Elminster en Myth Drannor (42 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Nacacia. «¡Ah, abandona mis pensamientos por un momento, déjame en paz!» Pero no...

La joven era una semielfa, que había aparecido en la torre como una criatura abandonada de ojos brillantes, acurrucada en los brazos del Enmascarado, si bien El sospechaba que el hechicero había atacado el pueblo donde ella vivía.

Despierta y chispeante, poseedora de un carácter travieso que el Enmascarado había domeñado con sortilegios de azotainas y transformaciones en sapo o lombriz, y con una naturaleza alegre que parecía resistir todo lo que el hechicero hiciera, Nacacia se había convertido rápidamente en una belleza.

Tenía unos cabellos castaños que descendían por debajo de la parte posterior de sus rodillas en una espesa cascada, y una espalda y hombros dotados de una musculatura sorprendente; desde donde había estado encaramado en la telaraña por encima de ella, El había admirado la profunda y sinuosa línea de su columna vertebral. Los ojos enormes, la sonrisa y las mejillas poseían la clásica belleza de su sangre elfa, y su cintura era tan fina que casi parecía la de una muñeca.

Su maestro le permitía llevar los calzones negros y el chaleco propios de un ladrón, y que se dejara crecer el pelo. Incluso le enseñó los hechizos para animarlo de modo que lo acariciara, cuando se la llevaba a sus aposentos por la noche y dejaba a Elminster hecho una furia en el exterior.

Ella nunca le contaba lo que sucedía en el dormitorio cerrado con conjuros, excepto para decir que su maestro jamás se quitaba la máscara. En una ocasión, al despertar de una pesadilla aterradora, la joven balbuceó algo sobre «tentáculos blandos y terribles».

El Enmascarado no sólo jamás se quitaba la careta, sino que nunca dormía. Hasta donde Elminster sabía, carecía de amigos y parientes, y ningún cormanthiano iba nunca a visitarlo, por ningún motivo. Pasaba el día creando magia, ejecutando magia, y enseñando magia a sus dos aprendices. En ocasiones los trataba casi como amigos, aunque nunca revelaba nada sobre sí mismo; otras veces, eran claramente sus esclavos. La mayor parte de las veces trabajaban como siervos, juntos. En realidad, parecía como si el enmascarado mago casi provocara a sus dos aprendices con su mutua compañía, al lanzarlos a la realización de tareas sucias y resbaladizas medio desnudos para que se ayudaran mutuamente a levantar, clasificar o limpiar. Pero siempre que intentaban tocarse, aunque fuera para darse ánimos o consuelo con toda inocencia, él los castigaba con todo rigor.

Estos dolorosos castigos eran muchos y variados, pero el favorito del maestro para sus aprendices era paralizar el cuerpo sin ropas del bellaco con hechizos y colocar sobre él sanguijuelas de ácido para que se alimentaran. Las lentas criaturas relucientes excretaban una baba abrasadora mientras se arrastraban por la piel, o se introducían perezosamente en su interior. El Enmascarado ponía siempre buen cuidado en suspender sus hechizos a tiempo de mantener con vida a sus ayudantes, pero Elminster podía dar fe de que existían pocas cosas en Faerun tan dolorosas como tener a una criatura semejante a una babosa abriéndose paso muy despacio hacia los pulmones, estómago o intestinos.

De todos modos, El había aprendido a respetar al Enmascarado durante los veinte años pasados estudiando compleja y entretejida magia elfa. El mago era un meticuloso creador de hechizos y un conjurador elegante, que no dejaba nada a la casualidad, siempre preveía todo, y nunca parecía sorprenderse. Poseía una comprensión instintiva de la magia, y podía modificar, combinar o improvisar hechizos con una facilidad casi prodigiosa y sin vacilaciones. Además, nunca olvidaba dónde había puesto algo, por trivial que fuera, y se mantenía siempre bajo un férreo control, sin demostrar cansancio, soledad o la necesidad de confiar en alguien. Incluso sus arranques de mal genio casi parecían planeados y preparados de antemano.

Por otra parte, tras veinte años de intenso contacto, Elminster seguía sin saber quién era el mago. Un miembro masculino de una de las viejas y orgullosas familias, sin duda, y —a juzgar por los puntos de vista que evidentemente sostenía— no era probable que figurase entre los cormanthianos más ancianos. El Enmascarado tejía y proyectaba un falso cuerpo de sí mismo a menudo, al cual dirigía en actividades que tenían lugar en otro lugar con parte de su mente, en tanto que dedicaba una porción del resto a instruir a Elminster.

Al principio, el último príncipe de Athalantar se había sentido asombrado por los poderosos hechizos que el anónimo mago elfo le había permitido aprender. Pero, al fin y al cabo, ¿por qué debía preocuparse el Enmascarado, si podía imponer obediencia instantánea al cuerpo que había concedido a su aprendiz humano? Elminster sospechaba que él y Nacacia eran de los pocos aprendices cormanthianos que nunca abandonaban la residencia de su maestro, y con toda probabilidad los únicos por cuyas venas no corría auténtica sangre elfa, a los que además nunca se les había enseñado cómo crear sus propios mantos defensivos.

En ocasiones El pensaba en sus tumultuosos primeros días de estancia en Cormanthor, y se preguntaba si la Srinshee y el Ungido lo creían muerto, o si les preocupaba en realidad qué había sido de él. La mayoría de las veces se preguntaba qué habría sido de la dama elfa Symrustar, a la que había dejado arrastrándose por los bosques, al no haber sido capaz de defenderla o de conseguir siquiera que advirtiera su presencia. ¿Y qué había pasado con Mythanthar, y su sueño del Mythal? Seguramente su maestro lo habría mencionado si se hubiera tejido tan espectacular manto gigantesco, y la ciudad hubiese quedado abierta a todas las razas; pero, al fin y al cabo, ¿por qué tendría que contar noticias del mundo situado fuera de su torre a dos aprendices a los que mantenía como virtuales prisioneros?

Últimamente, incluso la minuciosa enseñanza de la magia se había detenido, ya que el Enmascarado permanecía ausente de la torre más a menudo, o encerrado en aposentos sellados con conjuros para observar a distancia acontecimientos que tenían lugar en otros sitios. Día tras día durante ese último invierno, había dejado solos a sus aprendices para que se alimentasen por sí mismos y siguieran una escueta lista de tareas que aparecía escrita con letras de fuego sobre una pared concreta: trabajos monótonos, y la realización de pequeños hechizos para conservar la torre del maestro limpia, bien ordenada y con su estructura reforzada. Aun así, el mago mantenía su vigilancia sobre ellos; exploraciones no autorizadas de la torre, o una intimidad excesiva entre ellos, provocaban la repentina aparición de veloces y violentos hechizos punitivos. Sólo veinte días antes, Nacacia acababa de depositar un beso en el hombro de Elminster al pasar por su lado, cuando un látigo invisible le azotó labios y rostro hasta convertirlos en ensangrentados jirones, desafiando los frenéticos intentos de El para disiparlo mientras ella retrocedía tambaleante entre alaridos de dolor. A la mañana siguiente, la muchacha despertó totalmente curada; pero le había crecido una hilera de afiladas espinas alrededor de la boca que impedía cualquier beso. Transcurrieron más de diez días antes de que se desvanecieran.

En la actualidad, cada vez que el enmascarado mago realizaba una de sus raras apariciones en los aposentos donde ellos residían, era para solicitarles ayuda mágica, por lo general para absorber sus energías vitales con destino a un arcano —y no explicado— hechizo con el que experimentaba, o para que lo ayudaran a crear una telaraña de hechizos.

Como aquella en la que trabajaban ahora. Se trataba de unas construcciones increíbles, relucientes redes o jaulas entrelazadas de refulgentes líneas de energía por las que se podía andar como si se deambulara sobre una ancha viga de madera, sin importar si se estaba cabeza abajo, o se avanzaba totalmente inclinado a un lado. Se podían lanzar múltiples hechizos al interior del brillante tejido de estas jaulas, dispuestos en lugares concretos y por motivos específicos, de modo que, al hacer que la telaraña se derrumbase, se produciría la liberación de un hechizo tras otro en dirección a objetivos prefijados, en un orden preestablecido.

Su maestro raras veces revelaba las diferentes magias que había colocado en una telaraña antes de que su detonación pusiera al descubierto lo que realmente contenían, y no había enseñado nunca a ninguno de sus aprendices cómo iniciar tal telaraña. Elminster y Nacacia ni siquiera conocían el propósito básico de la mayoría de las telarañas en que trabajaban; el príncipe de Athalantar sospechaba que el Enmascarado recurría a la ayuda de sus ignorantes aprendices con el simple objetivo de permanecer oculto, de modo que los conjuros que derribaban a un rival lejano no dejaran pista alguna sobre quién se encontraba tras ellos.

El elfo se volvió entonces, los ojos centelleantes bajo la careta que jamás se quitaba.

—Elminster, ven aquí —ordenó con frialdad, indicando un punto concreto de la telaraña con un dedo—. Hemos de tejer muerte, juntos.

18
En la telaraña

Finalmente llega un día en que incluso el más paciente y riguroso de los traidores intrigantes se torna impaciente, y se lanza a la traición a cara descubierta. A partir de ese momento, deberá enfrentarse al mundo tal y como es, de acuerdo con sus reacciones hacia él, y no tal y como lo ve o desea que sea en sus intrigas y sueños. Es en este punto cuando muchas traiciones salen mal.

No obstante, el hechicero conocido como el Enmascarado no era un traidor corriente, si es que se puede hablar de tal cosa. El historiador de Cormanthor que retroceda lo suficiente en el tiempo puede hacerlo, pues encontrará muchas traiciones corrientes; pero ésta no era una de ellas. Ésta era de aquellas que dan pie a las gimoteantes baladas sobre el destino.

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Elminster sacudió la cabeza para intentar eliminar el cansancio mental; había estado tejiendo hechizos con otra mente mucho más fría durante demasiado tiempo, y casi se tambaleó en la telaraña que zumbaba pacientemente.

—Despéjate de una vez —ordenó en su oído la fina y fría voz del maestro, a pesar de que el mago elfo estaba de pie en el aire en el otro extremo de la sala de conjuros—. Nacacia, ve a toda prisa al lecho de la esquina. Elminster, tú aquí de pie conmigo.

Puesto que sabían que su impaciencia tenía tendencia a estallar en tales momentos, los dos ayudantes se apresuraron a obedecer, saltando con suavidad fuera de la telaraña que creaban en cuanto se encontraron lo bastante abajo para hacerlo sin desbaratar nada.

Elminster apenas había tenido tiempo de llegar al punto indicado por el Enmascarado cuando el elfo murmuró algo y usó un dedo para llenar el vacío entre dos puntos que sobresalían al final de las refulgentes líneas. Aquello puso en marcha la telaraña; su magia lanzó un potente gruñido, dejando una estela de chispas mientras la red se disolvía por sí misma, descargando un hechizo tras otro. El hechicero elfo alzó la mirada, expectante, y El siguió la dirección de sus ojos hasta un punto en el aire muy por encima de ellos, donde el aire, rodeado por un hilillo arqueado de la telaraña, titilaba repentinamente animado. Una escena apareció entonces en ese lugar, flotando en el vacío como un vívido tapiz colgante, que fue aumentando en nitidez.

Era la imagen de una casa que El no había visto nunca, una de las enormes villas construidas por los elfos. Una casa viva que crecía poco a poco con el paso de los siglos. Ésta llevaba en pie más de mil veranos, a juzgar por su aspecto, en el corazón de un bosquecillo de viejos y enormes árboles de sombra, en algún punto de las profundidades del bosque. Una casa antigua, una mansión orgullosa.

Una casa que seguiría en pie sólo unos instantes más.

El joven mago contempló sombrío cómo las diferentes magias lanzadas por la telaraña de hechizos destrozaban sus escudos mágicos, disparaban sus encantamientos de ataque y obligaban a sus descargas a rebotar hacia el interior para golpear el corazón de la casa, al tiempo que arrebataban a guardianes y corceles de sus puestos y establos, para aplastarlos contra las paredes y reducirlos a pingajos sanguinolentos.

Se necesitaron sólo unos pocos minutos para convertir la orgullosa y altísima mansión de enormes ramas y vegetación exuberante en un cráter humeante flanqueado por dos fragmentos astillados de troncos ennegrecidos y partidos que se bamboleaban precariamente. Objetos deformes que podrían haber sido cuerpos seguían cayendo desde las alturas alrededor de toda aquella destrucción cuando la telaraña mágica succionó su propia escena, y el aire volvió a oscurecerse.

Elminster parpadeaba todavía contemplando el lugar donde había estado la escena cuando unas brumas repentinas cayeron sobre él. Antes de que pudiera lanzar ni un grito, se encontró en otra parte; bajo sus botas notó suelo blando y hojas muertas, y el olor de árboles a su alrededor.

Se encontraba en un claro en las profundidades del bosque con el Enmascarado recostado con tranquilidad en el aire a poca distancia, y sin rastro de Nacacia ni de moradas elfas. Estaban en algún lugar en el corazón de un bosque solitario.

Elminster parpadeó ante el cambio en la luz, aspiró con fuerza el aire húmedo, y paseó la mirada en derredor, feliz de poder estar fuera de la torre por fin, y no obstante lleno de malos presagios. ¿Había espiado su maestro el encuentro que había tenido con Mystra, o lo había leído acaso en su mente después de suceder? Ella había estado recostada casi en la misma postura.

El claro en el que estaban resultaba curioso. Era una parcela desnuda semicircular de unos cien pasos de ancho, completamente desprovista de vegetación, sólo tierra y rocas, sin un tocón, un liquen o un pájaro carpintero para animar su árida falta de vida.

Elminster miró a el Enmascarado y enarcó las cejas en inquisitivo silencio.

—Esto es lo que queda después de lanzar el conjuro que te voy a enseñar ahora —dijo su maestro, señalando al suelo.

El príncipe de Athalantar volvió a contemplar aquella devastación, y luego al maestro, con rostro pétreo.

—Vaya. Es bastante potente, ¿no?

—Es muy útil. Usado en la forma adecuada, puede convertir a su conjurador en virtualmente invencible. —El Enmascarado le mostró todos los dientes en una sonrisa sin alegría y añadió—: Como sucede conmigo, por ejemplo. —Abandonó perezosamente su posición tumbada y siguió—: Túmbate justo aquí, donde acaba el erial y empieza el bosque vivo. La nariz contra el suelo, las manos extendidas. No te muevas.

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