Ningauble dijo entre jadeos:
—He descubierto por ciertos signos infalibles que el tumulto actual en los dominios de la magia, que convierte mis hechizos en chapuzas, se debe a la desaparición de Lankhmar de mi servidor y en ocasiones alumno Fafhrd el bárbaro. Toda magia palidece sin su crédula y amable audición, mientras que las empresas elevadas fracasan por falta de su idealismo romántico y sin reservas.
A través de la oscuridad, Sheelba replicó:
—También yo he concluido que mis funestos hechizos pierden igualmente eficacia porque el Ratonero, mi protegido y arrogante chico de recados, se marchó con él. Los hechizos no surtirán efecto sin el jugo de su cavilosa y altanera malignidad. ¡Es preciso hacerle venir de ese lejano y ridículo lugar, la Isla de la Escarcha, y a Fafhrd con él!
—Pero ¿cómo podemos hacerlo si nuestros hechizos fallan? ¿A qué servidor confiarías la misión de ir en su busca? Conozco a una joven diablesa que podría intentarlo, pero está esclavizada por Khahkht, poderoso mago de la región helada, el cual es nuestro enemigo común. ¿O deberíamos buscar los dos en el ruidoso reino de los espíritus para que sea nuestro mensajero ese guerrero putativo ascendiente suyo y lejano antepasado conocido como el Gruñidor? ¡Una tarea deprimente! Adonde quiera que mire no veo más que incertidumbres y obstáculos...
—Comunicaré su paradero a Mog, el dios araña, ¡la deidad tutelar del Gris! Este estrépito no estorbará las plegarias —le interrumpió Sheelba con voz áspera y entrecortada. La presencia del vacilante y locuaz mago de visión múltiple, que veía siete facetas de cada cuestión, siempre le hacía esforzarse al máximo—. Te enviaré como consejeros a los dioses de Fafhrd, el bruto Kos, de la Edad de Piedra, y el quisquilloso y tullido Issek. En cuanto sepan dónde están sus equivocados fieles, harán caer sobre ellos tantas maldiciones y condenas que les harán venir chillando a nosotros para que las neutralicemos.
—¿Por qué no habré pensado en eso? —protestó Ningauble, a quien a veces llamaban el Chismoso de los Dioses—, ¡Vamos, manos a la obra!
En la paradisíaca Tierra de los Dioses, que se extiende en las antípodas del polo muerto de Nehwon y el Reino de las Sombras, en el extremo más meridional del continente más meridional de ese mundo, distanciado y resguardado de las tumultuosas tierras nórdicas por la Gran Corriente Ecuatorial que corre rauda hacia el este (donde algunos dicen que nadan las estrellas), los desiertos subecuatoriales y las Montañas de la Muralla, los dioses Kos, Issek y Mog estaban sentados a cierta distancia del resto de deidades nehwonianas más mundanas y civilizadas, las cuales ponían objeciones a los piojos, pulgas y cangrejos de Kos, y también, aunque en menor grado, al afeminamiento de, Issek, aunque Mog tenía contactos entre aquellas «deidades superiores», como él las llamaba sarcásticamente.
Sumido en las divinas y soñolientas cavilaciones, por no decir trances casi mortales, pues las plegarias, súplicas e incluso
,
usos blasfemos de sus nombres eran últimamente escasos, los tres heterogéneos dioses menores reaccionaron en seguida y con entusiasmo a las misivas del mago transmitidas de manera instantánea.
—¡Esos espadachines impíos y bribones! —siseó Mog, sus labios largos y delgados extendidos en diagonal, con una semi—sonrisa aracnoide—. ¡Esto es precisamente lo que necesitábamos! He aquí trabajo para todos nosotros, mis celestiales compañeros. Una oportunidad de maldecir y endemoniar de nuevo.
—¡Una satisfactoria noticia, ciertamente! —exclamó Issek, agitando excitado las manos de muñecas fláccidas—, ¡Debería haber pensado en ello! Nuestros principales fieles caídos en el error, ocultos en la helada y olvidada Isla de la Escarcha, más lejos que el mismo Reino de las Sombras, casi más allá del alcance de nuestros oídos y nuestro poder. ¡Una astucia tan infantil! ¡Ah, pero les haremos pagar!
—¡Los perros ingratos! —dijo Kos, rechinando los dientes tras su espesa y poblada barba negra—. No sólo nos abandonan, a nosotros, sus padres celestes naturales, sino que desechan a todas las deidades decentes de Nehwon, se juntan con ateos y se prostituyen a dioses extraños fuera de todo límite. ¡Sí, por mis alcances y mi malicia, les haremos sufrir! ¿Dónde está mi maza con púas?
(De vez en cuando Mog e Issek tenían que tumbar a Kos y retenerle en el suelo para impedir que cometiera la imprudencia de precipitarse fuera de la Tierra de los Dioses para descargar condenas personales sobre sus fieles más desobedientes y descamados.)
—¿Y si pusiéramos a sus mujeres contra ellos, como hicimos la última vez? —sugirió Issek con una risita sofocada—. Las mujeres tienen un poder sobre los hombres casi tan grande como el de los dioses.
Mog agitó su cefalotórax humanoide.
—Nuestros muchachos tienen unos gustos demasiado ásperos. Si les distanciáramos de Afreyt y Cif, sin duda llegarían a arreglos amorosos con las furcias de Puerto Salado, Rill e Hilsa... y así sucesivamente. —Ahora que había puesto su atención en la Isla de la Escarcha, tenía un fácil conocimiento de todas las cosas públicas de allá..., era una prerrogativa divina—. No, creo que esta vez no debemos utilizar a las mujeres.
—¡Malditas sean tales sutilezas! —rugió Kos—. ¡Quiero torturarlos! ¡Hagamos que caiga sobre ellos la tos asfixiante, la raíz urticante y las Fusiones Sangrientas!
—Tampoco podemos arriesgarnos a hacerlos desaparecer por completo —se apresuró a responder Mog—. Como bien sabes, comedor de fuego, no tenemos fieles disponibles para eso. ¡Hay que medrar, medrar! Además, como también deberías saber, una amenaza siempre es más temible que su ejecución. Propongo que los sometamos a algunos de los estados de ánimo y las preocupaciones de la ancianidad y de una íntima compañera de la ancianidad, inseparable aunque invisible..., ¡la misma Muerte! ¿O crees que ése es un temor y un tormento demasiado suaves?
—No diré tal cosa —convino Kos, sereno de repente—. Sé que me asusta a mí. ¿Y si los dioses muriesen? Es un pensamiento infernal.
—¡Ese espantajo infantil! —exclamó Issek malhumorado. Entonces, volviéndose hacia Mog con vivo interés, le dijo—: Así pues, si no te interpreto mal, viejo Arácnido, estrechemos los intereses de tu suave Ratonero cada vez más, desde el horizonte que llama a la aventura a las cosas más próximas a su alrededor: la mesilla de noche, la mesa del comedor, el retrete y la pila de la cocina. No la carretera que lleva lejos, sino el arroyo de la calle. No el océano, sino la charca. No el espléndido paisaje exterior, sino el cristal de la ventana empañado. No el estruendo del trueno sino el crujir de los nudillos... o el chasquido en el oído.
Mog estrechó sus ocho ojos con expresión satisfecha.
—Y para tu Fafhrd, sugeriría una maldición de ancianidad distinta, introducir una cuña entre ellos de modo que no puedan entenderse ni ayudarse mientras le condenamos a contar las estrellas. Sus intereses por todo lo demás se desvanecerán; su mente no tendrá más objetivo que esas lucecitas celestes.
—Así pues, con la cabeza en las nubes —evocó Issek, que había comprendido en seguida— tropezará y se magullará una y otra vez, y perderá todas las oportunidades de deleites terrenos.
—¡Sí, y le haremos memorizar sus nombres y diseños! —intervino Kos—. Ahí hay trabajo para toda una eternidad. Jamás he podido soportar esas cosas. Hay tal insensata mezcolanza de estrellas, como moscas o pulgas. ¡Decir que los dioses las hemos creado es insultarnos!
—Y entonces, cuando esos dos se hayan humillado lo suficiente y hecho una penitencia adecuada —ronroneó Issek— consideraremos el levantamiento o la disminución del rigor de sus maldiciones.
—¿Por qué no se las dejamos para siempre? —protestó Kos—.Nada de indulgencia. ¡Condenación eterna! ¡Eso es lo que hay] que hacer!
—Ya decidiremos esa cuestión cuando se presente —opinó! Mog—. ¡Vamos, caballeros, al trabajo! Tenemos que idear con detalle algunas condenas e imponerlas.
En la taberna del Naufragio, Fafhrd y el Ratonero Gris, a pesar de las aprensiones del último, habían sido invitados a reunir—; se con sus damas y amigas Afreyt y Cif para tomar una ronda de cerveza amarga. Ambas mujeres eran ciudadanas, a veces con cargos oficiales, de la Isla de la Escarcha, solteronas y matriarcas de antiguas familias de aquella extraña república que, carentes de vástagos, se estaban extinguiendo, así como asociadas y compañeras de aventuras de Fafhrd y el Ratonero durante todo un año en el que se habían dedicado a misiones de negocios y (esto último más recientemente) a dormir juntos. El aspecto de las misiones había consistido en la persecución y derrota incruenta de una fuerza naval invasora de maníacos mingoles marinos, con la ayuda de una docena de altos guerreros bárbaros y otros tantos guerreros ladrones de pequeña estatura que los dos héroes habían traído consigo, la dudosa ayuda de los dos dioses que vagaban por el universo, Odín y Loki, y (una misión menor) una pequeña expedición para recuperar ciertos tesoros cívicos de la Isla, una serie de artefactos de oro llamados los Iconos de la Razón. Para llevar a cabo tales cosas habían sido contratados por Cif y Afreyt, por lo que los negocios habían estado mezclados con la misión de sus relaciones desde el mismo comienzo. Otros negocios habían sido una aventura mercantil del Ratonero (capitán Ratonero en este caso) en la galera de Fafhrd
Halcón Marino
con una tripulación mixta de guerreros bárbaros y ladrones, y bienes suministrados por las damas, hasta el puerto a menudo helado de No—Ombrulsk, en el territorio continental de Nehwon..., eso y diversas tareas de menor importancia realizadas por sus hombres y las mujeres y muchachas empleadas por Cif y Afreyt, a las que debían lealtad.
En cuanto a la cuestión de la cama, ambas parejas, aunque todavía no eran de edad mediana, por lo menos de aspecto, sí eran veteranos en lances amorosos, precavidos y corteses en esas actividades, e iniciaban toda nueva relación, incluidas las actuales, con un mínimo de compromiso y un máximo de reservas. Desde las trágicas muertes de sus primeros amores, el solaz erótico de Fafhrd y el Ratonero había procedido sobre todo de una serie muy variopinta de tenaces aunque bellas esclavas, tunantuelas vagabundas y princesas demoníacas, seres con los que no resultaba difícil encontrarse y a los que era más fácil todavía perder, accidentes más que objetivos de sus fantásticas aventuras. Ambos percibían que su relación con las damas de la Isla de la Escarcha tendrían que ser por lo menos un poco más seria. Mientras que las aventuras amorosas de Afreyt y Cif habían sido igualmente transitorias, ya con nada románticos y testarudos isleños, que eran realistas ateos incluso en su juventud, ya con nómadas marítimos de una u otra especie, habían llegado como la lluvia, o la tormenta, y desaparecido con la misma rapidez.
Una vez considerado todo esto, las cosas parecían ir a pedir de boca para las dos parejas en el terreno íntimo.
Y, a decir verdad, esto suponía una satisfacción y un alivio para el Ratonero y Fafhrd mayores de lo que cualquiera de los dos estaría dispuesto a admitir, pues cada uno empezaba a encontrar las continuas misiones una pizca fatigosas, sobre todo las misiones como la última, la cual, más que una de sus habituales incursiones de lobos solitarios, requirió el reclutamiento y mando de otros hombres y la aceptación de responsabilidades más amplias y divididas. Después de tales esfuerzos, era natural que se creyeran con derecho a un poco de descanso y sereno disfrute de la vida, una breve suspensión de los golpes del destino y el azar y los nuevos deseos. Y, a decir verdad, las damas Cif y Afreyt estaban a punto de admitir en lo más secreto de sus corazones unos sentimientos parecidos.
Así pues, en aquel crepúsculo particular en la Isla de la Escarcha, a los cuatro les agradaba tomar juntos un poco de cerveza amarga mientras charlaban de los hechos de la jornada y los planes del día siguiente, recordaban su rechazo de los mingoles y se formulaban unos a otros amables preguntas sobre los tiempos anteriores a su encuentro... y cada uno coqueteaba en secreto y cautamente con la idea de que ahora cada uno tenía dos o tres personas en las que siempre
podrís,
confiar plenamente en lugar de un solo compañero del mismo sexo.
En el curso de este chismorreo Fafhrd mencionó de nuevo¡ su fantasía, compartida por el Ratonero, de que eran dos mitades, o tal vez fracciones menores, sólo fragmentos, de algún r nombrado o notorio ser del pasado, lo cual explicaría por que sus pensamientos coincidían con tanta frecuencia.
—Eso es curioso —observó Cif—, pues Afreyt y yo hemos ter do la misma idea y por idéntica razón: que ella y yo éramos mitades espirituales de la gran reina bruja Skeldir de Rimish, que contuvo a los simorgyanos una y otra vez en los tiempos antiguos, cuando esa isla se jactaba de ser un imperio y estaba sobre las olas en vez de bajo ellas. ¿Cómo se llamaba tu héroe, o bribón poderoso, si eso te gusta más?
—No lo sé, señora, tal vez vivió en tiempos demasiado primitivos, cuando no se usaban nombres, cuando el hombre y la bestia estaban más próximos. Se identificaba por su gruñido de batalla..., una profunda tos leonina que retumbaba en su garganta cada vez que se disponía a combatir.
—¡Otro aspecto parecido! —exclamó Cif—. La reina Skeldir anunciaba su presencia con una risa breve y seca, su reacción invariable cuando se enfrentaba a los peligros, sobre todo los de tal clase que asombran y confunden a los más valientes.
—Gusorio es el nombre que le doy a nuestro antepasado bestial —intervino el Ratonero—. No sé qué pensará Fafhrd. El gran Gusorio. Gusorio el Gruñidor.
Ahora empieza o sonar como un animal —dijo Afreyt—. Dime, ¿te ha sido concedida alguna vez una visión o sueño de ese Gusorio, o quizás has oído su grito de combate en la noche más oscura?
Pero el Ratonero examinaba la mellada superficie de la mesa. Agachó la cabeza mientras su mirada se deslizaba a través de ella.
—No, señora mía —respondió Fafhrd en lugar de su absorto camarada—. Por lo menos yo no he sido agraciado con tales visiones o sueños. Es algo que oímos decir a una bruja o adivina, una ficción, no un hecho comprobado. ¿Has oído tú alguna vez la risa breve y seca de la reina Skeldir, o has visto a esa fabulosa bruja guerrera?
—Ni yo ni Cif —admitió Afreyt—, aunque ese personaje figura en los pergaminos históricos de la isla.
Pero incluso mientras la mujer le respondía, la mirada inquisitiva de Fafhrd se desvió más allá de ella. Afreyt volvió la cabeza y vio la puerta abierta de la taberna que enmarcaba las sombras de la noche.