Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
El joven meneó la cabeza y volvió a chillar, al tiempo que intentaba obtener el control de su figura contorsionada por el dolor. De modo que podía herir —o al menos producir daño y confusión— a la gente que atravesaba, ¿no era así?
Estremeciéndose, flotó hasta un punto lejano desde donde podía observar mejor, pues sabía que nada podía hacer por las dos hechiceras, que yacían desmadejadas donde los rayos las habían lanzado.
Necesitaba saber cuánto tiempo necesitaría un mago para recuperarse... y si abalanzarse a través de uno de ellos mientras lanzaba un conjuro podía destruir y eliminar la magia. Tendría que volver a pasar por esta prueba otra vez.
Mystra, haz que este elfo tarde mucho en recuperarse,
suplicó; pero daba la impresión de que la diosa no pensaba igual, o al menos tenía problemas de oído ese día: Haemir se bamboleaba ya puesto en pie, palpando lo que lo rodeaba con una mano extendida, al tiempo que se sujetaba la cabeza y mascullaba maldiciones con voz débil. Elminster se sintió muy tentado de reunir fuerzas de nuevo y volver a traspasar al mago elfo en aquel mismo instante, pero necesitaba saber qué clase de daños podía producir su paso a través de un elfo. ¿Y no había dicho este relamido mago Waelvor algo sobre que los Starym tenían que presentarse por allí? Puede que fuera mejor no ser tan claramente visible cuando llegara un grupo de crueles hechiceros elfos buscando camorra.
Haemir Waelvor sacudía la cabeza con delicadeza como si la aclarara ahora, y sus juramentos aumentaban en potencia.
Parecía a punto de recuperarse, en tanto que cierto espectral Elminster sentía todavía dolor, de un modo insoportable y por todo el cuerpo.
Que Mystra lo maldijera. ¡El mago iba a convertir a las dos hechiceras en carcasas vacías mientras el último príncipe de Athalantar se cernía sobre él y observaba, sin poder detenerlo!
Claro está, reflexionó Elminster con ironía al cabo de un instante, que las cosas podían empeorar, empeorar mucho más. Justo ahora, por ejemplo.
Una tras otras, las protecciones exteriores empezaron a caer, fragmentándose en forma de silenciosos estallidos chispeantes en cierto punto y desvaneciéndose a partir de allí. El centro de tal fractura era algo que parecía una especie de elevada llama negra, una que se fraccionó veloz en cuanto atravesó el último campo mágico, y se apagó para mostrar a tres elfos altos y delgados ataviados con túnicas cuyas fajas de seda de color fuego estaban adornadas con dos dragones lanzándose en picado. Los Starym acababan de llegar.
—Saludos, lord Waelvor —dijo uno con aterciopelada suavidad, mientras las tres figuras avanzaban juntas, andando por el aire con un lánguido porte de fría superioridad—. ¿Qué aflicción os ha sorprendido aquí, en medio de la noche desolada? ¿Intentaron defenderse esas damas de ahí?
—Un fantasma guardián —masculló Haemir, los ojos brillantes con una mezcla de dolor y rabia—. Aguardaba, y me atacó. Me deshice de él, pero el dolor persiste. ¿Y cómo os encontráis vosotros, señores, en esta bella noche?
—Aburridos —replicó uno sin tapujos—. De todos modos, tal vez el viejo loco nos entretenga un poco antes de que lo convirtamos en polvo. Veamos.
Avanzó majestuoso, y los otros dos Starym se apartaron para colocarse a ambos lados y seguirlo, al tiempo que movían los dedos en los complicados pases y gestos de poderosos conjuros de batalla. Dejaron atrás al hechicero Waelvor y a los cuerpos desplomados de las dos hechiceras abatidas, y El se mantuvo cernido cerca de Haemir, temeroso de que fuera a descargar su furia contra las dos mujeres, en tanto que observaba el ataque de los Starym.
De las palmas ahuecadas de uno de ellos brotó una llamarada de fuego blanco, que se elevó hacia lo alto en una sinuosa columna como una anguila en busca de las estrellas, para luego estallar en tres largos cuellos serpentinos en cuyos extremos aparecieron enormes fauces parecidas a las de un dragón. Las cabezas se agitaron inquietas, y luego se inclinaron y mordieron la vieja torre de piedra. Allí donde sus dientes tocaban, la piedra se desvanecía sin hacer ruido, fundiéndose en la nada para dejar al descubierto las estancias del interior.
De las puntas de los dedos del segundo hechicero saltaron rojas lanzas de arremolinado fuego, que fueron a introducirse en las estancias de la torre de Mythanthar que habían quedado al descubierto, para hacer añicos ciertos objetos mágicos. Algunos de tales objetos explotaron en forma de brillantes surtidores de chispas o en violentos estallidos que hicieron tambalearse el torreón de la Catarata de Estrellas y arrojaron a la creciente oscuridad fragmentos de sus piedras, que fueron a estrellarse entre los árboles en puntos muy lejanos. Otros se convirtieron en remolinos de fuego rojo, que giraban sobre sí mismos como ardientes ruedas de fuegos artificiales que flotaban aquí y allá en la torre, inmovilizados en sus puestos por el poder del mago Starym.
De las manos del tercer hechicero se alzó una nube verde, a la que crecieron dientes y muchas extremidades con garras a una velocidad aterradora, y que voló veloz al inferior de la torre en busca de Mythanthar.
Un segundo o dos después de su irrupción en el torreón de la Catarata de Estrellas, algo llameó con un potente tono púrpura en las profundidades de las destrozadas piedras, y un refulgente haz de luz rugió al exterior, escupiendo por todas partes las garras desmembradas del monstruo verde mientras se acercaba. Haemir Waelvor contempló cómo los restos caían violentamente contra los matorrales, y lanzó una aterrada maldición.
Los tres Starym retrocedieron y huyeron precipitadamente de las inmediaciones de la torre casi antes de que su compañero hubiera acabado de maldecir, al tiempo que la luz púrpura se dividía en tres dedos que caían sobre ellos, virando para seguir a cada uno de los elfos que huían a trompicones.
Los mantos personales se hicieron visibles con una llamarada al ser puestos a prueba; un mago se quedó rígido, alzó los brazos cuando su manto se convirtió en una llamarada púrpura acompañada de humo negro a su alrededor, y luego cayó de bruces para no volver a moverse.
Los otros dos magos giraron en redondo y se gritaron algo mutuamente que El no llegó a captar; sus voces sonaron agudas y distorsionadas por el pánico. Al parecer, el viejo loco les proporcionaba un poco más de entretenimiento del que habían esperado.
El cuerpo del Starym caído escupía chispas y volutas de hechizos agotados mientras expiraba. Su cabeza permaneció torcida en un ángulo imposible contra el arrugado muñón, pero el resto del cuerpo se fue fundiendo poco a poco con el suelo.
Waelvor lo contempló con boquiabierta estupefacción, pero los dos Starym supervivientes no prestaron la menor atención a su pariente mientras tejían apresuradamente nuevos conjuros. Los dedos se movían veloces y el mismo aire que rodeaba a los dos elfos chisporroteaba y fluía, como aceite que se deslizara por el interior de un cuenco lleno de agua. Diminutas motas de luz parpadeaban por todas partes a medida que los magos trenzaban los movimientos de un largo y complicado sortilegio.
Mientras la doble magia se desplegaba, dos refulgentes nubes de resplandor verde claro se materializaron sobre las cabezas de los Starym, proyectando luz suficiente para mostrar el sudor que relucía en los agarrotados cuellos y las mandíbulas en movimiento.
Luego, con un silencioso molinete, una de las nubes adoptó la forma de una esfera y empezó a girar sobre sí misma; la segunda la imitó al cabo de un instante, y los dos globos de energía se cernieron en el aire por encima de los atareados magos.
Haemir volvió a lanzar un juramento, las facciones afiladas y lívidas como si hubieran sido talladas en mármol lechoso.
Una neblina roja brotó del hendido torreón, para dirigirse en una larga e implacable oleada hacia los intrusos, que empezaron a correr dando traspiés en su apresuramiento al tiempo que sacaban de sus fajas cetros, varitas, gemas y varios artículos parpadeantes de pequeño tamaño, para arrojarlos a las esferas que flotaban sobre sus cabezas. Cada uno de los objetos se dirigió hasta allí, y permaneció en perezosa flotación entre las demás cosas almacenadas ya en el interior.
La neblina roja se encontraba a pocos centímetros de distancia cuando uno de los Starym soltó una única palabra resonante —o tal vez fuera un nombre— y cada uno de los artículos mágicos de su esfera estalló al momento, desgarrando el mismo aire en una sombría fisura de relucientes estrellas que absorbió la esfera, los objetos, la neblina roja, y gran parte de los jardines y la parte frontal de la torre antes de desvanecerse con un agudo siseo.
El otro mago Starym lanzó una carcajada triunfal antes de pronunciar la palabra que despertaba a los objetos de su esfera.
Éstos se alzaron, como moscas espantadas de la carroña en un día caluroso, y escupieron una mortífera andanada de brillantes relámpagos al interior de la torre, que estallaron con violencia entre truenos ensordecedores, provocando una lluvia de piedras por todas partes y liberando una nube de polvo rojo al fallar una u otra clase de magia arcana.
La fisura que dejaron tales relámpagos fue pequeña, y absorbió sólo los objetos mismos y la esfera que los había contenido antes de desvanecerse; sin duda ésta era la forma en que debía actuar el hechizo.
Los dos Starym que quedaban volvían a mover las manos, tejiendo una magia desconocida —pero al parecer potente— mientras mantenían la vista fija en la torre. Por la forma en que actuaban ambos, Mythanthar debía resultar visible para ellos, y seguir todavía muy vivo y activo.
Elminster tomó su decisión. Volando rápido y en línea recta por el oscuro jardín, fue aumentando su velocidad y se abrió paso violentamente a través de Waelvor. En esta ocasión el impacto fue como si lo hubieran golpeado en pleno pecho con un garrote; lo dejó sin aliento en medio de un alarido mudo. Atravesó el cuerpo del mago y se zambulló en la cabeza del Starym más próximo como una lanza.
El impacto lo lanzó dando volteretas en plena noche, estremecido por un dolor tan insoportable que volvió a dejarlo sin aliento, y una aturdidora bruma dorada empezó a envolverlo.
No obstante, tuvo la satisfacción de ver cómo el Starym al que había golpeado rodaba por el suelo y se sujetaba la cabeza entre gemidos. El otro Starym se quedó mirando a su compañero con incredulidad y por eso no pudo ver la ennegrecida figura que abandonaba penosamente la torre a su espalda, dejando un reguero de humo. Un elfo que sólo podía ser Mythanthar.
El anciano elfo se volvió y contempló las diminutas llamas que saltaban ahora de cada una de las piedras de su destrozada torre; luego sacudió la cabeza, apuntó con un dedo al mago que seguía en pie y, mientras el Starym giraba en redondo demasiado tarde, desapareció.
En cuestión de segundos, una esfera dorada estalló de la nada para partir limpiamente en dos al Starym a la altura del pecho.
Cuando la esfera volvió a implosionar al cabo de un instante, se llevó la parte superior del orgulloso mago con ella, dejando únicamente dos piernas temblorosas. Éstas dieron un tambaleante paso y luego se separaron para desplomarse contra el suelo en distintas direcciones.
—
¡Tú!
El grito sonó a la vez furioso y aterrado. Elminster giró en redondo, aunque el terrible dolor que lo atenazaba le impedía ir más deprisa y embotaba su mente, y comprobó que el único Starym superviviente, que se incorporaba penosamente ahora del suelo, se refería a
él
. ¡El elfo podía verlo!
Ahora, si pudiera sobrevivir para llegar hasta la Srinshee, y contarle...
El otro escupió algo malicioso, y levantó las manos en un conjuro que Elminster había visto antes: un hechizo que los humanos llamaban un «enjambre de meteoros».
—Mystra, ayúdame ahora —murmuró el último príncipe de Athalantar, cuando cuatro bolas de fuego abrasador se colocaron a toda velocidad en posición a su alrededor, y explotaron.
Lo último que El vio fue el cuerpo de Haemir Waelvor convirtiéndose en cenizas mientras caía impotente hacia él, empujado por las llamaradas que se extendían como un torrente para consumir el mundo a su alrededor. Faerun se dio la vuelta, giró enloquecido sobre sí mismo, y luego desapareció como en un ensalmo envuelto en un fuego devorador.
El Pueblo miraba a Elminster Aumar, y lo veía, pero no comprendía lo que veía. Él era la primera ráfaga del nuevo viento enviado por Mystra. Y Cormanthor era como un viejo y poderoso muro, que se opone a tales vientos de cambio un siglo tras otro, hasta que incluso sus constructores olvidan que fue construido, y que fue alguna vez otra cosa que una barrera inquebrantable. Pero llegará el día en que ese muro se vendrá abajo, y los vientos invisibles lo cambiarán. Siempre es así.
Aquel día llegó para el orgulloso reino cuando el Ungido nombró al humano Elminster Aumar caballero de Cormanthor; pero el muro no sabía que lo habían hecho añicos, y esperó a que sus desmoronadas piedras se estrellaran contra el suelo antes de dignarse advertirlo. Esa caída, cuando se produjera, sería producto de la instalación del Mythal. Sin embargo, las piedras del muro, por ser piedras elfas, permanecieron en el aire durante un período de tiempo sorprendentemente largo...
Shalheira Talandren, gran bardo elfo de la Estrella Estival
Espadas de plata y noches estivales:
una historia extraoficial pero verídica de Cormanthor
Año del Arpa
Millares de estrellas giraban en lo alto, y globos oculares brillaban abajo. Elminster arrugó la frente mientras luchaba por recuperar la conciencia. ¿Globos oculares? Rodó sobre sí mismo —o creyó que lo hacía— para poder ver mejor. La noche a su alrededor se fue aclarando poco a poco.
Sí, sin la menor duda: globos oculares. Multitud de ojos parpadeantes y relucientes, que aparecían y desaparecían otra vez en una incesante nube centelleante mientras los aburridos y hastiados elfos de Cormanthor se enteraban de la última emoción y se apresuraban a ir a observar desde una distancia segura.
Unos pocos, por la forma en que flotaron hacia lo alto para contemplarlo con ojos parpadeantes, desde luego habían advertido la inmóvil ondulación flotante situada entre las estrellas que era Elminster; una desigual nube de bruma en forma humana, casi diluida por llevar tanto tiempo flotando, sin sentido, sobre el hendido tocón en que se había convertido la torre de Mythanthar.