Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
Eran lo bastante fuertes, recordó vagamente El de los comentarios oídos a la Srinshee, para arrojar a los intrusos al otro extremo de la estancia, o permanecer inmutables ante la embestida del más fuerte de los guerreros; podían soportar incluso el ataque de una lanza, o de hasta tres guerreros corriendo hombro con hombro. ¿Podrían desgarrar del mismo modo a un fantasma humano a la deriva? ¿O rechazarlo?
Se deslizó más cerca con suma cautela, avanzando con paciencia infinita para extender el más fino hilillo de sí mismo hacia el exterior con mucho cuidado para rozar el vibrante resplandor azul.
El campo de fuerza onduló sin cambios, y él no sintió nada. Probó más al interior, extendiendo un dedo nebuloso en dirección a tres gemas colgadas en finas cadenas del curvo techo del tocador de lady Duilya Crepúsculo Apacible.
Siguió sin sentir nada, y el encantamiento no pareció variar. De mala gana se extendió a lo largo de él para rozar el resplandor azul; no apareció ninguna sensación de dolor ni alteración, ni cambio en el hechizo. Retrocedió por la habitación para apartarse del tocador, y revoloteó alrededor de la pareja unos instantes mientras se murmuraban palabras dulces con lento pero creciente deseo. Luego echó a correr por la habitación para embestir directamente a la barrera mágica.
Atravesó el centro del tocador sin alterar ni un anillo hasta salir como una exhalación por el otro lado, y cruzó la barrera otra vez para detenerse en seco en un silencioso giro invisible a pocos centímetros de la pared. ¡Lo había conseguido!
A su espalda el velo siguió reluciendo, inalterable. Elminster se volvió y lo contempló con cierta satisfacción; luego miró al otro lado del campo, a la lánguida danza en el aire de la enamorada pareja, y sonrió —o lo intentó—, tras lo cual se elevó por los aires para salir por una ventana oval a los musgosos jardines del exterior, en busca de información.
Quería encontrar al Ungido para asegurarse de que los sanguinarios
ardavanshee
—o, peor, los magos decanos de las arrogantes casas a las que pertenecían los temerarios jovencitos— no habían perdido el juicio hasta el punto de atacar el corazón y cabeza del reino.
Entonces, suponiendo que el muy venerado Señor de Cormanthor estuviera ileso, sería el momento de buscar a la Srinshee y devolverle el cuerpo a cierto
armathor
humano del reino muy calumniado, en el caso de que su actual estado no hubiera desaparecido para entonces.
Giró en la dirección en la que debía estar el palacio, se elevó hasta encontrarse entre las copas de los árboles y las afiladas torres, y marchó a toda velocidad entre ellas, contemplando a su paso las bellezas de Cormanthor.
Se veían jardines circulares como pequeños pozos verdes, y árboles plantados en arcos de media luna para rodear pequeñas extensiones de musgo con su protector círculo. Había agujas de piedra a cuyo alrededor se enroscaban árboles gigantescos como hélices vivientes de hojas y ramas perfectamente moldeadas, y ventanas abiertas en la corteza por las que se veían las figuras de jóvenes elfos entregados a juegos de danza y combate. Estandartes de seda transparente ondeaban al viento con la ligereza de hilos de gasa, sujetos a ramas a las que se había dado la forma de los dedos de una mano abierta, y sobre la palma de esa mano descansaba una habitación rematada en una cúpula. También había casas que giraban sobre sí mismas y reflejaban los rayos del sol con los revoloteantes adornos de cristal que pendían como congeladas gotas de lluvia de balcones y ventanas.
Elminster contempló todo aquello con renovada admiración. En medio de todo el desgarramiento y los combates padecidos, había olvidado lo bellas que podían ser las creaciones elfas. Si las casas decanas elfas se salían con la suya, claro, los humanos no verían nunca esto; y los pocos intrusos que lo hicieran, como un tal Elminster Aumar, no vivirían lo suficiente para contar a nadie tales esplendores.
Al cabo de un rato salió de entre un grupo de casas árboles y residencias en forma de espira con innumerables ventanas, para sobrevolar un muro que contenía varios hechizos. Al otro lado se encontraba un jardín con muchos estanques y estatuas. Mientras avanzaba sin pausa, El se dio cuenta de que el jardín era muy grande.
Y, sin embargo, no se parecía al jardín del palacio del Ungido. ¿Dónde estaba el...?
No, aquello no era el palacio. Era una casa magnífica, sí; un montículo de verdor atravesado por ventanas y erizado de esbeltas torres. Los costados cubiertos de hiedra descendían hasta las perezosas curvas de un arroyo que se deslizaba plácidamente junto a islotes que parecían enormes macizos de musgo unidos por pequeños puentes en forma de arco.
Era la mansión más bella que Elminster había visto nunca. Viró hacia el ventanal alto que tenía más cerca, que, como la mayoría de tales aberturas, carecía de cristal, y en su lugar estaba cubierto por un hechizo invisible que impedía el paso de todo objeto sólido, al tiempo que permitía la entrada de las brisas. Dos elfos bien vestidos se encontraban apoyados sobre el invisible campo de fuerza, sosteniendo sendas copas.
—Mi señor Maendellyn —decía alguien con voz fina y desdeñosa—, sin duda no consideraréis normal que un miembro de mi Casa encuentre con tanta rapidez una causa común con aquellos de linaje más reciente y menores preocupaciones; esto es realmente algo que nos sobrecoge a todos.
—¿Tenemos pues, Llombaerth, el apoyo incondicional de la Casa Starym?
—Oh, no creo que eso sea necesario aún. Aquellos que desean remodelar Cormanthor y aparecer orgullosos de hacerlo deben ser vistos de vez en cuando haciendo cosas por sí mismos... y soportar las consecuencias.
—Mientras los Starym observan, sonrientes, desde el banquillo —intervino una tercera voz con sequedad—, dispuestos a aplaudir a estas Casas audaces si tienen éxito, o decretar su sucia traición si fracasan. Sí, eso consigue que una Casa viva largo tiempo y obtenga beneficios, al tiempo que deja a aquellos de la Casa en cuestión sobre un terreno incómodo cuando pretende sermonear a otros sobre tácticas, o ética, o el bien del reino.
—Mi señor Yeschant —repuso la voz fina con frialdad—, me importa muy poco el tono de vuestros comentarios.
—Y no obstante, lord portavoz de los Starym, deberíais ser capaz de hacer causa común con nosotros... pues sois el que más tenéis que perder de todos nosotros.
—¿Cómo es eso?
—La Casa Starym disfruta ahora de la posición más preeminente entre todas. Si se permite que se lleve a cabo el insensato plan que el Ungido recomienda a Cormanthor, la Casa Starym tiene más que perder que, digamos, la Casa Yridnae.
—¿Es que existe una Casa Yridnae? —inquirió alguien desde el fondo, pero El, al acercarse más, no escuchó ninguna respuesta.
—Señores míos —se apresuró a decir lord Maendellyn—, dejemos a un lado esta divergencia y persigamos al ciervo que todos hemos descubierto ante nosotros: la necesidad de poner fin al gobierno de nuestro actual Ungido, y este desatino suyo de la apertura, por el bien de todos nosotros.
—Lo que sea que persigamos —manifestó una voz profunda con desesperación— no me devolverá a mi hijo. El humano lo hizo, y fue el Ungido quien trajo al humano al reino. Así pues, como el humano ya está muerto, el Ungido debe morir para que mi Aerendyl sea vengado.
—También yo perdí un hijo, lord Tassarion —dijo una nueva voz—, pero no es lógico que el gobernante de Cormanthor tenga que pagar necesariamente con su sangre por la muerte de mi Leayonadas. Si Eltargrim tiene que morir, que sea por una decisión razonada tomada por el futuro del reino, y no en una tarde sedienta de venganza.
—La Casa Starym conoce mejor que la mayoría el dolor de la pérdida y lo que conlleva el derramamiento de sangre —volvió a dejarse oír la fina voz de Llombaerth Starym, lord portavoz de su Casa—. No tenemos intención de minimizar el dolor de una pérdida sufrida por otros, y escuchamos la profunda e innegable demanda de justicia. Sin embargo, también nosotros consideramos que la cuestión del mantenimiento del mandato del Ungido debe ser tratada como un asunto de estado. El mal gobernante debe pagar por sus ideas escandalosas y su fracaso para conducir a Cormanthor con competencia, sin tener en cuenta los muchos o pocos valientes hijos del reino que murieron por sus errores.
—¿Puedo proponer —intervino una voz ceceante— que acordemos y pongamos en práctica el modo de eliminar al Ungido? Con ese objetivo común, aquellos de nosotros que consideran la venganza como parte de ello... yo mismo, lord Yeschant, lord Tassarion y lord Ortauré... podemos decidir entre nosotros quién intervendrá en el asesinato en sí, para que el honor quede satisfecho. Asimismo, eso permite a la Casa Starym y a otras que preferirían no tomar parte en el actual derramamiento de sangre trabajar hacia la obtención del objetivo común con manos que permanecen limpias de todo excepto la tarea de defender lealmente Cormanthor.
—Bien dicho, lord Bellas —coincidió lord Maendellyn—. ¿Estamos pues de acuerdo en que el Ungido debe morir?
—Lo estamos —respondió un coro de voces.
—¿Y estamos de acuerdo en cuándo, cómo y quién ascenderá al trono del Ungido después de Eltargrim?
Se produjo un corto silencio, y luego todos empezaron a hablar a la vez. Elminster los veía ahora: los cinco cabezas de las Casas y el enviado de los Starym, sentados alrededor de una mesa encerada con copas y botellas entre ellos, y los rotantes centelleos de un campo antivenenos parpadeando entre aquellos recipientes.
—¡Silencio, por favor! —reclamó lord Yeschant con aspereza, tras unos instantes de farfulleos—. Queda claro que no estamos de acuerdo en estas cosas. Sospecho que la cuestión de quién deberá ser nuestro próximo Ungido es el tema de mayor controversia, y debe resolverse el último; aunque debo recalcar, señores, que haremos un flaco servicio a Cormanthor si, antes de actuar, no hemos elegido a un nuevo Ungido y lo apoyamos con la misma decisión unánime que demostramos para eliminar al antiguo. A ninguno lo beneficia un reino sumido en el caos. —Hizo una pausa, y luego preguntó en tono quedo—. ¿Lord Maendellyn?
—Mi agradecimiento, lord Yeschant... y puedo añadir que lo habéis expresado de un modo muy conciso y correcto. ¿Es entonces el «cómo» eliminamos a nuestro gobernante más fácil de decidir entre nosotros, tal y como yo lo veo?
—Debe ser un modo que nos permita acabar con él personalmente —interpuso lord Tassarion con rapidez.
—Sin embargo, sería mejor —sugirió el portavoz de los Starym—, que no se llevara a cabo en una audiencia oficial u otra cita para la que un Ungido receloso pudiera reunir una fuerza defensiva formidable, y de este modo incrementar nuestras pérdidas y riesgo personal al retrasar nuestro éxito y colocar el reino en peligro de esa misma guerra e inseguridad que a todos nos preocupa tanto.
—¿Cómo engañarlo entonces para que se reúna con nosotros?
—¿Adoptando disfraces, para presentarnos ante él como sus consejeras: esas seis hechiceras con las que pierde el tiempo, por ejemplo?
Lord Yeschant y lord Tassarion fruncieron el entrecejo a la vez.
—Me disgusta la idea de incluir tantas complicaciones extra en lo que hagamos —manifestó Yeschant—. Si una de ellas nos observara, nos atacaría sin dilación, y tendríamos una batalla de hechizos mayor de la que deberemos soportar si podemos coger a Eltargrim a solas.
—¡Bah! Como Ungido puede llamar e invocar a su lado a toda una serie de cosas —indicó el enviado de los Starym con indiferencia.
—Cierto, pero si tal ayuda llega y lo encuentra muerto —repuso lord Tassarion pensativo—, las cosas no serían igual que si atraemos a la contienda a una o incluso a las seis damas hechiceras, todas ellas miembros de casas nobles, recordadlo, con el precio en vidas que conllevaría inevitablemente su muerte, antes de estar seguros de que podemos asesinar al Ungido allí y en ese momento. No quisiera verme atrapado en una prolongada batalla por todo el reino con seis hechiceras hostiles capaces de transportarse a nuestros regazos y luego desaparecer, si no tenemos la seguridad de obtener la certera y veloz muerte del soberano con cualquiera que sea el precio que hayamos pagado.
—No considero que estemos preparados para eliminar al Ungido, todavía —ceceó lord Bellas—. Veo que estamos indecisos entre tres alternativas: desafiar públicamente su mandato, asesinarlo sin tapujos, o limitarnos a estar cerca cuando le ocurra un «desafortunado accidente» a nuestro amado monarca.
—Señores —dijo su anfitrión en tono firme—, queda claro que aún tardaremos un tiempo en llegar a un acuerdo sobre estas cuestiones. Me esperan ciertos compromisos esta noche, y cuanto más tiempo permanezcamos aquí reunidos, mayor es la posibilidad de que alguien del reino oiga o sospeche algo. —Lord Maendellyn paseó la mirada por la habitación y añadió—: Si nos separamos ahora, y todos recapacitamos sobre los tres asuntos que lord Yeschant tan competentemente ha subrayado, confío en que cuando os llame dentro de tres mañanas, podremos reunirnos de nuevo armados con lo que necesitaremos para llegar a un acuerdo.
Los reunidos se mostraron de acuerdo y se levantaron veloces para dirigirse a las puertas y marcharse.
Por un instante, El se sintió tentado de quedarse por allí y seguir a uno o más de aquellos conspiradores, pero sus mansiones o castillos eran todos fácilmente localizables en la ciudad, y tenía sus propias necesidades que atender. Debía comprobar por sí mismo si Cormanthor seguía teniendo un Ungido que asesinar, o si alguien se había adelantado a estos exaltados caballeros.
Salió volando por la ventana y rodeó el castillo Maendellyn sin perder un instante, pasando veloz junto al resto de sus torreones en la dirección que había tomado en un principio. Los bellos jardines se extendieron bajo él mientras avanzaba; bellos y bien protegidos, ya que no menos de tres barreras centellearon frente a él cuando las atravesó y siguió adelante, en busca de las espiras que conocía.
Los jardines finalizaron por fin en un alto muro disimulado por un espeso bosquecillo. Una calle discurría más allá del muro, y una hilera de casas daba a aquella calle. Sus jardines traseros se extendían a través de exuberantes parterres y bajo innumerables foscos hasta otra calle, en cuyo extremo se alzaban los muros de los jardines de palacio.
Los espíritus vigilantes del lugar tal vez podrían verlo, pero El debía llegar al palacio, de modo que se deslizó hacia él, con suma cautela ahora, por temor a que los encantamientos que envolvían la Casa Suprema de Cormanthor fueran más poderosos que los que había encontrado hasta ahora.