Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
»Si la llamáis a vuestra presencia —su voz se elevó teatral—, no tan sólo su testimonio estará corrompido, sino que también pudiera atacaros a vos y otros cormanthianos leales, ¡en un intento de acabar con el reino!
El rostro del Ungido estaba lívido, y sus ojos brillaron enfurecidos ante la acusación del mago enmascarado, pero su voz sonó tranquila y casi afable cuando inquirió:
—¿En quién, pues, lord portavoz, confiaríais para que examinara las mentes de los muertos y de aquel a quien acusáis?
Llombaerth Starym frunció el entrecejo.
—Ahora que la gran señora Ildilyntra Starym ya no está entre nosotros —dijo despacio, evitando cuidadosamente no observar cómo el rostro del Ungido se tornaba blanco como el papel—, no se me ocurre a qué mago recurrir; todos ellos podrían estar corrompidos.
Se volvió, avanzando por el aire, para pasear pensativo junto a la línea de cortesanos, muchos de los cuales retrocedieron ante él, como si fuera portador de una enfermedad. El hechicero hizo como si no los viera.
—¿Qué os parecería, lord portavoz, el testimonio del mago Mythanthar? —La voz tonante de la lady heraldo, que permanecía junto a las puertas al otro extremo de la estancia, sobresaltó a todos los presentes. Las cabezas tanto del Ungido como del Enmascarado se alzaron bruscamente para mirar al fondo de la larga y enorme sala en dirección a Aubaudameira Dree.
—Está muerto, señora —repuso el hechicero con severidad—, y cualquiera que lo interrogue puede conjurar mediante sus hechizos respuestas falsas. ¿No comprendéis el problema al que nos enfrentamos?
—Ah, jovencito Starym —dijo una figura menuda, colocando la mano en el hombro de la lady heraldo para poder usar su magia amplificadora de la voz—, aquí tenéis vuestro problema solucionado: estoy vivo... aunque no gracias a vos.
El Enmascarado se quedó rígido y boquiabierto, pero sólo un instante. Enseguida su voz tronó:
—¿Qué impostura es ésta? Vi cómo el humano lanzaba el conjuro que sofoca la vida. ¡Vi cómo los drows penetraban en la casa de Mythanthar! ¡No pudo haber sobrevivido!
—Eso es lo que planeasteis —replicó el anciano mago, avanzando por el silencioso aire, con la lady heraldo a su lado—. Eso era lo que esperabais. El problema con vosotros jovencitos es que sois muy perezosos y muy impacientes. Os descuidáis de comprobar hasta el último detalle de vuestros hechizos, y por lo tanto os lleváis desagradables sorpresas por culpa de sus efectos secundarios. No os preocupáis de aseguraros de que vuestras víctimas, incluso aunque sean estúpidos magos ancianos, estén realmente muertas. Como todos los Starym, joven Llombaerth, presuponéis demasiado.
Mientras hablaba, el anciano mago elfo había ido recorriendo la Sala de la Corte. Fue a detenerse junto a Elminster, y alargó un pie en dirección al cuerpo de Nacacia.
—¿Me culparéis del asesinato de mi aprendiza? —gritó el Enmascarado al tiempo que súbitos relámpagos recorrían sus brazos de arriba abajo—. ¿Me acusáis de provocar vuestra muerte? ¿Osáis hacerlo?
—Así es —repuso el anciano mago, al tiempo que tocaba el cuerpo de la semielfa encadenada.
—Lord Starym —anunció la lady heraldo ceremoniosamente—, estáis violando las reglas de la corte. Deponed vuestra magia. Aquí nos batimos con palabras e ideas, no con hechizos.
Mientras pronunciaba estas palabras, y el Ungido hacía un movimiento, como para añadir algo más, el cuerpo encadenado desapareció. En su lugar, al cabo de un instante, se materializó otra figura: una joven semielfa de largos cabellos castaños muy tiesa, enojada, y llena de vida.
El Enmascarado retrocedió y su rostro se tornó lívido.
—Un hechizo sofocador de vida es algo muy potente, Starym —añadió Mythanthar con sequedad—, pero ningún armazón antimagia, por muy reforzado que esté, puede vencer a un segador de hechizos. Necesitas más instrucción antes de poder considerarte hechicero, tanto si llevas la Máscara de Andrathath como si no.
—¡Silencio, todos! —tronó el Ungido. Mientras todas las cabezas giraban veloces hacia él, y los
armathor
empezaban a reunirse junto al estanque, el soberano volvió la cabeza para contemplar a Nacacia, que abrazaba a un Elminster sollozante, y preguntó—: Criatura, ¿quién es el culpable de todo esto?
—Él es —respondió escuetamente la joven, señalando al enmascarado mago Starym—. Todo es un complot suyo, y a quien realmente desea eliminar, venerado señor, ¡es a vos!
—¡Mentiras! —chilló el hechicero, y dos llamaradas surgieron de sus ojos, rugiendo por la Sala de la Corte en dirección a Nacacia. Ésta se encogió atemorizada, pero Mythanthar sonrió y levantó una mano. El río de fuego chocó contra algo invisible y se desvaneció.
—Tenéis que hacerlo mejor que eso, Starym —indicó con voz tranquila—, y no creo que sepáis cómo. Ni siquiera reconocisteis una simulación cuando la teníais aquí delante, encadenada, y...
—¡Starym! —rugió el Enmascarado, levantando los brazos—. ¡Que sea AHORA!
Magia refulgente estalló entre los cortesanos por toda la estancia. Se oyeron gritos y explosiones repentinas, y de improviso corrían elfos en todas direcciones, y centelleaban las espadas.
—¡Muere, falso gobernante! —chilló Llombaerth Starym, girando de cara al Ungido—. ¡Que los Starym gobiernen por fin!
El atronador rayo blanco de magia desgarradora que arrojó entonces fue tan sólo uno de los muchos que cayeron sobre el anciano elfo situado de pie ante el trono, mientras los magos Starym disparaban muerte desde distintos puntos de la sala.
El Ungido desapareció en una cegadora y blanca conflagración de conjuros que chocaban y combatían entre sí. El aire mismo se enturbió y desgajó en oscuras y estrelladas hendiduras; la lady heraldo gritó y se desplomó sobre el brillante suelo cuando el escudo que había tejido alrededor de su monarca fue abatido. La estancia se estremeció, y muchos de los despavoridos cortesanos fueron arrojados al suelo. Un tapiz cayó al suelo.
Entonces el brillante resplandor enfurecido situado sobre el estanque retrocedió, para revelar a lord Eltargrim, de pie encima del flotante trono del Ungido, enarbolando su espada. Un resplandor titiló sobre las runas activadas de ambos lados de la hoja cuando rugió:
—¡La muerte para todos los que practican la traición contra Cormanthor! ¡Starym, acabas de perder la vida!
El anciano guerrero saltó de su trono y vadeó al frente, blandiendo la espada como un granjero segando grano, y usando los encantamientos que humeaban y fluían de sus bordes para hendir la magia que lanzaban contra él. Las llamas arremolinadas y los relámpagos se deshacían en jirones ante los refulgentes extremos de aquella arma.
Alguien lanzó un grito triunfal entre los cortesanos, y los espectrales contornos de un inmenso dragón verde empezaron a cobrar forma sobre sus cabezas, las alas extendidas, las mandíbulas abiertas y cernido para devorar al Ungido, que avanzaba lentamente. Mientras el Starym que lo había conjurado luchaba contra las protecciones de la estancia para dotar al wyrm de toda su solidez, y sus contornos parpadeaban y se oscurecían, El y Nacacia vieron cómo el cuello del dragón se estiraba y arqueaba para intentar alcanzar al solitario anciano vestido de blanco que tenía debajo.
Mythanthar pronunció dos extrañas palabras, con calma y claridad, y los relámpagos parpadeantes y vapores mágicos por entre los que el Ungido se abría camino se elevaron de repente por encima de la cabeza de Eltargrim y se introdujeron en las desencajadas fauces del dragón.
La explosión que siguió hizo pedazos el techo, y derribó una de sus enormes columnas. El polvo se arremolinó y revoloteó por doquier, en tanto que los elfos gritaban en todas partes, y Elminster y Nacacia, todavía abrazados, se vieron arrojados al suelo cuando los resplandores mágicos que iluminaban la inmensa Sala de la Corte se apagaron.
En medio de la repentina oscuridad, mientras tosían y parpadeaban, únicamente permaneció uniforme una fuente de luz: el trono vacío del Ungido, que flotaba tranquilamente sobre el reluciente Estanque del Recuerdo.
Los relámpagos se descargaban alrededor del trono, y el cuerpo de una desgraciada dama elfa fue a estrellarse contra éste y quedó reducido a una masa sanguinolenta. La mujer cayó como una muñeca de trapo en el estanque situado debajo, cuyo fulgor se volvió repentinamente escarlata.
La Sala de la Corte volvió a estremecerse, cuando una nueva explosión arrancó tapices de la pared este, y lanzó por los aires más cuerpos destrozados.
—Deteneos —ordenó una voz en medio de la oscuridad—. Esto ya ha ido bastante lejos.
La Srinshee había llegado por fin.
Y sucedió que una tormenta de hechizas se desató en la Corte de Cormanthor ese día. Una auténtica tormenta de hechizos es algo espantoso, una de las cosas más terribles que se puedan contemplar, incluso aunque se sobreviva para recordarlo. Sin embargo, algunos entre nuestro Pueblo guardan más odio y temor en sus corazones por lo que sucedió después de que la tormenta de hechizos estallara.
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Una luz se encendió de repente en medio de la oscuridad y el polvo: motas doradas de luz, que se alzaban de la mano abierta de una hechicera que no parecía más que una niña elfa. De improviso la Sala de la Corte no quedó iluminada tan sólo por los destellos de los hechizos, el titilante acero de la arrolladora espada del Ungido, y las llamas saltarinas de los pequeños incendios que quemaban tapices aquí y allá.
Como el amanecer por la mañana, la luz regresó al campo de batalla.
Porque la gran Sala de la Corte se había convertido en un verdadero campo de batalla. Había cuerpos desperdigados por todas partes, y entre las nubes de polvo se vislumbraba el cielo a través de la grieta abierta en el abovedado techo de la estancia. Gigantescos fragmentos de la columna desplomada yacían tras el flotante trono, algunos de los cuales dejaban ver oscuros ríos de sangre escurriéndose por debajo.
Por toda la sala seguían combatiendo elfos, y los
armathor
luchaban con cortesanos y magos Starym aquí, allí y por todas partes, en medio de una maraña de espadas centelleantes, maldiciones, anillos parpadeantes y pequeños estallidos mágicos.
La Srinshee flotaba frente al trono; la luz conjurada emanaba aún de su menudo cuerpo e innumerables relámpagos recorrían las puntas de los dedos de su otra mano, desde donde salían disparados para interceptar los hechizos que ella consideraba demasiado letales, de entre todos los que rugían por encima del suelo lleno de escombros de la corte.
Cuando Nacacia y Elminster consiguieron incorporarse y volvieron a abrazarse tambaleantes, vieron que algo parpadeaba en las manos de su antiguo maestro. De improviso el Enmascarado empuñaba una espada de tormenta conjurada de la nada, cuyos relámpagos púrpura recorrían la hoja de arriba abajo. Su rostro ya no parecía tan desesperado mientras observaba cómo el Ungido se iba abriendo paso a estocadas por entre los servidores de los Starym agrupados frente a su portavoz.
Llombaerth Starym echó entonces una mirada al humano y a la semielfa abrazados, y sus ojos se entrecerraron.
Encorvó una mano, y El sintió un repentino hormigueo en los músculos.
—¡No! —exclamó desesperado, cuando el Enmascarado lo arrancó de los brazos de Nacacia, y levantó las manos para trazar un conjuro.
Mientras sus ojos se veían arrastrados hasta clavarse en la Srinshee, El volvió a gritar:
—¡Nacacia! ¡Ayúdame! ¡Detenme!
Por su cerebro centelleaban los sortilegios mientras su maestro revolvía en su lista de hechizos en busca de un conjuro concreto hasta que, con una oleada de satisfacción, lo encontró.
Era el hechizo que arrebataba armas de cualquier parte y las transportaba, centelleando y con la punta por delante, a donde se deseara.
Los objetivos hacia los que el hechicero deseaba dirigir las puntas eran los ojos, la garganta, el pecho y el vientre de la Srinshee, que permanecía de pie sobre la nada desviando los hechizos más mortíferos de los elfos que combatían.
Los conjuros llameaban por toda la sala. Elfos que habían odiado a rivales durante años aprovechaban la refriega para ajustar cuentas. Un elfo tan anciano que tenía la piel de las orejas casi transparente aporreaba a golpes de escabel a otro elfo de edad similar.
El cuerpo del anciano derribado desparramó sus sesos sobre las zapatillas de una dama altanera vestida de azul, que ni siquiera se dio cuenta porque estaba muy atareada peleando con otra orgullosa dama vestida de color ámbar. Ambas se balanceaban adelante y atrás, tirándose de los cabellos, arañándose y escupiéndose. Había sangre en sus uñas mientras se abofeteaban, pateaban y se golpeaban entre sí con jadeante furia. La dama del vestido ámbar le abrió una mejilla a la dama de azul; su adversaria respondió intentando estrangularla.
En tanto que combates parecidos se desarrollaban frente a él, Elminster alzó las manos y clavó los ojos en la Srinshee.
Nacacia chilló al percatarse de lo que sucedía, y El sintió los violentos golpes de sus pequeños puños; la muchacha lo zarandeó, le dio empellones, y le pegó en la cabeza, para intentar destruir el hechizo pero sin hacerle daño a él.
Despacio, luchando contra su propio cuerpo pero impávido ante el dolor que ella le provocaba, el joven mago hizo acopio de toda su voluntad, sacó las diminutas reproducciones de espadas que necesitaba de la bolsa de su cinturón, levantó las manos para hacer el pase que las fundiría y lanzaría el hechizo, abrió los labios y gritó desesperado:
—¡Derríbame! ¡Tírame al suelo! Necesito... ¡hazlo!
Nacacia se lanzó sobre él, y ambos chocaron con violencia contra el suelo. Sin aliento, el aprendiz se revolvió sobre la lisa y dura superficie en un intento por llevar aire a sus pulmones, y ella luchó por mantenerse sobre él, montada encima del mismo modo que lo hace un granjero para inmovilizar a un cerdo que lucha por incorporarse.
Él se retorció, sacudiendo a la muchacha a un lado y a otro, e intentó pegarle, pero se derrumbó con violencia sobre un costado, al necesitar el brazo para sostenerse.
Algo se arremolinaba en su mente, elevándose de las profundidades mientras él se debatía. Algo dorado.