólo con su propia luz —respondió Fafhrd de un modo bastante críptico. El gancho chocó con el siguiente asidero y produjo una rociada de chispas blancas—. Esta roca debe de contener pedernal —observó—. Mira, amigo, los minerales tienen muchas maneras de producir luz. En Star—dock, el Ratonero y yo encontramos unos diamantes tan transparentes que sólo revelaban su forma en la oscuridad. Y hay animales que brillan, en particular las avispas relucientes, las moscas diamantinas, los escarabajos de fuego y las abejas nocturnas. Lo sé porque me han picado, mientras que en las junglas de Klesh he encontrado arañas voladoras luminosas. Ah, ya hemos llegado al cruce. —Empezó a moverse lateralmente, dando grandes zancadas.

Su Muerte le imitó, apretando el paso tras él. Los asideros de pies y manos parecían allí más seguros, mientras que en la hierba había estado a punto de perder un asidero en dos ocasiones. Veía más allá de aquella cara de la torre rocosa que habían escalado. Las cosas parecían suceder con más rapidez mientras que, simultáneamente, el tiempo le tendía la mano..., señal segura de que se aproximaba el momento culminante. No quería más charla, ¡sobre todo lecciones de historia natural! Aflojó el largo cuchillo en su vaina. ¡Pronto! ¡Pronto!

Fafhrd se estaba preparando para dar el paso que le dejaría exactamente delante de la somera depresión que, a primera vista, parece una boca de caverna. Era consciente de que su cama—rada astrónomo se le arrimaba. En aquel momento, aunque era evidente que los dos estaban a solas en la roca, oyó una risa breve y seca, que ninguno de ellos había emitido pero que, sin embargo, sonaba como si procediera de alguien muy próximo. Y por alguna razón aquella risa le inspiró o aguijoneó para que, en vez de dar el paso que tenía pensado, diera uno mucho más largo que le llevó más allá de la aparente boca de cueva, poniendo el pie izquierdo en el extremo del saledizo, mientras su mano derecha buscaba un asidero más allá de la somera depresión, de modo que todo su cuerpo rebasara el extremo de la cara rocosa. Confiaba en que así vería la estrella barbuda que era actualmente su tesoro más preciado y que, hasta aquel mismo momento, la Torre de los Duendes le había ocultado.

En aquel mismo momento su Muerte, que había previsto a la perfección todos los movimientos de su víctima excepto el último súbitamente inspirado, le atacó, y su daga, en vez de hundirse en la espalda de Fafhrd, golpeó contra la piedra en la somera depresión y se partió. Tambaleante y lleno de sorpresa, el frustrado asesino trató de mantener el equilibrio.

Fafhrd miró atrás, percibió el ataque traicionero y, sin pensarlo dos veces, con el pie que tenía libre dio una patada a su atacante en el muslo. A la luz de un blanco óseo de la Luna de los Asesinos, la Muerte de Fafhrd cayó desde lo alto de la roca y, golpeando la herbosa cuesta una o dos veces, se silueteó por un instante agitando sus largos miembros contra el suelo de blanca niebla hasta que ésta le engulló, a él y al grito que empezó a lanzar. Se oyó un ruido sordo que, a pesar de su lejanía, daba una satisfactoria sensación de finalidad.

El norteño giró de nuevo alrededor del extremo del precipicio. Sí, su estrella barbuda, aunque eclipsada por la potente luz de la luna, era claramente discernible. Gozó observándola, con un placer que era remotamente afín al de contemplar a una muchacha desnudarse en una oscuridad casi completa.

—¡Fafhrd! —oyó que le llamaban—. ¡Fafhrd!

Por Kos, se dijo, era Skor quien le gritaba. ¡Y Afreyt! Desando con cautela sus pasos por el saledizo y una vez alcanzado un asidero seguro, gritó:

—¡Eh! ¡Eh, los de abajo!

23

En el cuartel de Puerto Salado las cosas se desarrollaban con rapidez y mucho nerviosismo, sobre todo por parte de la Muerte del Ratonero, el cual estuvo a punto de acuchillar impulsivamente a aquel idiota, lleno de insoportable repugnancia ante aquel increíble museo ratonil de basura que le enseñaba como si fuese alguna clase de tesoro. A punto estuvo, sí, pero entonces oyó un ligero ruido como de pisadas que parecía originarse en el edificio donde estaban, y nunca era conveniente asesinar cuando podía haber testigos cerca, si era posible adoptar otro proceder.

Observó al Ratonero, que ahora parecía algo decepcionado (¿habría esperado el muy idiota que le alabara por aquella exhibición de basura?), cerraba la puerta del armario y le hacía señas para recorrer de nuevo el corto pasillo y cruzar una tercera puerta. El asesino le siguió, aguzando el oído por si percibía una repetición del ruido de pisadas u otro sonido. Las móviles sombras que ahora lanzaba la lámpara eran un poco enervantes, pues sugerían seres acechantes, observadores ocultos. Por lo menos aquel idiota no había depositado en aquel armario de basura las monedas de oro y plata que le había ganado en el juego, por lo que presumiblemente existía aún la esperanza de ver a sus «compañeros de celda» y algún tesoro verdadero.

Ahora el Ratonero señalaba, pero de una manera más bien vaga, las características de la que parecía ser una cocina bien equipada: fogones, hornos, etcétera. Golpeó un par de grandes pe—rolas de hierro, pero sin gran entusiasmo, arrancándoles tonos apagados, sepulcrales.

Pero sus ademanes se avivaron un poco y por lo menos el espectro de una sonrisa jubilosa retornó a sus labios cuando abrió la puerta trasera y salió a la niebla, haciendo una seña a su Muerte para que le siguiera. El individuo así lo hizo, con un aspecto exterior relajado, pero interiormente alerta como un cuchillo desenvainado, preparado para cualquier acción.

Casi de inmediato, el Ratonero se agachó, asió una argolla y levantó una pequeña tapa circular, mientras sostenía en alto la lámpara, cuyos rayos reflejaban la blancura de la niebla pero no ayudaban mucho a la visión. La Muerte del Ratonero se inclinó hacia adelante para mirar el interior del orificio recién abierto.

Entonces las cosas sucedieron con mucha rapidez. Se oyó mido de pasos y un sonido sordo procedentes de la cocina. (Era Mikkidu, que había caído al pisarse la punta de su propia media.) La Muerte del Ratonero, cuyos nervios estaban torturados más allá de lo soportable, se apresuró a desenvainar su daga, pero un instante después cayó por la boca del pozo negro con la daga de Cif clavada en una oreja. La había arrojado desde donde estaba, apoyada en la pared apenas a una docena de pies de distancia.

Y en algún momento, junto con estas acciones, se oyó un breve gruñido y una risa breve y seca. Pero ésas fueron cosas que más tarde Cif y el Ratonero afirmaron haber oído. Por el momento el Ratonero se limitó a sostener su lámpara, contemplar el cadáver en el fondo del pozo y decir a Cif, Pshawri y Mikkidu cuando se le acercaron:

—Bueno, nunca podrá desquitarse de la derrota de esta noche, de eso no hay duda. ¿O acaso los fantasmas juegan al chaquete? Por Mog que he oído hablar de fantasmas que juegan al ajedrez con los vivos.

24

Al día siguiente, Groniger presidió en la sala del consejo una breve pero muy concurrida sesión sobre las causas del fallecimiento de los dos pasajeros de
La Buena Nueva.
Las insignias y otros distintivos que llevaban encima sugerían que no sólo eran miembros de la Hermandad de Matadores de Lankhmar, sino que también pertenecían a la más cosmopolita Orden de los Asesinos. Sometido a un severo interrogatorio, el capitán de
La Buena Nueva
admitió que conocía esa circunstancia y le multaron por no informar de ello al jefe de tráfico portuario de la isla en cuanto su nave atracó. Poco después Groniger descubrió que eran unos bribones criminales, indudablemente contratados por extranjeros desconocidos, y que había sido correcto matarlos al primer intento de practicar su infame profesión en la Isla de la Escarcha.

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