Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
Elminster sacudió la cabeza para aclarar su deslumbrada visión. A través del repentino chispear de las lágrimas, vio cómo los relámpagos, de nuevo en el momento actual, tocaban por fin la esfera que lo envolvía y la hacían estallar en nuevas llamaradas.
Intentó rememorar el símbolo que había visto, y éste le vino inmediatamente a la memoria en toda su compleja gloria. Muy bien; tenía que tocar la piedra y pensar en aquello mientras pronunciaba en voz alta el nombre de Mystra, y volvería a tener aspecto de mujer, una metamorfosis que sería suficiente para romper las ataduras que este traicionero mago elfo iba a lanzar sobre él ahora. El Enmascarado: un elfo arrogante con una voz fina y fría que ya había oído antes, estaba seguro... pero ¿dónde?
Se encogió de hombros. Incluso aunque averiguara quién llevaba la máscara, ¿qué haría entonces? Averiguar un rostro y un nombre no significaban mucho cuando se sabía poco o nada del personaje que había detrás. Para un cormanthiano de pura cepa la identidad del Enmascarado podía muy bien ser un secreto tan valioso como letal; para Elminster, se limitaba a ser algo que él desconocía.
Sospechaba que precisamente su falta de familiaridad con el reino era su principal valor para este mago elfo, y decidió revelar lo menos posible de sus auténticos poderes propios y su naturaleza; minimizaría incluso su experiencia con el kiira. ¿Quién podía decir lo que una mente humana abrumada podía comprender de sus recuerdos almacenados, mucho menos retenerlos una vez que la gema había desaparecido?
—¡Mírame a los ojos! —ordenó el Enmascarado tajante. Elminster alzó los ojos a tiempo de ver cómo una mano de dedos largos realizaba un gesto imperioso. A su alrededor se produjo un estallido de luz y un agudo canturreo, cuando la esfera explotó en una lluvia de chispas doradas.
Por un instante, El sintió como si cayera, y luego se produjo una horrible sensación de náusea, como si tuviera anguilas corriendo por sus entrañas, mientras las chispas se precipitaban al interior de su nebulosa figura.
Le siguió el fuego, y el desgarrador dolor de estar totalmente atrapado en el rugiente y abrasador calor de las llamas. Elminster echó la cabeza hacia atrás y gritó; fue un grito que rebotó en la bóveda del techo mientras él caía de verdad esta vez y descendía varios metros antes de ser recogido súbitamente en una maraña de telarañas.
Las telarañas eran hechizos que se tejían a sí mismos debajo y alrededor de él desde la humeante espiral, y se vio atrapado entre sus zarcillos, de modo que su sustancia se fundió en su piel y penetró en su nariz y boca, asfixiándolo.
Boqueó, se retorció, e intentó vomitar, mientras la garganta se estremecía con violentos espasmos. Luego todo acabó, y se encontró de rodillas sobre las losas. El enmascarado mago elfo estaba de pie en el aire no muy lejos, contemplándolo con una sonrisa de superioridad.
—Levántate —ordenó el mago con frialdad.
Elminster decidió poner a prueba la situación en aquel momento; de modo que, actuando como si estuviera aturdido, ocultó el rostro entre las manos y gimió, pero no intentó incorporarse.
—¡Elminster! —le espetó el otro, pero El sacudió la cabeza murmurando algo ininteligible.
De improviso, el joven mago sintió una abrasadora sensación en la cabeza, como calor que fluyera por su cuello y hombros, y algo empezó a tirar de él de un modo imperioso. Podía combatir aquello, se dijo, y resistir durante un tiempo, pero era mejor dar la impresión de estar totalmente esclavizado, así que se puso en pie a toda prisa, para permanecer como el Enmascarado quería que estuviera: erguido pero con ambos brazos extendidos, ofreciendo las muñecas como para que se las atasen.
El hechicero elfo correspondió a la mirada de Elminster con ojos muy tranquilos y muy oscuros, y El sintió de repente cómo volvían a tirar de sus extremidades. Se dejó llevar por completo esta vez, y el elfo le hizo agitar los brazos, señalar hacia abajo, y luego golpearse a sí mismo el rostro, con fuerza, una vez con cada mano.
Dolía, y, mientras el joven sacudía las entumecidas manos y se palpaba los labios con la lengua en los puntos donde sus dientes habían castañeteado bajo los golpes, el Enmascarado volvió a sonreír.
—Tu cuerpo parece funcionar correctamente. Ven.
Sus miembros se vieron repentinamente libres de moverse a su antojo, y El dejó de lado todo impulso de revancha, y lo siguió con humildad, la cabeza inclinada.
Sobre los hombros notó una fuerte sensación de ser observado, pero no se molestó en mirar arriba y atrás para descubrir el ojo flotante que sabía estaría allí.
El Enmascarado tocó la pared sin rasgos distintivos de la sala de hechizos, y una puerta oval se abrió de repente en ella. El elfo se volvió en el umbral para mirar a su aprendiz de arriba abajo, y se permitió una lenta y fría sonrisa triunfal.
El príncipe de Athalantar decidió actuar como si se tratara de una sonrisa de bienvenida, y la devolvió tembloroso. El mago elfo sacudió la cabeza con expresión irónica ante su gesto y se dio la vuelta, indicándole con la mano que lo siguiera.
Poniendo los ojos en blanco interiormente pero con cuidado de mantener en el rostro una expresión aturdida y ansiosa, Elminster se apresuró a ir tras él. Gracias sean dadas a Mystra, esto iba a ser un
largo
aprendizaje.
La luz de la luna cayó sobre los árboles de Cormanthor, y a lo lejos, en algún punto hacia el norte, un lobo aulló.
Se escuchó un ladrido de respuesta desde los árboles a muy poca distancia, pero la elfa desnuda y estremecida que se arrastraba sin rumbo por la espinosa ladera no pareció oírlo. Resbaló una pequeña parte, y cayó sin freno casi todo el resto arrastrando la cara por el suelo. Sus cabellos eran una masa fangosa, y las extremidades relucían oscuras en una docena de partes bajo la luz de la luna, allí donde estaban húmedas de sangre.
El lobo avanzó despacio sobre las mohosas rocas de lo alto de la ladera y se quedó mirando abajo, con ojos relucientes. Era una presa muy fácil. Trotó pendiente abajo por la ruta más fácil, sin apresurarse; la jadeante y murmurante mujer del fondo no iba a ir a ninguna parte.
Cuando se acercó de un salto, ella incluso rodó boca arriba para presentar el pecho y la garganta a sus fauces, y se quedó así bañada por la luz de la luna, jadeando sonidos extraños. El lobo se detuvo, momentáneamente suspicaz ante tal intrepidez, y luego se preparó para saltar. Ya tendría mucho tiempo para husmear por allí en busca de otros como ella una vez que le hubiera desgarrado la garganta.
Una araña del bosque que había estado deslizándose cautelosa en lo alto por encima de la sollozante elfa se retiró ante la aparición del lobo. Tal vez conseguiría dos ágapes de sangre esta noche, en lugar de sólo uno.
El lobo atacó.
Symrustar Auglamyr jamás llegó a ver la solitaria estrella blancoazulada que apareció sobre sus labios entreabiertos; ni tampoco escuchó el sobresaltado e interrumpido gañido cuando se introdujo entre las mandíbulas del animal, ni la silenciosa desintegración que siguió.
Unos cuantos pelos de la cola del lobo fue todo lo que quedó de éste; los pelos flotaron por el aire y se posaron sobre los muslos de la muchacha al tiempo que algo invisible decía:
—Pobre jovencita orgullosa. Sometida por la magia. Que sea pues la magia quien te restablezca.
Un círculo de estrellas se elevó del suelo para centellear alrededor de Symrustar en un redondel blancoazulado. La araña reculó ante su luz y aguardó. La luz significaba fuego y, desde luego, una muerte abrasadora.
Cuando el anillo se desvaneció y sólo quedó la luz de la luna, la araña volvió a descender del árbol, deslizándose veloz ahora, en pequeñas carreras, saltos y regateos. Su hambre quedó únicamente superada por su rabia cuando alcanzó las hojas aplastadas sobre las que había rodado la elfa, y descubrió que ésta había desaparecido. Desaparecido sin dejar rastro, y también el lobo. La perpleja araña registró la zona durante un tiempo y luego se perdió en el bosque bajo la luz de la luna, suspirando con la misma fuerza e impetuosidad que cualquier elfo —o humano— perdido.
Ahora bien, humanos; los humanos eran gordos, y estaban llenos de sangre y jugos. Recuerdos muy borrosos se agitaron en la araña, y trepó a un árbol presurosa. Los humanos vivían en
aquella
dirección, a mucha distancia, y...
La cabeza de la serpiente gigante salió disparada al frente, las mandíbulas se cerraron una vez, y la araña desapareció. Ni siquiera tuvo tiempo de preocuparse por haber escogido el árbol equivocado.
Durante varios años Elminster sirvió al elfo conocido tan sólo como el Enmascarado. No obstante el temperamento cruel del alto hechicero, y las cadenas mágicas que obligaban al humano a ser su siervo, se estableció un gran respeto entre amo y humano. Era un respeto que hacía caso omiso de las diferencias entre ellos, y de la traición y enfrentamiento que ambos sabían que les aguardaban.
Antarn el Sabio
Historia de los grandes archimagos de Faerun,
publicado aproximadamente el Año del Báculo
Llegó un día de primavera, veinte años después de la primera estación verde que Elminster había pasado al servicio del Enmascarado, en que un brillante símbolo dorado afloró a la mente del athalante, un símbolo que casi había olvidado. Se sintió preocupado; mientras aquello daba vueltas despacio en su cabeza, otros recuerdos largo tiempo enterrados empezaron a despertar.
Mystra
, escuchó decir a su propia voz, y una mirada cayó sobre él: la mirada de la diosa. No podía verla, pero sentía el impresionante peso de sus ojos: profundos, cálidos y terribles, más poderosos que la mirada más airada del maestro, y más amorosa que... que...
Nacacia.
Bajó los ojos hacia Nacacia desde donde se cernía en la enorme y reluciente telaraña de hechizos que se habían pasado toda la mañana creando entre ambos, y sus miradas se encontraron. Los ojos de ella eran oscuros, brillantes y enormes, y se reflejaba un gran anhelo en ellos mientras los levantaba hacia él. Silenciosos y temblorosos, sus labios formaron el nombre de Elminster.
Era todo lo que se atrevía a hacer. El reprimió un repentino impulso de atacar al enmascarado hechicero, que flotaba de espaldas a ellos a poca distancia, tejiendo sus propios conjuros, y dedicó a la joven un guiño antes de volver de nuevo el rostro a toda prisa. El maestro ahondaba demasiado en las mentes de los dos para que pudieran ocultarle su mutuo afecto. El misterioso mago elfo se había aficionado además a obligar a Nacacia a abofetear a su aprendiz humano, o a permanecer bien alejada de Elminster, y a hablarle con rudeza si es que le dirigía la palabra.
El Enmascarado casi nunca obligaba a Elminster a hacer nada. Parecía observarlo a la espera de algo; una de las cosas que buscaba era cualquier acto de desafío, y disfrutaba claramente castigando a su aprendiz humano por todos ellos. Al recordar alguno de tales castigos, El se estremeció sin querer.
Arriesgó otra veloz mirada a Nacacia, y descubrió que ella hacía lo mismo; sus ojos se encontraron con expresión casi culpable, y ambos los desviaron apresuradamente. El apretó los dientes y empezó a trepar por la telaraña mágica para alejarse de ella... Cualquier cosa con tal de moverse, de hacer algo.
«Mystra», pensó en silencio, en un intento de apartar de su mente el vívido recuerdo del rostro sonriente de la muchacha. «Oh, Mystra, necesito guía... ¿Son todos estos años que paso en servitud parte de tu plan?»
Todo a su alrededor pareció rielar, y se encontró de repente sobre un prado rocoso. ¡El mismo prado en el que había vigilado ovejas, en Heldon, cuando era un chiquillo!
Una brisa lo barría, y él sentía frío. No era de extrañar: también estaba desnudo.
Alzó la cabeza, y se encontró cara a cara con la hechicera con la que había estado aprendiendo durante tanto tiempo, años atrás: Myrjala, conocida como «Ojos Negros». Los enormes ojos negros a los que debía su nombre parecían más profundos y seductores que nunca mientras se recostaba en el aire sobre los pastos agitados por el viento, para contemplarlo. El viento no tocaba su oscuro vestido de raso.
Myrjala había sido Mystra. Elminster le tendió una mano, con cautela.
—Gran Señora —casi musitó—, ¿sois vos de verdad... después de todos estos años?
—Desde luego —dijo la diosa, los ojos dos negros pozos de promesa—. ¿Cómo es que dudas de mí?
Elminster casi se estremeció bajo la repentina oleada de vergüenza que lo embargó, y cayó de rodillas, con los ojos clavados en el suelo.
—No... no debería hacerlo, y... bueno, lo cierto es que ha pasado tanto tiempo, y...
—No es mucho tiempo para un elfo —repuso Mystra con dulzura—. ¿Empiezas a aprender a tener paciencia por fin, o estás realmente desesperado?
Elminster alzó la mirada hacia ella, los ojos brillantes, pues se sentía de improviso al borde del llanto.
—¡No! —exclamó—. Todo lo que necesitaba era esto, veros, y saber que hacía lo que deseabais. To... todavía necesito que me guíen.
—Al menos sabes que lo necesitas —sonrió ella—. Los hay que nunca lo saben, y se estrellan alegremente por la vida, devastando todo lo que pueden alcanzar en Faerun, tanto si se dan cuenta de lo que hacen como si no. —Alzó una mano, y su sonrisa cambió.
»Sin embargo, medita sobre esto, tú el más amado de mis Elegidos: la mayoría de los habitantes de Faerun jamás obtienen tal guía, y aun así aprenden a valerse por sí mismos sin ayuda, y siguen sus propias ideas durante el transcurso de sus vidas, y cometen sus propios errores. En tu caso, has conseguido dominar ese último talento a la perfección.
Elminster desvió la mirada, luchando de nuevo por reprimir las lágrimas, y Mystra se echó a reír y le acarició la mejilla. Un fuego acogedor pareció correr por todo su cuerpo.
—No te desanimes —murmuró, tal como una madre se dirigiría a un hijo que llorase—, porque estás aprendiendo a tener paciencia, y tu vergüenza es injustificada. Por mucho que temas haberme olvidado y desviado de la tarea que te encomendé, yo estoy muy satisfecha.
Su rostro cambió entonces, al tiempo que Heldon se oscurecía y desaparecía a su alrededor, y se convirtió en el rostro de Nacacia.
Elminster parpadeó al verlo, y el rostro le devolvió el parpadeo casi al mismo tiempo. Volvía a estar en la telaraña mágica, contemplando de nuevo a la auténtica Nacacia. Aspiró con fuerza, algo trémulo, le sonrió, y siguió trepando por la telaraña. Hiciera lo que hiciera, no obstante, sus pensamientos siguieron fijos en su compañera de aprendizaje. En su mente, su rostro aparecía con la misma nitidez con que había aparecido ante sus ojos, momentos antes. A veces se preguntaba cuántas de sus imágenes mentales podía ver su maestro, y qué pensaba en realidad el hechicero elfo sobre sus dos aprendices.