Oyó ruido de pasos a la carrera que se aproximaban y poco después Mikkidu simultáneamente golpeó el lado de la escotilla y asomó su
cabeza
de cabello greñudo y ojos aturdidos entre la cortina. El Ratonero le hizo una seña para que entrara y, en un tono bajo, suavizado por el aguardiente, le dijo:
—Ah, capataz Mikkidu, me alegro de que tus deberes, que sin duda deben de ser apremiantes, te hayan permitido por fin visitarme, porque creo haber ordenado que te presentaras aquí de inmediato.
—Oh, capitán, señor —se apresuró a replicar el otro—. Falta un cofre de la estiba delantera. Lo vi tan pronto como Trenchi me despertó y me comunicó tu orden. Sólo me detuve para despertar a mis hombres e interrogarles antes de venir corriendo aquí.
(«Aja —pensó el Ratonero—, sabe lo de Ississi, estoy seguro de ello, está demasiado agitado, seguro que ha intervenido en el asunto. Pero no sabe qué le ha ocurrido ahora a la chica... sospecha de todo y de todos, sin duda... e intenta disipar mis sospechas informándome de la desaparición del cofre, ¡el muy canalla!»)
—¿Un cofre? ¿Qué cofre? —preguntó entretanto el Ratonero, imperturbable—. ¿Qué contenía? ¿Especias? ¿Cosas aromáticas?
—Creo que eran telas para la señora Cif—respondió Mikkidu.
—¿Sólo telas para la señora Cif y nada más? —inquirió el Ratonero, mirándole fijamente—. ¿No contenía otras cosas? ¿Algo
tuyo,
quizás?
—No, señor, nada mío —se apresuró a negar Mikkidu.
—¿Estás seguro de ello? —insistió el Ratonero—. A veces uno mete algo que le pertenece en el cofre de otro... en depósito, por así decirlo, o tal vez para pasarlo de contrabando al otro lado de una frontera.
—Nada mío en absoluto —sostuvo Mikkidu—. Tal vez había algunas telas para la otra dama... y, bueno, sólo tejidos, señor, y... ah, sí, unos rollos de cinta.
—¿Nada más que telas y cintas? —le aguijoneó el Ratonero—. Nada de telas convertidas en prendas de vestir, ¿verdad? ¿Como una blusa plateada de cierto material de encaje, por ejemplo?
Mikkidu negó con la
cabeza y
enarcó las cejas.
—Bien, bien —dijo el Ratonero con aire congraciador—. ¿Qué crees que ha ocurrido con ese cofre? Todavía debe de estar en el barco, a menos que alguien lo haya arrojado por encima de la borda. ¿O quizás lo robaron en Ombrulsk?
—Estoy seguro de que se encontraba a bordo cuando zarpamos —afirmó Mikkidu. Entonces frunció el ceño—. Es decir, creo que estaba. ¡Sus ataduras están en el lugar que ocupaba, sueltas sobre la cubierta!
—Bueno, me alegro de que hayas encontrado algo —dijo el Ratonero—. ¿En qué parte del barco crees que puede estar? Piensa, hombre, ¿dónde puede estar? —Recalcó sus palabras golpeando el cofre oculto ante el que estaba sentado.
Mikkidu meneó la
cabeza,
impotente. Su mirada erró por el camarote, más allá del Ratonero.
(«Tate —pensó el último—, ¿empieza a tener por fin un atisbo de lo que le ha ocurrido a su muchacha embarcada clandestinamente? ¿A quién pertenece ahora ese juguete? Esto podría llegar a ser bastante divertido.»)
La atención de su lugarteniente, momentáneamente confuso, volvió a centrarse en él cuando le hizo la siguiente pregunta:
—¿Qué han podido decirte tus hombres acerca del cofre desaparecido?
—Nada, señor. Estaban tan perplejos como yo. Estoy seguro de que no saben nada. Bueno, así lo creo.
—Humm. ¿Y qué han dicho los mingoles al respecto?
—Están de guardia, señor. Además, sólo responden a Ourph... o a ti mismo, naturalmente, señor.
(«Puedes confiar en un mingol —se dijo el Ratonero—, por lo menos cuando se trata de mantenerse en silencio.»)
—¿Qué me dices entonces de Skor? —inquirió—. ¿Sabía algo el hombre del capitán Fafhrd sobre el cofre que se ha esfumado?
Cierto resentimiento nubló la expresión de Mikkidu.
—El lugarteniente Skor no está bajo mi mando —replicó—. Además, tiene un sueño muy profundo.
Se oyeron dos fuertes golpes en la entrada de las escotillas.
—Adelante —dijo el Ratonero, irritado—, y la próxima vez no trates de romper el barco en pedazos.
El lugarteniente de Fafhrd asomó la cabeza de escaso pelo rojizo a través de la cortina y luego entró. Tuvo que agachar tanto la espalda como las rodillas para no golpearse la cabeza contra las vigas del techo.
(«También Fafhrd tiene que agacharse cuando ocupa su propio camarote —pensó el Ratonero—. Ah, los inconvenientes de la gran estatura.»)
Skor miró fríamente al Ratonero y reparó en la presencia de Mikkidu. Se había recortado la barba bermeja y parecía como si tuviera manchada la cara de rojo. Salvo por la nariz roja, se parecía bastante a Fafhrd cinco años más joven.
—¿Y bien? —inquirió perentoriamente el Ratonero.
—Perdona, capitán Ratonero —replicó el recién llegado—, pero me pediste que vigilara especialmente la carga estibada, ya que era el único que había hecho una larga travesía en el
Halcón Marino antes
de este viaje y conozco su comportamiento en distintas condiciones climáticas. Por ello creo que debo informarte de que un cofre de tejidos, creo que lo conoces, ha desaparecido de la carga en la proa. Sus ataduras están esparcidas alrededor, tanto las que lo mantenían cerrado como las que lo aseguraban en su sitio.
(«Aja —pensó el Ratonero—, también él es culpable y quiere ocultarlo mediante un rápido informe, aunque ya es tarde. No confíes nunca en una expresión imperturbable. ¡El lascivo villano!»)
—Ah, sí, el cofre desaparecido... precisamente estábamos hablando de él. ¿Cuándo crees que ha ocurrido? ¿En Ombrulsk?
Skor meneó la cabeza.
—Yo mismo comprobé anoche que estaba bien atado... y así seguía cuando el sueño cerró mis ojos a una legua de aquel puerto. Estoy seguro de que el cofre sigue en el
Halcón Marino.
(«¡Lo admite, el bribón insolente! —pensó el Ratonero—. Me extraña que no acuse a Mikkidu de haberlo robado. Tal vez todavía queda un poco de honor entre ladrones y feroces guerreros.»)
Y en voz alta dijo:
—A menos que haya sido arrojado por la borda, lo cual es una clara posibilidad, ¿no os parece? O quizás anoche nos abordaron piratas insonoros e invisibles mientras los dos roncabais y sólo se llevaron ese cofre. Aunque tampoco es desdeñable la posibilidad de que un diestro pulpo, deseoso de vestirse ricamente y con tentáculos hábiles en hacer y deshacer nudos...
Se interrumpió al observar que tanto Skor como Mikkidu tenían los ojos muy abiertos y las miradas fijas en algún punto más allá de él. Se volvió en su taburete. Ississi mostraba algo más por encima de la manta, una parte de la pálida frente y un ojo grande, verde, de pestañas plateadas, que miraba sin parpadear a través de su largo cabello de plata.
El Ratonero se volvió muy pausadamente y tras un vivo «¿Bien?» para llamar su atención, les preguntó en el tono más afable:
—¿Qué es lo que estáis mirando tan absortos?
—Oh..., nada en absoluto —tartamudeó Mikkidu, mientras Skor se limitó a cambiar la dirección de su mirada para fijarla en el Ratonero.
—¿Nada en absoluto? —dijo éste—. ¿Acaso no veis el cofre en algún lugar de este camarote? ¿No percibís ninguna pista sobre su disposición actual?
Mikkidu meneó la cabeza y Skor, al cabo de un momento, se encogió de hombros mientras miraba al Ratonero de una manera extraña.
—Bien, caballeros —dijo el Ratonero jovialmente—. He aquí en resumen lo que tenemos. Ambos decís que el cofre debe estar en algún lugar del barco. Así pues, ¡buscadlo! Registrad el
Halcón Marino
de arriba abajo. Un cofre de ese tamaño no puede esconderse en la bolsa de un marino. ¡Y afinad la vista, los dos! —Volvió a golpear el cofre cubierto por la tela—. Y ahora, ¡marchaos!
(Que me aspen si los dos no están enterados del asunto —pensó el Ratonero—. ¡Los perros tramposos! Y sin embargo... no estoy del todo satisfecho con eso.)
Cuando se marcharon (tras varias miradas hacia atrás titubeantes e inseguras), el Ratonero se tendió en el camastro y, posando las manos a cada lado de la muchacha, contempló sus ojos verdes, apoyándose sobre sus brazos rígidos. Le movió un poco la cabeza arriba, abajo y a los lados, y así le liberó todo el rostro de la manta y los ojos del velo de cabello sedoso, los cuales le miraron a su vez con expectación.
El Ratonero adoptó una expresión inquisitiva y movió rápidamente la cabeza hacia la escotilla a través de la cual habían salido los hombres. Luego la miró a ella del mismo modo. Le pareció extraño aquel empeño en no dirigirse a ella de palabra, sino por señas y órdenes gesticuladas. Tal vez ello se debía a que la esencia del poder estribaba en obtener la gratificación de los deseos sin necesidad de expresarlos, en hacer que otra persona le obedeciera en completo silencio, de modo que ningún dios podría alcanzar a oírle y enterarse. Sí, eso lo explicaba por lo menos en parte.
Así pues, la pregunta que le formuló fue un susurro casi inaudible, que ella sin duda comprendió por los movimientos de sus labios.
—¿Cómo llegaste realmente a bordo del
Halcón Marino?
Los ojos de la muchacha se ensancharon y, al cabo de un rato, sus bonitos labios empezaron a moverse, pero él tuvo que volver la cabeza y bajarla hasta que los labios húmedos y sedosos le rozaron la oreja mientras enunciaban, antes de que él pudiera entender claramente lo que decía, en el mismo bajo lankhmarés en que él, Mikkidu y Skor habían hablado, pero con un delicioso acento ceceante que era como un conjunto de siseos, jadeos y gorjeos. Él recordó que su aroma en el cofre le había provocado una intensa sensación de sexualidad, pero ahora era infinitamente florida, delicada e inocente.
—Yo era una princesa y vivía con el príncipe Mordroog, mi hermano, en un país lejano donde siempre era primavera —empezó a decirle—. Allí una influencia acuática filtraba toda la aspereza cíe los rayos del sol, de modo que éste no brillaba más que la luna plateada, las tormentas del invierno y las sequías del verano estaban domadas, y los vientos rugientes moderados hasta ser eternas brisas refrescantes, e incluso el fuego era fresco... en aquel país lejano.
«Toda puta cuenta la misma historia —pensó el Ratonero—. Todas eran princesas antes de dedicarse al oficio.» Sin embargo, siguió escuchando.
—Teníamos tesoros de oro más allá cíe lo imaginable —continuó diciendo la muchacha—, unicornios voladores y gatitos que nadaban eran mis animales domésticos, y nos servían ágiles compañías de silenciosos criados y nos defendían monstruos de voces suaves... el gran Acuchillador y el enorme Cogelotodo y el Embestidor Profundo, que era el más grande de todos.
«Pero entonces llegaron malos tiempos. Una noche, mientras nuestros guardianes dormían, nos robaron el tesoro y nuestro reino se volvió solitario, más lejano y más secreto todavía. Mi hermano y yo fuimos en busca de nuestro tesoro y de aliados, y durante esa búsqueda fui violada por audaces bribones que me llevaron a la vil Ombrulsk, donde llegué a conocer todo el mal que existe bajo el odioso sol.
«También esto es una parte familiar de la historia de toda furcia —se dijo el Ratonero—, la violación, la pérdida de la inocencia, la instrucción en todos los vicios.» Sin embargo, siguió escuchando el cosquilleante susurro de la muchacha.
—Pero sabía que algún día aparecería un hombre que reinaría sobre mí y me llevaría de regreso a mi reino y moraría conmigo, lleno de poder y gloria plateada, tras la recuperación de nuestros tesoros. Y entonces apareciste tú.
«Ah, ahora la apelación personal —pensó el Ratonero—. Es realmente muy familiar. Pero seguiré escuchándola. Me gusta la sensación de su lengua en mi oreja. Es como si fuese una flor y una abeja me succionara el néctar.»
—Cada día iba a tu barco y te miraba. No podía hacer nada más, por mucho que lo intentara. Y tú nunca me mirabas largo rato, aunque yo sabía que nuestros caminos se habían cruzado. Sabía que eras un hombre dominante y que me impondrías rigores y aflicciones al lado de los cuales los que sufrí en la terrible Ombrulsk no serían nada, y, sin embargo, no podía apartarme un solo instante ni desviar los ojos de ti y tu oscura nave. Y cuando comprendí que no repararías en mí ni actuarías de acuerdo con tus verdaderos sentimientos, o que ninguno de tus hombres me ofrecería un medio para seguirte, subí a bordo sin ser vista mientras todos estaban estibando la carga y tú les dabas órdenes.
(«Mentiras, mentiras, todo mentiras», pensó el Ratonero..., y siguió escuchando.)
—Me las arreglé para ocultarme moviéndome entre la carga. Pero cuando por fin zarpasteis y tus hombres dormían, sentí frío, la cubierta era dura, y me sentía muy mal. Pero no me atrevía aún a buscar tu camarote, o revelarme de otra manera, por temor a que hicieras virar la nave para devolverme a Ombrusk. Así pues, liberé gradualmente de sus ataduras un cofre de tejidos en el que me había fijado, trabajando como un ratón o una musaraña (los nudos eran duros, pero mis dedos son ágiles y fuertes cuando es necesario) hasta que pude meterme dentro y dormir en un lugar blando y cálido. Y entonces viniste a mí, y aquí estoy.
El Ratonero volvió la cabeza y miró los grandes ojos verdes de la muchacha, en los que unos destellos dorados se movían rítmicamente con el regular balanceo de la lámpara. Entonces aplicó por un instante un dedo a sus labios suaves y retiró la manta hasta revelar el tobillo atado por la cinta, y admiró el cuerpo menudo y hermoso. Se dijo que era bueno para un hombre tener siempre a su lado una mujer joven y bella... como un hermoso gato, sí, un gato joven, independiente pero aún con modales de cachorro. Era agradable escucharla desgranar mentiras como haría cualquier gato. («Está claro como el agua que debe de haber tenido ayuda para subir a bordo... Lo más probable es que tanto Skor como Mikkidu la hayan ayudado».) Pero no era conveniente hablarle demasiado, y lo más juicioso mantenerla bien atada. Uno podía confiar en la gente cuando estaba a buen recaudo, y no en otro caso, en absoluto. Ésa era la esencia del poder, atar a los demás, ¡tenerlo todo bien atado! Sostuvo hipnóticamente la mirada de la muchacha y extendió una mano para coger los trozos sueltos de cinta. Sería mejor atarle los tres otros miembros a los pies y la cabecera del camastro, no demasiado fuerte, pero no con las ataduras tan flojas que pudiera alcanzarse cada muñeca con la otra mano o con sus dientes perlinos. Así podría hacer una ronda de inspección por la cubierta, confiado en que a su regreso ella seguiría allí.