Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
Cuando el maestro hablaba de aquel modo, uno no vacilaba ni discutía. Elminster se tumbó boca abajo sobre el polvo.
Una vez allí, notó el gélido contacto de las puntas de los dedos del hechicero sobre su nuca; aquellos dedos únicamente estaban tan fríos cuando deslizaban un hechizo al interior de su mente, penetrando a hurtadillas sin necesidad de estudio o instrucción o...
¡Dioses! Esta magia podía alimentar cualquier hechizo que ya se poseyera, doblando sus efectos o creando un duplicado de éste. Para hacerlo, absorbía la energía vital... de un árbol.
O un ser racional.
Y era tan simple... Había que ser un mago muy competente, pero la activación era odiosamente fácil, y dejaba una estela de total destrucción a su paso. ¿Y los elfos habían creado esto?
—¿Cuándo podría atreverme a utilizar esto? —inquirió El con el musgo bajo la nariz.
—En una emergencia —repuso el maestro con calma—, cuando tu vida... o el reino o la propiedad que defendieras estuviera en un terrible peligro. Cuando todo lo demás está perdido, lo único inmoral es evitar hacer algo que uno sabe que puede ayudar a su causa. Éste es el hechizo que hay que usar.
Elminster estuvo a punto de volver la cabeza para mirar al enmascarado elfo. Su voz, por primera vez en veinte años, había sonado ansiosa, casi ávida.
«Mystra —pensó El—, le encanta la idea de aplastar por completo al enemigo, ¡sin importar el precio!»
—No creo, maestro, que pueda nunca confiar lo suficiente en mi propio juicio para usar este hechizo tranquilamente —dijo El despacio.
—Con tranquilidad no; ningún ser que piense o se preocupe lo haría, sabiendo lo que esta magia puede hacer. Sin embargo, puedes aprender a usarlo. Para eso es para lo que estás aquí. En pie, ahora.
—¿Voy a practicar? —Elminster se incorporó.
—En cierto modo, sí. Lanzarás el hechizo contra un enemigo de Cormanthor. Por decreto del Ungido, este conjuro sólo puede usarse en defensa directa del reino o de un elfo decano en peligro.
Elminster contempló con fijeza la omnipresente máscara mágica que su maestro llevaba, preguntándose quizá por millonésima vez cuáles eran sus auténticos poderes; y con qué se encontraría debajo, si algún día se atrevía a arrancársela.
Como si tal idea hubiera cruzado por la mente del elfo, el mago retrocedió presuroso y dijo:
—Acabas de ver cómo nuestra telaraña de hechizos ha destruido una casa importante. Era la residencia utilizada por ciertos conspiradores del reino que desean que comerciemos con la escoria. Están tan ansiosos por obtener las riquezas e importancia que los seres oscuros han prometido que manarán sobre ellos que nos entregarán a todos como vasallos de alguna matrona de Allá Abajo.
—Pero seguramente... —empezó Elminster, y enseguida calló. Nada era seguro en este relato más allá del hecho de que su maestro mentía. Eso al menos Mystra se lo había revelado en el prado. Ahora era capaz de detectar cuándo la fina y fría voz del hechicero elfo se alejaba de la verdad.
Lo estaba haciendo con casi cada una de sus palabras.
—Pronto —continuó el Enmascarado—, nos transportaré a ambos a un lugar que está específicamente protegido contra mí. Es un lugar en el que sólo puedo penetrar si me abro paso haciendo estallar sus escudos, lo que alertaría a todos los del interior sobre mi llegada y me obligaría a malgastar mucha de mi magia. —El afilado dedo del hechicero se estiró para señalar a su ayudante—. Tú, en cambio, puedes entrar tranquilamente. Mi magia colocará a un orco encadenado a tu lado... un despiadado saqueador de poblados humanos y elfos que capturamos mientras asaba bebés elfos en espetones para su cena. Absorberás toda su energía para alimentar tu hechizo, y luego arrojarás tu armazón antimagia, aumentada por este conjuro tanto en su alcance como eficacia, desde luego, contra la casa ante la que te encontrarás. Entonces llamaré en mi ayuda a unos cuantos
armathor
leales con las espadas listas, y lo habremos conseguido. Los traidores habrán muerto, y Cormanthor estará a salvo durante algún tiempo más. Con esa acción bajo el cinto, deberías estar ya listo para presentarte finalmente ante el Ungido.
—¿El Ungido? —Elminster sintió casi tanta excitación como la que expresó en su exclamación. Resultaría muy agradable, realmente, volver a ver al anciano lord Eltargrim. No obstante, aquello no consiguió alejar la sensación de inquietud que le producía todo el plan. ¿A quién mataría en realidad?
—Hay un mago en la casa que atacarás —añadió el Enmascarado despacio, percibiendo la expresión de desagrado de su rostro—, y uno muy capaz, la verdad. Aun así, espero que un aprendiz mío se enfrentará a auténticos enemigos con la misma bravura con que transformamos hongos venenosos y conjuramos luz en los lugares oscuros. El verdadero mago jamás se permite sentir temor de la magia cuando la utiliza.
El mago inteligente, se dijo Elminster, recordando las palabras de Mystra, finge no saber nada en absoluto sobre la magia.
Luego, con ironía añadió el corolario: Cuando adquiera auténtica sabiduría, sabrá que en realidad no fingía.
—¿Estás listo, Elminster? —preguntó entonces su maestro, con toda tranquilidad—. ¿Estás listo para llevar a cabo una misión importante, por fin?
¿Mystra?
, inquirió él mentalmente. Al instante una visión apareció en su mente: el Enmascarado lo señalaba con un dedo, tal y como había hecho hacía un momento; en esta ocasión, en la visión, El sonreía y asentía con entusiasmo. Bueno, quedaba bastante claro lo que debía hacer.
—Lo estoy —contestó, sonriente y asintiendo con entusiasmo.
La careta no ocultó la lenta sonrisa que apareció en el rostro de su maestro.
—Entonces, pongámonos en marcha —murmuró el elfo. Realizó un único gesto en dirección a El, y el mundo se desvaneció en un remolino de humo.
Cuando el humo se alejó describiendo una curva para permitir que el mago humano volviera a ver con claridad, se encontraban los dos en un valle arbolado. Se trataba sin duda de Cormanthor, por el aspecto de los árboles y el modo en que el sol brillaba en lo alto. Estaban en un pequeño montículo con un pozo junto a ellos, y, frente a una pequeña depresión que contenía un jardín, se alzaba una casa baja de distribución irregular hecha de árboles unidos por estancias de madera de techo bajo. De no haber sido por las ventanas ovales visibles en los troncos de los árboles, podría haber sido una vivienda humana en lugar de una residencia elfa.
—Ataca con rapidez —murmuró el Enmascarado al oído de Elminster, y desapareció. El aire en el punto en el que había estado empezó a girar y a rielar. En un instante, un orco apareció a su lado, envuelto en un pesado yugo de cadenas. Lo contemplaba con fijeza, los ojos suplicantes, mientras intentaba frenéticamente decir algo desde la gruesa mordaza dispuesta dentro y alrededor de sus mandíbulas. Todo lo que consiguió emitir fue un ahogado y agudo lloriqueo.
Un devorador de criaturas y un saqueador, ¿no? Elminster apretó los labios con repugnancia ante lo que tenía que hacer, y extendió la mano para tocar al orco sin una vacilación. El Enmascarado sin duda observaba.
Puso en marcha el hechizo, girándose para estirar una mano extendida en dirección a la casa, y colocar su antimagia por toda ella, obligándola a buscar incluso en el interior de los sótanos más profundos, y cubrir incluso la más poderosa de las magias capaces de sacudir reinos. Que aquel edificio quedara muerto para toda magia, en tanto que su energía permaneciera.
Los gimoteos del orco se convirtieron en un gemido desesperado; la luz de sus ojos parpadeó y se apagó, y la criatura se dobló lentamente por las rodillas y cayó al suelo; El tuvo que apartarse rápidamente cuando la masa encadenada que era su cuerpo rodó bajo sus pies.
El aire volvió a iluminarse, a poca distancia; alzó los ojos y se encontró con once guerreros elfos cubiertos con relucientes armaduras de cuello alto que salían a la carrera de un desgarrón en el aire. Ninguno de ellos llevaba yelmo, pero todos blandían espadas largas, armas hechizadas que parpadeaban con magia viva y febril. No dedicaron ni una mirada a El ni a lo que los rodeaba, sino que se abalanzaron sobre la casa, descargando las espadas contra postigos y puertas. Cuando las armas franquearon aquellas barreras y los elfos se lanzaron al interior, el resplandor que recorría las armas y armaduras se apagó. Del interior surgieron gritos ahogados y el metálico entrechocar del metal.
Con una repentina sensación de náusea, Elminster bajó la mirada de nuevo hacia el orco y lanzó una exclamación de horror.
Mientras caía de rodillas y extendía las manos para tocarlo y asegurarse, sintió como si Faerun se desgarrara en una enorme sima a su alrededor. Las cadenas colgaban inmóviles y fláccidas alrededor de una figura menuda y esbelta.
Una figura muy familiar, que colgaba sin vida entre sus manos mientras le daba la vuelta. Los ojos de Nacacia, todavía muy abiertos en entristecida y vana súplica, lo contemplaron, oscuros y vacíos. Ahora permanecerían así para siempre.
Temblando, El tocó la cruel mordaza que todavía ocupaba su suave boca, y entonces ya no pudo reprimir las lágrimas. Ni siquiera se dio cuenta de que el remolino de humo regresaba para llevarlo con él.
En los relatos e informes de los humanos, la Corte de Cormanthor aparece descrita como una gigantesca sala reluciente repleta de maravillas mágicas, en la que elfos ataviados con lujosas vestiduras deambulaban discretamente de un lado a otro en medio del no va más de la altanería y el decoro. Así sucedía, la mayor parte del tiempo, pero cierto día del Año de las Estrellas Planeantes resultó sin lugar a dudas una memorable —y notable— excepción.
Antarn el Sabio
Historia de los grandes archimagos de Faerun
,
publicado aproximadamente el Año del Báculo
—¡Esperad! —gritó el Enmascarado, y se produjo una algarabía de voces sobresaltadas por todas partes—. ¡Traigo a un criminal ante la justicia!
—La verdad —dijo alguien con severidad—, existe algún...
—Calmaos, lady Aelieyeeva —intervino una voz solemne pero austera que El conocía—. Seguiremos con nuestro asunto más tarde. El humano es alguien a quien nombré
armathor
del reino; esta cuestión exige justicia.
Elminster parpadeó y levantó los ojos hacia el trono del Ungido, que flotaba sobre el Estanque del Recuerdo. Lord Eltargrim estaba inclinado al frente en el interior de su esplendorosa arcada, y elfos ataviados con magníficos ropajes se deslizaban presurosos a un lado para dejar libre la lisa superficie vítrea entre el humano y el gobernante de Cormanthor.
—¿Reconocéis al humano, venerado señor? —inquirió el Enmascarado, y su voz gélida resonó en todos los rincones de la enorme Sala de la Corte en la repentina quietud.
—Así es —respondió éste despacio, con un dejo de tristeza en la voz. Apartó la mirada de Elminster para fijarla en el enmascarado elfo, y añadió—: Pero no os reconozco a vos.
El hechicero alzó lentamente la mano y retiró la máscara de su rostro. No tuvo que desatarla o retirar ninguna cinta de su frente, sino que se limitó a despegarla como si fuera una piel. Elminster alzó los ojos hacia él, para contemplar aquel rostro apuesto e impasible por vez primera en veinte años: una cara que ya había visto antes.
—Soy Llombaerth Starym, lord portavoz de mi familia —se presentó el elfo que había sido el maestro de Elminster—. Acuso a este humano, mi aprendiz, Elminster Aumar, nombrado
armathor
del reino por vos mismo en esta sala, hace veinte años, de asesino y traidor.
—¿Cómo es eso?
—Venerado señor, pensé en enseñarle el hechizo que sofoca la vida, para que pudiera defender Cormanthor, y de este modo poder ser presentado ante vos como un gran mago del reino. Pero, una vez aprendido, lo usó sin dilación para matar a mi otro aprendiz, la medio hermana que yace a su lado ahora, todavía con las cadenas que él utilizó para inmovilizarla, y para acabar con uno de los más relevantes magos del reino: Mythanthar, al que cubrió con un aniquilador de magia, para que nuestro sabio y anciano mago no pudiera defenderse de las espadas de los drows con los que este humano estaba conchabado.
—¿Inferiores? —Entre los cortesanos dispuestos a ambos lados del largo y cristalino suelo de la sala el grito fue casi un alarido.
—Temen que la creación de un Mythal obstaculice sus planes para invadirnos desde allá abajo —siguió Llombaerth Starym asintiendo con tristeza—. Entrado el verano, según sospecho.
Se produjo un momento de atónito silencio, y enseguida se alzaron voces excitadas por doquier; por entre las lágrimas que se esforzaba por dominar, El vio cómo el Ungido miraba al otro extremo de la estancia y hacía un gesto.
Resonó un agudo tañido, como de innumerables arpas pulsadas a la vez, y la voz insistente y amplificada mediante la magia de la lady heraldo retumbó por la larga y amplia Sala de la Corte.
—Orden y silencio, damas y caballeros. Guarden todos silencio otra vez.
La calma tardó en regresar; pero, cuando los
armathor
abandonaron sus puestos ante las puertas de la corte y empezaron a recorrer con paso decidido las filas de cortesanos, el silencio volvió a hacer su aparición. Un silencio tenso y lúgubre.
El mago Starym volvió a ponerse la careta, que se pegó a su rostro en cuanto la acercó a él.
El Ungido se levantó del trono, los blancos ropajes relucientes, y se quedó flotando en el aire, la mirada fija en Elminster.
—Se ha pedido justicia; el reino la tendrá. Sin embargo, en cuestiones entre magos siempre han existido muchos conflictos, y quisiera saber la verdad antes de dar mi veredicto. ¿Vive todavía la semielfa?
Elminster abrió la boca para hablar, pero el Enmascarado se le adelantó:
—No.
—En ese caso debo recurrir a la Srinshee, que puede hablar con los difuntos —manifestó lord Eltargrim con solemnidad—. Hasta su lle...
—¡Aguardad! —lo interrumpió veloz el Enmascarado—. ¡Venerado señor, eso no sería nada prudente! Este humano no podría haber entrado en contacto con los drows sin la ayuda de ciudadanos de Cormanthor, y todos aquí conocemos la larga serie de reveses que Mythanthar sufrió en sus labores para moldear un Mythal. ¡Uno de los traidores con poder suficiente para trabajar contra el sabio anciano sin ser detectado, y negociar con los seres oscuros y sobrevivir, es lady Oluevaera Estelda!