Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—Ah, lord Haladavar —dijo el Ungido, inclinándose al frente desde el trono—, acabáis de sacar a colación el motivo por el que he propuesto esta apertura: si no permitimos a los humanos el disfrute de una parte de Cormanthor ahora, con nuestras condiciones y mandato, entrarán por la fuerza, un inmenso ejército tras otro, y nos aplastarán antes de que finalice este siglo, o el siguiente.
—¡Fantasía pura! —protestó lord Urddusk—. ¿Cómo podéis decir que los humanos pueden presentar un ejército capaz de vencer en una sola escaramuza contra el orgullo de Cormanthor?
—Sí —repuso lord Haladavar con severidad—, tampoco yo puedo creer en este peligro con el que nos amenazáis.
Lord Malgath, por su parte, se limitó a enarcar una ceja con incredulidad.
El soberano correspondió a su gesto, alzando la mano en demanda de silencio, y llamó:
—¡Lady heraldo, acercaos!
Alais Dree se adelantó desde las puertas de la Sala de la Corte; sus ropajes oficiales de vivos colores alzaron el vuelo tras dar tres pasos, y flotó por encima de los ceñudos nobles para colocarse ante el trono.
—Gran señor, ¿cuál es vuestra necesidad?
—Estos nobles ponen en duda la fuerza guerrera de los humanos y no creen en mi testimonio, al que consideran tendencioso con miras a apoyar mi propuesta. Dadles a conocer lo que habéis visto en los territorios de los hombres.
Alais hizo una inclinación y se volvió. Cuando estuvo cara a cara con los tres nobles, sus ojos se clavaron en cada uno de ellos por turnos, y dijo tajante:
—Yo no soy ninguna marioneta del trono, señores, ni manipulable porque soy joven o mujer. He visto más acciones de los hombres que vosotros tres juntos.
Se produjo una nueva oleada de alarma en la corte cuando los nobles apartaron a un lado sus túnicas otra vez para mostrar las espadas de tormenta; Alais se encogió de hombros. Siete espadas se materializaron en el aire ante ella, cernidas con las puntas en dirección a los caballeros elfos, y luego se desvanecieron otra vez. Ella no les prestó atención, y siguió:
—Por lo que he visto, los humanos tienen sus propias luchas internas, y son muy desorganizados, a la vez que son lo que podríamos llamar indisciplinados e ignorantes en lo relativo a los bosques. No obstante, ya nos superan en número de veinte a uno o más. Muchos más humanos han blandido espadas en serio de lo que lo han hecho miembros de nuestro Pueblo. Invaden y luchan con mayor crueldad, rapidez y capacidad de adaptación en la batalla de lo que hemos conocido jamás. Si nos invaden, señores, probablemente conseguiríamos dos o cuatro victorias, puede incluso que una matanza decisiva. Ellos conseguirían el resto, y nos darían caza por las calles antes de que hubieran transcurrido dos estaciones. Por favor, creedme; no deseo que el reino sufra el dolor que le produciría que creyerais en mí dentro de un tiempo, mientras moríais.
»A aquellos —continuó— que, escuchándome, dicen luego: "En ese caso, vayamos al norte ahora y aplastemos a todos los reinos humanos, para que nunca puedan levantar ejércitos contra nosotros", yo me limito a decir: no. Los humanos invadidos se unirían para eliminar a un enemigo común; nos matarían fuera de nuestro reino, que entonces quedaría indefenso cuando llegara el contraataque. Por si fuera poco, cualquiera que guerrea contra humanos se crea enemigos eternos: no olvidan las afrentas, caballeros, igual que sucede con nosotros. Atacar un territorio ahora, aunque sea uno humilde, significa tener que aguardar a que la siguiente generación, o la que venga después, se lance sobre nosotros en busca de venganza... y los humanos tienen una veintena de generaciones por cada una nuestra.
—¿Aceptáis, caballeros —inquirió el Ungido con suavidad—, el testimonio de nuestra lady heraldo? ¿Concedéis que probablemente esté en lo cierto?
Los tres nobles se removieron incómodos, hasta que Urddusk soltó:
—¿Y si es así?
—Si es así, caballeros —respondió Alais, sobresaltando a todos excepto al monarca con su interposición—, entonces vos y nuestro Ungido estáis de acuerdo, ya que ambos lucháis por salvar Cormanthor. La controversia estriba únicamente en la forma de hacerlo.
Se dio la vuelta otra vez para mirar al trono, y el soberano le dio las gracias con una sonrisa y le indicó con un gesto que podía retirarse. Mientras ella pasaba flotando junto a los tres nobles, él volvió a hablar para decir:
—Escuchad mi voluntad, caballeros. La apertura seguirá adelante... pero sólo después de que cierta cosa esté en su sitio.
El silencio, en tanto todos aguardaban sus siguientes palabras, era tenso y casi palpable.
—Señores, todos habéis formulado justas y graves inquietudes por la seguridad de nuestro Pueblo en un Cormanthor «abierto». Invitar a otras razas a entrar sin que los elfos del reino posean alguna especie de protección efectiva que abarque todo Cormanthor resulta impensable. Sin embargo, tal cosa no puede ser tan sólo una protección de simples leyes, ya que podemos vernos avasallados e incapaces de reunir espadas suficientes para imponer nuestra ley, del mismo modo que si hiciéramos la guerra. Aun así, todavía superamos a los humanos en un área, al menos durante unas cuantas estaciones más: la magia que tejemos.
El Ungido hizo un gesto, y de improviso varios de los cortesanos brillaron con aureolas doradas, a lo largo de toda la sala. Éstos se miraron a sí mismos sorprendidos, al tiempo que sus compañeros se apartaban de ellos. El soberano los señaló con una sonrisa, y dijo:
—Los elfos que tienen los medios o habilidades para hacerlo, han creado siempre mantos personales de magia defensiva, o han contratado a otros para que los crearan. Necesitamos un manto que envuelva todo Cormanthor. Y desde luego tendremos ese manto antes de abrir la ciudad a aquellos que no son de pura raza elfa.
—Pero ¡algo así es imposible! —farfulló lord Urddusk.
—Ésa no es una palabra que me guste usar en Cormanthor, señor —dijo el Ungido—. ¡Casi siempre acaba produciendo un cierto embarazo a quien la pronuncia!
—¡Tranquilo! —murmuró lord Haladavar inclinando la cabeza hacia el oído de lord Urddusk—. ¡Dice esto para poder dar marcha atrás de su plan con dignidad! ¡Hemos ganado!
Por desgracia, la lady heraldo parecía haber dejado tras ella vestigios de su magia de proyección de voz, ya que el susurro se escuchó en todos los rincones de la sala. Lord Haladavar enrojeció violentamente, pero el Ungido se echó a reír alegremente y dijo:
—No, señores, ¡lo digo en serio! Tendremos apertura... ¡pero una apertura con el Pueblo bien protegido!
—Supongo que ahora desperdiciaremos los mejores esfuerzos de nuestros jóvenes magos en
esto
, durante las próximas cuarenta estaciones más o menos —le espetó lord Malgath.
El centelleo de uno de los pequeños y anticuados globos de luz conocidos como señales «ven aquí» se desparramó sobre los cortesanos en aquel momento, y todo el mundo miró buscando su origen. Mientras un murmullo de conversación lo embargaba todo y el comentario de lord Malgath quedaba sin respuesta, la lady heraldo se abrió paso por entre las boquiabiertas hileras de bien vestidos elfos como una avispa dispuesta a picar, y llegó por fin junto a un anciano elfo vestido con ropas sencillas y oscuras. Sonrió, se volvió hacia el trono, y anunció:
—Mythanthar desea hablar.
Los tres lores fruncieron el entrecejo con perplejidad cuando los cortesanos prorrumpieron de nuevo en excitados susurros, pero el soberano hizo un gesto para que todos callaran. Cuando se hizo el silencio, la lady heraldo rozó al anciano mago con la manga, y mediante su magia la fina y temblorosa voz sonó con toda claridad en todos los rincones de la inmensa estancia.
—Quisiera recordar a los cormanthianos la existencia de los «campos mágicos» que intenté desarrollar a partir de los mantos, para que los usaran nuestros capitanes guerreros, hace tres mil años. Nuestra necesidad de ellos desapareció, y yo me dediqué a otras cosas, pero ahora sé en qué dirección trabajar, cosa que antes no conocía. En la época de nuestros mayores, nuestros tejedores de magia podían con suma facilidad alterar el modo en que un hechizo actuaba en una zona concreta. Yo prepararé un conjuro que haga lo mismo, y otorgue a Cormanthor su manto protector. De un extremo a otro de esta hermosa ciudad habrá un Mythal. Dadme tres estaciones para ponerme en marcha, y podré deciros con seguridad cuántas más me harán falta.
Se produjo un momentáneo silencio mientras todos esperaban que dijera algo más, pero Mythanthar hizo un gesto para indicar que había finalizado, y se apartó de la emisaria; la corte se llenó entonces de excitados murmullos.
—Mi señor —soltó con brusquedad lord Malgath, acercándose al trono y alzando los brazos en su ansiedad por ser escuchado (desde lo alto, la Srinshee le apuntó con dos cetros, el rostro serio y decidido)—, por favor, oídme: es imperativo que este Mythal impida el funcionamiento de todo tipo de magia realizada por cualquier N'Tel'Quess; de hecho, ¡de todos aquellos que no sean cormanthianos de pura raza!
—Y debe revelar la condición de las gentes que entren —interpuso lord Haladavar muy excitado—, para protegernos de bestias transformistas y de todos aquellos que osen hacerse pasar por elfos, o incluso lores elfos concretos!
—¡Bien dicho! —coreó lord Urddusk—. También deberá, y por el mismo motivo, hacer visibles las cosas invisibles cuando lleguen a sus límites, e impedir que uno pueda transportarse dentro o fuera de la ciudad, ¡o nos encontraremos con ejércitos invasores de aventureros en nuestro regazo cada noche!
Casi todos los elfos de la corte se apelotonaban ahora al frente, balanceando las cabezas, agitando los brazos, y gritando sus propias sugerencias. Como el alboroto iba en aumento, el Ungido extendió finalmente las manos, resignado, y oprimió uno de los botones incrustados profundamente en uno de los brazos del trono.
Se produjo un resplandor cegador al entrar en funcionamiento la luminosa onda de choque, y éste impidió que alguien pudiera ver la daga arrojada contra el soberano desde las filas de los cortesanos. El arma golpeó contra el campo de fuerza creado por el cetro que la Srinshee sostenía en la mano izquierda y fue transportada a una bodega de almacenamiento vacía hundida en las profundidades del ala norte del palacio.
La onda luminosa produjo también el efecto deseado: todo el mundo a excepción del monarca sentado en su trono retrocedió tambaleante, en estupefacto silencio.
En medio de los débiles gemidos que siguieron, mientras los presentes se esforzaban por eliminar las chispeantes lucecitas de sus ojos, el gobernante de todo Cormanthor anunció con suavidad:
—Ningún Mythal podría incluir todos los deseos expresados por cada cormanthiano, pero estoy decidido a que cumpla tantos como sea posible y factible. Os ruego que hagáis todas vuestras sugerencias a la lady heraldo de la corte; ella los transmitirá a nuestros magos decanos y a mí mismo. Mythanthar, recibid mi más profundo agradecimiento... y mi esperanza de que todo Cormanthor se haga eco de ese agradecimiento. Es mi voluntad que creéis una versión inicial de vuestro Mythal, no me importa lo incompleta o tosca que pueda ser, tan pronto como sea posible, para que sea presentado ante la corte.
—Venerado señor, así lo haré —respondió el anciano con una profunda reverencia. Volvió a alejarse, y, muy por encima de su cabeza, los ojos de la Srinshee se abrieron de par en par. ¿Había o no había habido un círculo de nueve chispas alrededor de la cabeza del anciano mago, por un breve instante?
Bien, ahora no había ninguno visible. Con expresión pensativa, la hechicera lo observó avanzar renqueante en dirección a uno de los tapices, ensimismado en sus pensamientos, y los ojos de la mujer volvieron a desorbitarse al cabo de un instante... y en esta ocasión uno de los cetros que sostenía dio un ligero salto al vomitar magia.
El viejo mago salió por entre los tapices, y Oluevaera se sintió complacida al observar que dos de los mejores
armathor
jóvenes del Ungido se colocaban delante y detrás de él, ataviados con decorativas semicapas que, como su visión de maga descubrió, generaban entre ambos un campo de protección contra todo lo que fuera de metal. El propio manto de Mythanthar se ocuparía sin duda de cualquier hechizo que se le lanzara, y el mago no tardaría en encontrarse de nuevo en su torre, ileso, ahora que el primer ataque oportunista contra su persona había sido desbaratado.
La Srinshee observó sombría cómo un cortesano vestido con una túnica de color ciruela, cuyo nombre y linaje no conocía, se dejaba caer contra una pared, con la mirada fija en su mano; el rostro estaba lívido y la boca desencajada en mudo asombro.
La puntería de la Srinshee había sido buena; aquella mano era ahora una especie de garra reseca manchada por la edad... demasiado débil para empuñar la mortífera daga de tres filos que yacía en el suelo debajo de ella.
—Debo confesar que todavía me refocilo con el éxito obtenido por Duilya —confesó Alaglossa Tornglara, en cuanto estuvieron fuera del alcance de los oídos de la servidumbre. Los dos grupos de criados uniformados depositaron con cuidado las compras realizadas por sus señoras al lado de la calle, y montaron paciente guardia ante ellas.
—No todos ellos serán tan fáciles, me temo —murmuró lady Ithrythra Bruma Matinal.
—Desde luego; ¿habéis visto a lady Auglamyr? Me refiero a Amaranthae. Estaba tan inmóvil y silenciosa como una estatua hoy; me pregunto si el cortejo de cierto mago del tribunal supremo no la estará trastornando.
—No —repuso Ithrythra despacio—, es otra cosa. Está preocupada por alguien, pero no por sí misma. Apenas presta atención a la ropa que se pone, y no para de enviar a los pajes de los Auglamyr corriendo de un lado para otro a realizar docenas de encargos. Ha perdido algo... o a alguien.
—Me pregunto qué puede haber sucedido —musitó lady Tornglara; el entrecejo fruncido daba a sus hermosas facciones un aspecto solemne—. Debe de ser algo serio, lo juraría.
—¿Intrigando en plena calle, ahora? —La voz que las saludó era casi exuberantemente arrogante; Elandorr Waelvor, la flor de la tercera Casa decana del reino, estaba jubiloso por algo.
Vestía un jubón de terciopelo negro adornado con rayos blancos, una capa de intenso color púrpura, con un reborde fucsia que formaba un remolino sobre los hombros, y relucientes botas negras de caña alta. Los delgados y elegantes dedos estaban cubiertos de anillos, y la enjoyada vaina de plata de su espada de honor era tan larga que golpeaba contra sus tobillos a cada paso. Las dos damas contemplaron su pavoneo con rostro inexpresivo.