La Hermandad de las Espadas (8 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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Se dijo que aquél había sido un excelente deporte: la atenta supervisión del penoso trabajo de los hombres mientras él permanecía en pie sobre el cofre cubierto por la tela que les había obligado a buscar durante todo el día, y entretanto Ississi yacía desnuda y bien atada bajo la manta extendida sobre el camastro... y todos ellos eran de algún modo conscientes de la deliciosa presencia de la muchacha aunque ni por un momento se atrevieran a mencionarla. ¡El deporte del poder, realmente!

En un acceso de autocomplacencia, apartó la tela que cubría el cofre, abrió la tapa y admiró la cobriza seda y los carretes de cinta negra. Era, en efecto, un lecho adecuado para las nupcias de una princesa, se dijo mientras llenaba y bebía una copa de aguardiente, una cama algo pequeña, pero suficiente y blanda desde la superficie hasta el fondo.

Tanto su mente como sus pies danzaban con toda clase de imaginaciones e impulsos cuando se acercó al camastro, separó las mantas y...

La áspera y gris sábana del camastro estaba cubierta por una verdadera rociada negra de trocitos y jirones de cinta. Ississi había desaparecido.

Tras examinarlo durante largo rato con sus ojos llenos de asombro, se tendió transversalmente sobre el camastro y buscó frenéticamente alrededor de los delgados bordes del colchón y debajo de ellos, buscó el cuchillo o las tijeras afilados como una navaja de afeitar que había hecho aquello o (¿quién sabía?) algún animalillo de agudos dientes avezado a desgarrar cintas que sirviera en secreto a la joven prostituta y obedeciera sus órdenes.

Un vibrante suspiro de satisfacción le hizo volverse convulsivamente. En medio del recién abierto cofre, llegada allí mediante ardides que él no podía imaginar, Ississi estaba sentada con las piernas cruzadas, mirándole. Tenía los brazos alzados y sus ágiles manos trenzaban rápidamente su larga cabellera plateada, acción que revelaba del mejor modo posible su esbelta cintura y sus senos pequeños y exquisitos, mientras los ojos verdes destellaban y los labios le sonreían.

—¿No soy enormemente lista? ¿Insuperablemente lista y por completo deliciosa?

El Ratonero la miró con el ceño fruncido y luego, con la misma expresión, examinó cada lado, como si buscara una ruta por la que ella hubiera podido deslizarse sin ser vista desde el camastro al cofre pasando por los barriles muy juntos y doblemente atados... y quizás sus aliados, animales, humanos o demoníacos. Luego bajó del camastro y, aproximándose a ella, rodeó el cofre, mirando a la muchacha de arriba abajo, como si buscara armas ocultas, aunque fuesen tan pequeñas como una uña afilada, volviendo su propio cuerpo de manera que no dejara de mirarla con el ceño fruncido ni la perdiera de vista un solo instante, hasta que volvió a estar frente a ella.

Su respiración profunda le ensanchaba las aletas de la nariz, mientras los rayos amarillos y las sombras de la lámpara oscilaban rítmicamente a través de su oscura y airada presencia y la piel pálida como la luna de la muchacha.

Ella continuó trenzándose el cabello y sonriendo, emitiendo gorjeos que, al cabo de un rato, se convirtieron en un áspero recitado, con aparentes improvisaciones, como si estuviera traduciendo desde otro lenguaje al bajo lankhmarés.

—Oh, los dones dorados de mi tierra son seis, y sabes que están rigurosamente fijados en un círculo. El Dardo Dorado de la Muerte y el Deseo, la Vara de Mando cuyo escozor es como el fuego, la Copa del Confinamiento y el Entendimiento Secretos, los Círculos del Destino cuyos caminos son tortuosos. La Prisión Cúbica del dios y el duende, el Globo Multibarrado de Simorgya y el Yo. Profundo, oh, profundo es mi país lejano, donde el oro nos llevará, a mí y a ti.

El Ratonero agitó un dedo ante el rostro de la muchacha, como un oscuro desafío y una sombría advertencia. Luego cortó una extensión de cinta negra en varios trozos, la retorció y tiró de los extremos para comprobar su resistencia, sin dejar de mirar entretanto a la joven, y le ató las piernas tal como estaban, desde el esbelto tobillo a la pantorrilla, justo por debajo de la rodilla, y de la esbelta pantorrilla al tobillo. Entonces le tendió una mano con gesto imperioso. Ella terminó en seguida de trenzarse el cabello, se rodeó la
cabeza
con la trenza y fijó su extremo, de modo que se convirtió en una especie de pequeña corona de plata. Acto seguido, exhalando un suspiro y desviando el rostro algo estrecho, ofreció al Ratonero las muñecas muy juntas, con las palmas hacia arriba.

Él se las cogió con gesto despectivo, las llevó a la espalda y las ató allí, como había hecho la noche anterior, lo mismo que los codos, tirando de sus hombros hacia atrás. Entonces la empujó hacia adelante, de modo que el rostro quedó sepultado en la seda cobriza adquirida para Cif (¿cuánto tiempo hacía?) y tendió una doble cinta desde sus muñecas atadas a lo largo de la espina dorsal hasta las piernas atadas, tensándola cuanto pudo, de manera que la espalda de la muchacha estaba forzosamente arqueada y el rostro alzado libre de la seda.

Pero, a pesar de su creciente excitación, le incordiaba la idea de que había habido algo en la gorjeada cantinela de la joven que no le había gustado. Ah, sí, la mención de Simorgya. ¿Qué lugar ocupaba aquel reino hundido en las tierras de nunca jamás de una prostituta? Y su cháchara anterior sobre influencias húmedas y acuosas en la tierra imaginaria donde ella había sido reina, o más bien princesa... ¡Vaya, volvía de nuevo a la carga!

—Ven, hermano Mordroog, a escoltarnos regiamente —gorjeó sobre la seda anaranjada, sin que al parecer le importara su aguda incomodidad—. Ven con nuestros guardianes, el Embestidor Profundo, tu caballo... su monstruo, más bien, y tú en su castillo. Ven también con Acuchillador y el enorme Cogelotodo, para derribar nuestra prisión y llevamos a casa. Y envía a todos tus espíritus corriendo antes que tú, de modo que nuestras mentes estén absortas...

Las sombras se fijaron de un modo antinatural cuando el balanceo de la lámpara se redujo hasta detenerse por completo.

En la cubierta, inmediatamente por encima de sus cabezas, reinaba la consternación. De una manera inexplicable, el viento había desaparecido y el mar parecía una lámina de aceite. El timón en manos de Skor estaba quieto, la vela que Mikkidu manipulaba, floja. El cielo no parecía cubierto, pero la luz del sol tenía una cualidad umbrosa, espectral, como si un eclipse no predicho u otro acontecimiento ominoso fuese inminente. Entonces, de improviso, el mar oscuro se elevó hirviente apenas a la distancia de un lanzamiento de jabalina desde el barco... y bajó de nuevo sin que disminuyera lo más mínimo la sensación de presagio. La ola subsiguiente sacudió al
Halcón Marino.
Los dos lugartenientes y Ourph intercambiaron miradas inquisitivas. Ninguno de ellos reparó en el reguero de burbujas que se extendía desde el lugar donde el mar se había alzado hacia la galera inmóvil por la falta de viento.

10

En la tesorería Cif tuvo la súbita corazonada de que el Ratonero necesitaba más protección. El muñeco parecía solitario en el centro del pentagrama. Tal vez estaba demasiado alejado de los iconos. Reunió los iconos y, tras un momento de vacilación, metió el muñeco, doblado, en el globo de barrotes. Luego introdujo la regla y la flecha doblada (¡más oro cerca de él!), obedeciendo a una idea repentina puso la diminuta copa a modo de casco en la sobresaliente cabeza del muñeco y lo depositó todo sobre los anillos enlazados. Entonces volvió a sentarse y contempló dubitativa lo que había hecho.

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En el camarote el Ratonero Gris puso a la atada Ississi boca arriba y contempló a la muchacha plateada abierta para su goce. Le latían las venas de la cabeza, donde sentía una creciente presión, como si el cerebro se hubiera vuelto demasiado grande para el cráneo. El inmóvil camarote se había vuelto espectral, flotaba una sensación de numerosas presencias, y entonces fue como si sólo una parte de él permaneciera allí mientras otra parte se adentraba remolineando en una zona en la que él era un gigante que avanzaba a través de una creciente oscuridad, inseguro de su carácter humano, mientras la presión en el interior de su cráneo crecía más y más.

Pero la parte de él que permanecía en el camarote aún era capaz de sensaciones, aunque apenas de acción, y contemplaba impotente y estupefacto, a través de un aire que parecía espesarse y casi licuarse, a la plateada, sonriente y atada Ississi que se contorsionaba sin cesar mientras su piel se volvía aún más plateada —plateada y escamosa— y su rostro de duende se estrechaba, los ojos se separaban y de la cabeza, la espalda y los hombros y a lo largo de los reversos de sus piernas, manos y brazos se alzaban crestas de espinas afiladas como navajas de afeitar y, mientras ella seguía contorsionándose con violencia, cortaban a la vez todas las cintas negras, cuyos jirones quedaron flotando a su alrededor. Entonces, a través de la escotilla penetró un rostro como el nuevo que ella tenía ahora, y la criatura se levantó de la seda cobriza con una gran ondulación hacia adelante y tendió las palmas de sus manos de dorso espinoso hacia las mejillas del Ratonero. El gesto de los brazos, que parecían alargarse más y más, era amoroso, y con una voz profunda y extraña, que parecía salir de ella en burbujas, le dijo:

—Dentro de unos momentos esta prisión será destruida, el Embestidor Profundo la destrozará, y seremos libres.

Al oír estas palabras la otra parte del Ratonero comprendió que la oscuridad por la que ahora se desplazaba hacia arriba era el mar profundo, que había sido absorbido y se hallaba en el cuerpo de ballena y el gran cerebro del Embestidor Profundo, el monstruo de Ississi, y que éste dirigía su enorme cabeza contra el diminuto casco del
Halcón Marino,
muy por encima de él, y que no podría evitar la colisión de la misma manera que su otro yo en el camarote no podría evitar los brazos de Ississi.

12

En la tesorería Cif no podía soportar la expresión lastimera con que el liso rostro de tela del muñeco parecía mirarla bajo el casco dorado, ni la súbita idea de que la diablesa marina recientemente había acariciado todo aquel oro que ahora constreñía al muñeco. Lo cogió con su prisión, lo extrajo del globo de barrotes y le quitó el casco, y mientras los iconos tintineaban sobre la mesa, se llevó al pecho el muñeco de trapo relleno, lo acarició y besó, susurrándole palabras cariñosas.

13

En el camarote el Ratonero pudo esquivar las plateadas y espinosas manos que le buscaban, las cuales pasaron más allá de él, mientras en la zona oscura su yo gigante era capaz de virar y apartarse del
Halcón Marino
en el último momento y salir bruscamente de la oscuridad, de modo que sus dos yoes volvieron a ser uno solo y ambos de regreso en el camarote..., que ahora se movía como si el
Halcón Marino
estuviera zozobrando.

Todos los hombres que estaban en la cubierta se quedaron boquiabiertos y estremecidos cuando una forma negra más gruesa que el barco emergió con estrépito de las oscuras aguas a su lado, tan cerca que el casco de la nave sufrió una sacudida. Podrían haber extendido las manos y tocado al monstruo. Aquella forma se irguió como una torre sin ventanas construida con reluciente cuero de botas negro, a lo largo de la cual el agua se deslizaba como en cascada. Subió y subió, atrayendo las miradas de los marinos hacia el cielo, entonces se estrechó y con un movimiento de sus grandes aletas caudales salió por completo del agua. Durante un largo momento vieron el oscuro y goteante vientre del negro leviatán que pasaba por encima del
Halcón Marino,
vasto como una nube de tormenta, sin relámpagos, quizás, pero no sin el estruendo del trueno, mientras se separaba por completo del océano. Pero en seguida todos buscaron asideros, pues el
Halcón Marino
daba violentas guiñadas a uno y otro lado, como si intentara quitárselos de encima. Por lo menos no había escasez de ataduras a las que agarrarse mientras la nave se deslizaba con las aguas que descendían en el gran abismo dejado por el leviatán. Hubo entonces la conmoción producida por la misma bestia al golpear el mar más allá de ellos para volver a su elemento. Entonces el salado océano se cerró sobre ellos mientras se hundían más y más.

Luego el Ratonero no sabría determinar hasta qué punto lo que sucedió a continuación en el camarote tuvo lugar bajo el agua y hasta qué punto en una gran burbuja de aire constreñida por aquel otro elemento, de modo que se volvió más afín al mismo. (En cualquier caso, hacia el final el Ratonero se encontraba totalmente bajo el agua.) Había una cualidad de sueño un tanto lento o, más bien, medido en todos los movimientos que tuvieron lugar a continuación: los suyos, los de la transformada Ississi y los de la criatura que tomó por su hermano, como si estuvieran efectuados contra grandes presiones. Tenía elementos tanto

de una lucha salvaje, una feroz lucha a vida o muerte, y de una danza ceremonial con bestias. Ciertamente, la posición del Ratonero mientras duró estuvo siempre en el centro, al lado o un poco por encima del cofre de telas abierto, y ciertamente la transformada Ississi y su hermano trazaban círculos alrededor de él como tiburones y se abalanzaban alternativamente para atacarle, sus estrechas mandíbulas abiertas para mostrar unos dientes afilados como navajas de afeitar y que se cerraban como grandes tijeras. Y en todo momento se mantuvo la sensación de una presión continua y creciente, aunque el Ratonero no la experimentaba dentro del cráneo en particular sino sobre todo su cuerpo y centrada, en todo caso, en sus pulmones.

Aquello empezó, por supuesto, al evadirse del inicial acercamiento amoroso y asesino de Ississi, cuando él se dirigió al cofre que la criatura acababa de abandonar. Entonces, cuando ella se daba la vuelta para atacarle por segunda vez (ahora todo mandíbulas, los brazos fusionados en los costados cubiertos de escamas plateadas y las piernas con crestas espinosas igualmente fusionadas, pero los ojos todavía grandes y verdes), y cuando él, a su vez, se volvía para enfrentarse al ataque, tuvo la inspiración de coger con ambas manos la primera tela del cofre, dejando que se desplegara y extendiera, y la hizo girar entre él y la criatura, como una sábana cobriza grande, lustrosa y deslumbrante, o una nube de color naranja rosado. Esta interposición a tiempo distrajo a la criatura de su propósito principal, aunque sus mandíbulas plateadas atravesaron la tela más de una vez, desgarrándola y dando al traste con los propósitos que tenía de Cif de hacerse un manto, un vestido ceremonial, una túnica de tesorera o lo que fuese.

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