Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
Aquel montón de desmoronadas piedras carbonizadas todavía humeante era un mar de pequeñas órbitas, que revoloteaban aquí y allá como libélulas curiosas en tanto que los ojos de lejanos elfos observaban con atención hasta el último detalle de la magia del anciano mago que ahora había quedado al descubierto.
Mientras Elminster los observaba correr de un lado a otro y mirar con ligero interés, se fue dando cuenta poco a poco de nuevo de lo que lo rodeaba, y de quién era.
Dos Starym habían muerto allí, pero del tercero no se veía ni rastro. Los cuerpos de las dos hechiceras también se habían desvanecido; El deseó que la Srinshee se los hubiera llevado a lugar seguro para curarlas antes de que observadores menos amables las descubrieran.
Dos de los ojos flotantes de la ruinas del suelo se desviaron de improviso para mirar la misma cosa, como si ésta hubiera hecho algo para captar su atención. Elminster descendió en picado para echar una ojeada, lo que sobresaltó a varias de las otras órbitas parpadeantes.
Los dos ojos contemplaban la nada. O más bien miraban con fijeza algo borroso y retorcido, que daba vueltas en el aire y creaba nada.
Era un cono o espiral de hilillos humeantes que se movía entre las ruinas, hurgando en una estantería aquí, y en una pila de bloques derrumbados de piedra por allá. Allí donde hundía su extremo abierto, los objetos sólidos desaparecían, trasladados a toda velocidad a... otra parte.
El joven mago se acercó más para intentar averiguar qué era lo que desaparecía. Bloques de piedra, sí, pero sólo para abrir un camino entre los cascotes hacia el espacio situado más allá. Y en ese espacio... ¡magia! Un objeto aquí, un fragmento roto de un aparato allí, un atril más allá, un crisol justo aquí... La espiral de humo lo absorbía todo y se llevaba objetos que Mythanthar había usado para crear magia, o que contenían hechizos en su interior.
¿Era esto algo que Mythanthar en persona dirigía, para llevarse todo lo que pudiera rescatar antes de que otras manos cormanthianas se apoderaran de lo que él no podía defender por no estar allí? ¿O servía a otro amo?
Desde luego aquello parecía saber dónde podía encontrar magia. Elminster observó cómo se hundía por un revoltijo de largueros caídos —vigas del techo— en una esquina, en busca de lo que hubiera estado sobre la mesa situada debajo, y luego...
Revoloteó más cerca, para atisbar por entre los escombros y ver qué era lo que buscaba la espiral. Había...
De repente unos hilillos humeantes empezaron a arremolinarse alrededor de Elminster, y Faerun se retorcía entre ellos, alejándose a toda velocidad. El recolectador de magia debía de haber estado acechando bajo el borde de los cascotes que sobresalían, aguardando deliberadamente su aparición, y ahora todo giraba. Elminster lanzó un sonoro suspiro. ¿Adónde iba ahora?
Mystra
, llamó casi lastimero, al tiempo que daba volteretas sobre sí mismo para perderse en alguna otra parte cada vez más oscura,
¿cuándo se va a iniciar mi tarea? Y, por todas las estrellas que nos observan, ¿cuál ES?
Giró vertiginosamente durante mucho tiempo, hasta el punto de que casi olvidó lo que era la inmovilidad, y apenas podía recordar cómo era la luz. El pánico atenazó el corazón y los pensamientos de Elminster, y probó a gritar y sollozar, pero no pudo.
El remolino continuó incesante, por un vacío que se eternizaba, sin prestar atención a los gritos que intentaba emitir. Al vacío le importaba muy poco si el fantasma de un humano llamado Elminster estaba o no presente, silencioso o agitado.
El joven mago ni siquiera era merecedor de un poco de atención, y estaba impotente.
Sin embargo, si no podía hacer nada, ¿por qué preocuparse? Había luchado por el amor de una diosa, y lo había conocido, y su destino se encontraba ahora en manos de Mystra. Manos que sabía podían ser bondadosas, pues pertenecían a alguien demasiado inteligente para desechar una herramienta que todavía podía serle de gran utilidad.
Como si aquel pensamiento hubiera sido una señal, se produjo un repentino estallido de luz alrededor de Elminster, y con él una explosión de colores. La jaula de humo en la que se movía viró en dirección a una zona azul, y la atravesó a toda velocidad para encaminarse hacia un horizonte más claro y brillante. ¿Se estaba elevando? Así lo parecía, mientras centelleaba por entre nubes de neblina azulada hasta...
Una estancia que no había visto nunca, con un reluciente suelo de mármol negro, altas paredes y techo abovedado. La sala de lanzamiento de conjuros de un mago, y en su interior un mago elfo, que flotaba erguido, delgado y elegante, las pálidas manos de largos dedos moviéndose con gestos casi perezosos.
Un mago enmascarado, cuyos ojos centellearon sorprendidos ante la repentina aparición de Elminster.
El vórtice de hilillos humeantes hacía ya girar al joven mago por la sala, hasta donde flotaba una esfera de brillante luz blanca, que desprendía vapores como si llorara.
El mago contempló cómo El giraba sobre sí mismo impotente cruzando la habitación y se zambullía en la esfera, al tiempo que los hilillos de humo se fundían con la materia de ésta para dejar al humano aprisionado en su interior. El príncipe de Athalantar intentó escurrirse al exterior lanzándose contra la curvada pared de la esfera, pero era sólida como la roca, y su intentona se limitó a hacerle describir una voltereta alrededor del curvo interior.
Se detuvo suavemente de cara al origen de una brillante luz en el exterior del globo: el mago enmascarado se aproximaba por el aire, con la cabeza ladeada en evidente muestra de curiosidad.
—¿Qué tenemos aquí? —inquirió el anónimo elfo con tono indiferente—. ¿Un humano no muerto? ¿O algo más interesante?
Elminster asintió en solemne saludo, de igual a igual, pero no dijo nada.
La máscara parecía ceñirse a la piel alrededor de los ojos del mago, para moverse y doblarse con ella. Por debajo, una ceja arrogante se enarcó divertida.
—Requiero una cosa de toda criatura pensante con la que me tropiezo: su nombre —explicó el elfo categórico—. A los que se me resisten, los destruyo. Elige con rapidez, o seré yo quien elija por ti.
—Mi nombre no es ningún valioso secreto —respondió El, encogiéndose de hombros, y su voz pareció retumbar en la cámara. Aquí, al menos, se lo podía oír a la perfección—. Soy Elminster Aumar, un príncipe en el territorio humano de Athalantar, y el Ungido me nombró hace poco
armathor
de Cormanthor. Hago magia. Al mismo tiempo, parezco poseer un gran talento para desquiciar a los elfos con los que me encuentro.
El mago dedicó a Elminster una fría sonrisa y asintió con la cabeza.
—¿De veras? ¿Es voluntario tu estado actual? ¿Resulta conveniente para espiar los secretos de la magia elfa, quizá?
—No —respondió él afable—, y no en particular.
—¿Cómo es, pues, que te encontrabas en el hogar en ruinas del famoso mago elfo Mythanthar? ¿Has trabajado con él?
—No. Tampoco estoy al servicio de ningún hechicero de Cormanthor. —Elminster dudó que aquel mago enmascarado considerara al Ungido un hechicero, y a la Srinshee una «hechicera».
—No estoy acostumbrado a preguntar dos veces la misma cosa, y te encuentras por completo en mi poder. —El enmascarado se aproximó unos centímetros más.
—¿Y qué poder es ése? —Elminster enarcó una ceja—. Nombre por nombre es la costumbre entre el Pueblo al igual que en los asuntos de los hombres.
El mago pareció sonreír... casi.
—Puedes llamarme el Enmascarado. No vuelvas a hablar si no es en respuesta a mis preguntas, o te convertiré en polvo anónimo para siempre.
—La respuesta es, me temo tan poco reveladora como tu nombre —replicó el joven—. Simple curiosidad fue lo que me llevó hasta allí, junto con la mitad de los elfos de Cormanthor, por lo que parece, pues puede decirse que nadé entre ojos inquisidores.
El mago sí sonrió en esta ocasión.
—¿Qué fue lo que atrajo tu curiosa atención hacia ese paraje?
—La belleza de dos hechiceras —contestó él—. Quería ver adónde se dirigían, y tal vez averiguar sus nombres y dónde vivían.
—¿De modo que consideras a las elfas como compañeras apropiadas para los humanos? —El Enmascarado lucía ahora una sonrisa glacial.
—Jamás he considerado esa cuestión —repuso Elminster tranquilamente—. Como a la mayoría de los hombres, me atrae la belleza allí donde la encuentro. Como muchos elfos, no veo ningún mal en contemplar lo que no puedo tener, o el lugar en el que no oso aventurarme.
—Muchos cormanthianos considerarían esta sala en la que te encuentras como un lugar en el que no osarían aventurarse —comentó el otro, con un leve cabeceo—. Y con mucha razón: introducirse aquí les costaría la vida.
—¿Y has llegado ya a una conclusión sobre mi intrusión aquí? —preguntó El con calma—. ¿O ya habías tomado tal decisión cuando me «cosechaste»?
—Podría destruirte con facilidad —dijo el mago elfo, con un encogimiento de hombros—. Como fantasma visible no tienes otro valor para mí que el de espía o heraldo... alguien que se elimina rápidamente con los hechizos adecuados. Como hombre completo, no obstante, podrías ser útil.
—¿Como agente por voluntad propia, o como víctima?
La fina boca del Enmascarado se tensó aun más.
—No estoy acostumbrado a una excesiva impertinencia ni siquiera en mis rivales, humano, y mucho menos en aprendices.
El silencio flotó sobre ellos durante un buen rato. Un rato muy largo.
¿Y bien, Mystra?
La silenciosa súplica en solicitud de guía se vio instantáneamente recompensada con una imagen de Elminster asintiendo en esta misma habitación, mientras el mago enmascarado le mostraba algo. Muy bien.
—¿Aprendices? —inquirió el joven, un instante antes de que su vacilación pudiera resultar excesiva y fatídicamente larga—. ¿Estaría en lo cierto si percibiera una muy generosa oferta..., maestro?
—Lo estarías —sonrió el Enmascarado—. ¿Debo entender que aceptas?
—Así es. Todavía tengo mucho que aprender sobre la magia, y en ese aprendizaje me gustaría tener la guía de alguien a quien pueda respetar.
El mago elfo no respondió, y la sonrisa desapareció, pero algo en él pareció irradiar satisfacción mientras daba media vuelta.
—Son necesarios ciertos hechizos agotadores para conseguir tu vuelta a tu aspecto físico normal —manifestó el Enmascarado por encima del hombro, al tiempo que se encaminaba a una pared, la tocaba, y contemplaba cómo una manchada y desvencijada mesa de trabajo salía flotando de la repentina oscuridad que había aparecido detrás de la pared.
Sus manos se movieron veloces a un lado y a otro entre las vasijas y recipientes que la llenaban.
—Permanece tranquilo y en silencio, hasta que te vuelva a pedir que te muevas —ordenó, volviéndose con un huevo salpicado de manchas púrpura y una llave de plata en la mano—. Los conjuros que voy a lanzar darán la impresión de no hacer efecto; se apoderarán de la esfera, y sólo llegarán hasta ti cuando yo haga desaparecer el campo de fuerza que ahora te rodea.
Elminster asintió, y el mago empezó a crear su magia, colocando tres pequeños encantamientos totalmente desconocidos sobre la esfera antes de embarcarse en el primer conjuro del que El pudo imaginar el propósito. Esferas como ésta en la que flotaba el joven parecían ser el modo en que los magos elfos combinaban diferentes magias para que actuaran juntas sobre un único objetivo o centro de interés.
El Enmascarado pronunció con calma una única palabra desconocida, y la esfera se incendió.
El se retorció ligeramente cuando el calor llegó hasta su cuerpo. El hechicero elfo tejía ya una nueva magia cuando las llamas comenzaron a reducirse, chisporrotearon, y luego, bruscamente, se apagaron, para dejar una columna de humo ascendiendo hacia la oscuridad del techo.
Cuando el elfo se volvió de nuevo hacia la esfera, torció un dedo como un arpista al pulsar una cuerda, y el humo se inclinó de repente hacia él. El mago hizo girar aquella mano despacio, como si dirigiera a unos músicos invisibles, y el hilillo de humo serpenteó alrededor de la esfera, hasta adoptar las familiares curvas de la espiral.
Elminster observaba, fascinado, cómo el elfo enmascarado danzaba y se balanceaba mientras creaba otro nuevo hechizo, algo que hizo brotar de la nada una tenue música que acompañó al alto y elegante cuerpo mientras se columpiaba a un lado y a otro.
—Nassabrath —pronunció el mago de improviso, deteniéndose y arrodillándose. Alzó la mano izquierda frente a su rostro, los dedos hacia arriba y la palma hacia adentro, y de la punta de cada dedo brotaron relámpagos diminutos que culebrearon y cayeron sobre la esfera casi con indiferente apatía. Mientras contemplaba su lento avance, Elminster volvió a invocar a Mystra.
Una visión apareció en su mente, tan brillante y repentina como si alguien hubiera descorrido una cortina. Estaba desnudo en el bosque, el rostro transido de dolor, y cubierto de rasguños y arañazos producidos por zarzas. O, más bien, estaba casi desnudo: en las muñecas y tobillos llevaba refulgentes manillas, sujetas a cadenas que se alzaban en el aire para volverse invisibles a pocos centímetros de sus extremidades. Los eslabones ardían con los mismos relámpagos diminutos que se arrastraban hacia la esfera en la que estaba encerrado, justo en aquellos instantes. El Enmascarado avanzó de repente por el fondo de la escena a grandes pasos, realizando un impaciente gesto de llamada de un modo casi distraído mientras seguía su camino a toda prisa.
Las cadenas tiraron violentamente de Elminster, al que obligaron a seguir a su maestro. Pasaron entre árboles durante un buen rato, moviéndose a trompicones, hasta que El fue a parar con un violento golpe contra una roca que sobresalía. El elfo lo dejó allí mientras se inclinaba a examinar cierta planta, y la visión pasó rápidamente a mostrar a Elminster posando la mano plana sobre una piedra, mientras musitaba el nombre de Mystra y se concentraba en un símbolo concreto: un ideograma desconocido y complejo de brillantes curvas doradas que flotó en la mente de El y se incendió, como si lo marcaran a fuego en su memoria.
En la escena, el cuerpo desnudo de Elminster cambiaba, arqueándose fuera de la roca mientras se ondulaba para adquirir las suaves y rotundas curvas de una mujer, una figura que había adoptado en una ocasión al servicio de Mystra. Entonces había sido «Elmara», y fue Elmara quien se apartó de la piedra, las cadenas desaparecidas, e inició un veloz conjuro al tiempo que el Enmascarado se erguía y giraba en redondo, el rostro deformado por la sorpresa y el miedo; un rostro que desapareció casi de inmediato en el rayo de fuego esmeralda que Elmara le lanzó. Las verdes llamaradas fluyeron y salpicaron su mente, y la escena se desvaneció.