Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—¿Vos...? —Elminster la contempló boquiabierto.
—Humano, estoy avergonzada —dijo ella con labios temblorosos—. Encontrar un amigo, después de tanto tiempo, y arrojar por la borda la amistad por lealtad al reino... Hice lo que creí correcto, y he descubierto que me equivoqué.
Elminster apoyó la cabeza sobre las monedas esparcidas junto a la Srinshee para poder mirarla a los ojos. Estaban anegados de lágrimas.
—Señora —dijo con suavidad, afectado por la tristeza de su voz—, por el amor de vuestros dioses y los míos, contadme qué sucedió.
—He cometido un acto imperdonable. —Lo miró fijamente a los ojos, desolada.
—¿Y eso fue? —suplicó El, indicándole con un ademán cansino que dejara salir las palabras de su boca.
La hechicera casi esbozó una sonrisa ante aquel gesto, al tiempo que respondía:
—Eltargrim me pidió que probara suerte allí donde él había fracasado, que extrajera toda la información posible de tu mente mientras dormías. Pero pasaba el tiempo, un día y una noche, y tú seguías revolviendo los tesoros, sin el menor signo de sumirte en el más leve sopor. Así que te lo pregunté, y contestaste que nunca dormías.
Elminster asintió, y las monedas se removieron bajo su mejilla.
—¿Con qué me golpeasteis?
—Con un busto de Eldratha de Larlotha —murmuró ella—. Elminster, lo siento tanto.
—También yo —contestó él con sentimiento—. ¿Puede la magia elfa hacer desaparecer el dolor de cabeza?
—¡Oh! —exclamó la mujer, llevándose una mano a los labios con gesto contrariado—. Ya está. —Extendió las puntas de dos dedos, rozó su sien, y murmuró algo.
Y, como agua fría que resbalara por su cuello, el dolor se disipó.
El joven musitó su agradecimiento, y resbaló por el montón de monedas hasta quedar sentado de nuevo en el suelo.
—De modo que os pusisteis a trabajar en mi mente en cuanto quedé aturdido, y...
Entonces recordó, giró en redondo y se alzó para inclinarse lleno de inquietud sobre ella.
—Señora, ¡salía humo de vuestro cuerpo! ¿Resultasteis herida?
—Mystra me aguardaba, del mismo modo que aguardaba al Ungido —le contó la Srinshee con una leve sonrisa en los labios—. Se preocupa por ti, jovencito. Me arrojó fuera de tu mente, y me dijo que había colocado un hechizo en tu cerebro que podía fulminarme y convertirme en cenizas.
Elminster la miró con fijeza, y luego dejó que su mente se hundiera hasta donde, desde hacía mucho tiempo, no había habido hechizos listos para ser usados. Tendría que hacer algo al respecto; sin un solo conjuro que lanzar, y ninguna gema a la que invocar, se encontraba indefenso en medio de todos estos orgullosos elfos.
Sí, allí estaba: una magia letal que no había conocido antes, sumamente poderosa y a la vez muy simple. Un simple contacto, y la sangre elfa herviría en el cuerpo que eligiera, deshaciéndolo hasta convertirlo en polvo en cuestión de segundos sin importar armadura, hechizos defensivos o...
Se estremeció. Aquello era un hechizo asesino.
Cuando sus sentidos regresaron al momento actual, unos dedos fríos pequeños como los de un niño tiraban de su muñeca, arrastrando su mano para posarla sobre una suave carne fría. Carne que parecía...
Bajó la mirada. La Srinshee había desnudado su pecho y colocado la mano del joven sobre él.
—Señora —dijo El, los ojos fijos en las entristecidas llamas azules de sus ojos—, ¿qué...?
—Usa el hechizo —indicó ella—. No merezco menos.
El joven liberó con suavidad la mano, y volvió a colocar en su lugar lo que quedaba del vestido de la elfa.
—¿Y qué me haría entonces el Ungido? —preguntó con fingida desesperación—. Ése es el problema con vosotros los amantes de las situaciones trágicas: ¡no pensáis en lo que sucederá a continuación!
Sonrió y contempló cómo ella se esforzaba por devolverle la sonrisa. Al poco rato, comprobó que lloraba; las lágrimas afloraban en silencio a sus arrugados ojos.
Llevado por un impulso, se inclinó y le besó la mejilla.
—Hicisteis lo imperdonable, ya lo creo —gruñó en su oído—. Me prometisteis té de claro nocturno... ¡y todavía lo estoy esperando!
La hechicera intentó lanzar una carcajada, y estalló en sollozos. Elminster la tomó en sus brazos para consolarla, y descubrió que era como acunar una criatura llorosa. No pesaba absolutamente nada.
Seguía sollozando, con los brazos alrededor del cuello del joven, cuando dos humeantes tazas de té de claro de luna aparecieron en el aire frente a la nariz de éste.
Hacía tiempo que el joven príncipe de Athalantar había perdido la cuenta de aquellas cosas que consideraba más ingeniosas. Había una corona que permitía que quien la llevaba tuviera el mismo aspecto que había tenido de joven, y un guante con el que era posible volver a esculpir la carne de rostros apaleados y desfigurados. La Srinshee había colocado aparte estas cosas y aquellas otras que más habían atraído la atención del joven, en un cofre de la abovedada cámara central, pero el príncipe había visto menos de una vigésima parte de los tesoros allí guardados, y los ojos de la anciana volvían a mostrarse entristecidos.
—El —dijo, mientras el mago arrojaba a un lado una flauta que había pertenecido al héroe élfico Erglareo de la Larga Flecha—, se te acaba el tiempo.
—Lo sé —se limitó a responder él—. ¿Qué es esto?
—Una capa que acaba con las plagas de los árboles a cuyos troncos se arrolla, o de las plantas sobre las que se echa, que nos legó el mago elfo Raeranthur de...
Él se alejaba ya pesadamente de ella, en dirección al cofre de las cosas que le gustaban. Lady Estelda calló y observó con tristeza cómo se apartaba de su lado. No se atrevía a ayudarlo a remover monedas, por temor a que uno de los magos de la corte, ansioso por conseguir la muerte de este intruso humano, la observara desde la distancia.
—¿Cuánto tiempo queda? —preguntó Elminster al regresar, con una expresión de agotamiento pintada en los ojos.
—Puede que diez suspiros —respondió ella en tono quedo—, tal vez veinte. Todo depende de la prisa que tengan.
—Por que muera —refunfuñó él. ¿Era una casualidad que la hechicera hubiera apoyado la mano sobre esa esfera de cristal tres veces ya durante los últimos minutos?—. ¿Qué es esto? —inquirió, recogiéndola del suelo.
—Un cristal en el que se puede ver el curso de los ríos que atraviesan el reino, sobre la superficie o bajo ella; cada palmo de su viaje, perfectamente iluminado para que se puedan distinguir presas de castores, troncos sumergidos y fuentes de suciedad —explicó la Srinshee con rapidez—, tallado para la Casa de Clatharla, ahora desaparecida, por el...
—Lo cogeré —refunfuñó el joven, e hizo intención de alejarse, pero se detuvo con un pie alzado y dio una patada a la empuñadura de una espada enterrada bajo las monedas—. ¿Y esto?
—Una espada que corta la oscuridad y las cosas no muertas denominadas sombras... aunque creo que también a los espectros y los fantasmas...
Elminster agitó una mano para indicar que no le interesaba y volvió a ponerse en marcha en dirección al cofre. La Srinshee se ajustó el vestido adornado con piedras preciosas que su compañero había desenterrado e insistido en que se pusiera —y que no hacía más que resbalar por uno de sus encorvados hombros— y suspiró. Aparecerían en cualquier momento, y ellos...
Ya estaban allí. Se produjo un mudo estallido de luz en la abovedada cámara central, y El se quedó muy tieso al encontrarse rodeado de repente por hechiceras elfas de aspecto muy poco amistoso. Eran seis, y todas le apuntaban con mortíferos cetros en los que parpadeaban y se agitaban chispas diminutas. Al otro extremo del pasillo, El vio a la Srinshee que se acercaba. La elfa chasqueó los dedos mientras avanzaba, y un séptimo cetro apareció de repente en su mano, apuntando y listo para actuar.
El príncipe volvió la espalda despacio, seguro de a quién encontraría esperándolo en el otro extremo. A los gobernantes siempre les gustaba hacer entradas triunfales. Detrás de dos de las hechiceras había un anciano elfo con una túnica blanca y ojos que eran como dos estanques llenos de estrellas. Las mujeres se hicieron a un lado en silencio para hacerle un sitio en el anillo de la muerte. Era el Ungido.
—Bien hallado, venerado señor —saludó Elminster, y depositó con suavidad la esfera de cristal que sostenía en el interior del cofre abierto.
El elfo echó una ojeada a los tesoros que contenía, y enarcó una ceja en gesto aprobador. Objetos que concedían vigor, no objetos para combatir. Sin embargo, su voz sonó severa cuando se dejó escuchar.
—Te pedí que eligieras una cosa sola para llevarte de estas criptas. Veamos ahora esa elección.
Elminster inclinó la cabeza, y luego avanzó hacia el soberano con las manos extendidas y vacías.
—¿Y bien? —exigió el monarca elfo.
—He hecho mi elección —respondió él con calma.
—¿Eliges no llevarte nada? —inquirió el Ungido, frunciendo el entrecejo—. Es una forma muy cobarde de intentar escapar a la muerte.
—No —respondió Elminster, la voz igual de severa—; he elegido el objeto más precioso de vuestras criptas.
Los cetros flotaron parpadeantes en el aire a su alrededor, abandonados por las hechiceras que tejían ahora encantamientos con todas sus energías. El joven giró despacio, mientras ellas musitaban sus conjuros en un coro susurrante; sólo las manos de la Srinshee permanecían inmóviles. Sostenía el cetro echado hacia atrás de modo que la punta tocaba su propio pecho, y su mirada estaba llena de ansiedad.
Los hechizos cayeron sobre Elminster Aumar entonces, hechizos que escudriñaron, sondearon y estudiaron, buscando en vano objetos ocultos o encantamientos enmascaradores en el cuerpo del joven. Una por una miraron a Eltargrim y movieron negativamente la cabeza; no habían hallado nada.
—¿Y cuál es ese objeto tan precioso? —preguntó por fin el soberano, al tiempo que dos hechiceras se colocaban muy despacio frente a él para formar un escudo, empuñando los cetros de nuevo.
—La amistad —respondió él—. El respeto compartido, y mi afecto por una dama inteligente y encantadora. —Se volvió de cara a la Srinshee y le dedicó una profunda reverencia, como la que hacían los emisarios a los reyes que realmente respetaban, en los reinos de los hombres.
Tras una larga pausa, mientras las otras elfas la miraban sorprendidas, la hechicera sonrió y le devolvió la reverencia. Sus ojos brillaban, con algo que bien podían ser lágrimas.
—Has escogido más sabiamente aun de lo que yo lo habría hecho —dijo el Ungido enarcando las cejas. Más de una de las seis hechiceras de la corte parecía anonadada, y se produjeron francas exclamaciones de horrorizada sorpresa cuando el soberano de todo Cormanthor se inclinó ante Elminster—. Me honra tu presencia en este el más bello de los reinos; se te da la bienvenida aquí, y se te considera tan merecedor de residir en él como cualquier miembro del Pueblo. Forma parte de Cormanthor.
—Y Cormanthor formará parte de vos —entonaron al unísono las hechiceras, aunque se percibía una mayúscula sorpresa en más de una de aquellas voces. Elminster sonrió a Eltargrim, pero se volvió para abrazar a la Srinshee. Las lágrimas brillaban en sus ajadas mejillas cuando la mujer levantó el rostro hacia él, de modo que el joven mago las secó a besos.
Cuando la aterciopelada oscuridad volvió a descender y a desvanecerse para mostrar una sala inmensa y reluciente repleta de elfos en toda su magnificencia, la magia del Ungido hizo que el cántico volviera a sonar.
En medio de las expresiones de perplejidad de la corte de Cormanthor, todos lo oyeron resonar con claridad:
—Y Cormanthor formará parte de vos.
Cuando Elminster la vio por primera vez, Cormanthor era una ciudad de arrogante ostentación, intrigas, disputas y decadencia. Un lugar, si he de ser franco, muy parecido a la más orgullosa de las ciudades humanas de hoy en día.
Antarn el Sabio
Historia de los grandes archimagos de Faerun
,
publicado aproximadamente el Año del Báculo
Cuando Ithrythra ascendió con pasos vacilantes por el sendero arbolado del estanque entre el taconeo de sus botas nuevas, la fiesta estaba ya en su apogeo.
—Francamente, querida —confió Duilya Crepúsculo Apacible a alguien, en tonos tan altos como para sacudir algunas hojas de los árboles corteza de luna que se alzaban por encima de sus cabezas—. ¡No me importa lo que digan nuestros mayores! ¡El Ungido está loco! ¡Totalmente loco!
—Tú deberías reconocer la locura mejor que el resto de nosotros —refunfuñó Ithrythra por lo bajo, depositando su copa sobre una bandeja flotante para desatarse las plateadas botas altas. Era un alivio quitárselas. Los tacones de aguja la elevaban por encima de los criados, sí, pero ¡ahh, qué daño le hacían! Las modas humanas resultaban tan absurdas como atrevidas.
Ithrythra colgó el vestido de encaje en una rama y sacudió los volantes de sus enaguas hasta que colgaron como se suponía que debían hacerlo. Comprobó su reflejo en el cristal que colgaba bajo un árbol de sombra, un espejo ovalado más alto que ella.
Mientras mantenía los ojos clavados en sus profundidades y detectaba un leve vislumbre de cosas arremolinadas en su interior, recordó que alguna damas de Cormanthor murmuraban que aquel espejo servía en ocasiones a los Tornglara como portal para penetrar en las oscuras y sucias calles de las ciudades de los hombres. Los caballeros Tornglara realizaban un comercio que Cormanthor desaprobaba, negociaban con humanos. Y las damas Tornglara...
Chasqueó los labios ante aquellos pensamientos y los hizo a un lado con firmeza. Era la moda lo que Alaglossa Tornglara buscaba; los objetos de moda, y nada más.
Dedicó al legendario espejo una leve sonrisa. Su nuevo peinado había mantenido los rizos laterales perfectamente trenzados alrededor de la lira de mano, símbolo de su Casa; sus orejas se erguían orgullosas, con toques de colorete en las puntas y libres de alhajas excesivamente llamativas. Giró, para examinar un lado de su cuerpo, y luego el otro. Las joyas pegadas a sus costados seguían en su lugar. Hizo una pose, y lanzó un beso coqueto al espejo. No estaba mal.
Tras la comida del mediodía de cada cuarto día, las damas de cinco Casas se reunían en el Estanque de la Danza del Sátiro en los jardines particulares situados detrás de la mansión de las muchas torres que era la Casa Tornglara. Allí se bañaban en el más caliente de los estanques, en el que se había vertido agua de rosas para la ocasión, y sorbían vino de menta en largas copas aflautadas de color verde. Las bandejas de dulces azucarados y los dignamente famosos vinos Tornglara circulaban libremente, y también el auténtico motivo por el que las señoras regresaban al mismo lugar una y otra vez: el comadreo.