Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
—Entiendo lo que sentía, pero no lo que hizo —dijo Kirk con aspereza.
—Nosotros pensamos que íbamos a morir allí —exclamó, levantándose del asiento.
Un fornido guardia de seguridad le empujó de vuelta a la silla, suavemente pero con firmeza.
—Todos ustedes se sentían de la misma forma —señaló Kirk—. Todos ustedes tenían miedo, pero sólo usted cometió traición.
Nars se cubrió el rostro.
—Yo fui el único a quien sedujeron las promesas y amenazas de Krail.
El klingon había sido un cuadro intermedio en aquella época, encargado de corromper a las fuerzas leales con cualquier medio a su alcance. Dos meses después de que la familia real hubiese establecido su residencia en la casa campestre orandina, el klingon renovó sus contactos con Nars.
—Vino a la casa con dos vendedores ambulantes.
—¿Cuál fue su oferta? —preguntó Byrnes.
Nars masculló la respuesta con vergüenza.
—Dinero.
Kirk sintió que se le tensaban la mandíbula y los puños.
—¡Qué patriótico!
—Usted no estaba allí —le replicó Nars con voz tensa—. Nosotros no teníamos absolutamente nada más que cuatro paredes. Ese dinero me permitió comprar un poco de vida, no sólo para mí, sino también para los demás. Pude comprar libros para el rey y para la princesa. Hierbas y medicamentos para lady Meya cuando cayó enferma. Pequeñas cosas para mis subordinados, con el fin de que fuesen menos infelices en aquel lugar.
—¿Y qué fue lo que les vendió? —preguntó Byrnes.
Nars soltó una rugiente carcajada en cuya textura se enredaba una hebra de histeria.
—¿Qué les vendí? Nada… nada. Durante todos aquellos años, no les dije nada que fuese útil para nadie. ¿Qué era lo que tenía para decirles? Respóndame, capitán Kirk. Usted fue quien nos envió al infierno. Estuvimos pudriéndonos allí durante dieciocho años. Durante todos esos años vivimos como lo hacen los muertos, sin nada que diferenciase un día del anterior o del siguiente. ¿Qué era lo que podía venderles?
Saltó de su asiento y aferró a Kirk por los hombros, cogiendo a los guardias por sorpresa. Kirk le empujó nuevamente hacia la silla, y los guardias le sujetaron, aunque con retraso. Nadie habló. Nars respiraba trabajosamente.
—Durante dieciocho años, les conté a los klingon unos secretos de Estado tan importantes como los cumpleaños de la princesa, la desesperación y enfermedad del rey, la muerte de lady Meya —susurró amargamente—. No tenía ningún secreto militar. Cuando intenté romper el trato, me amenazaron con hacerle daño al rey y a su hija. Dijeron que podían matarlos cuando les diese la gana, y que nadie se enteraría o le importaría. Lo hice para proteger a la familia. No parecía haber mal ninguno…
—Hasta que traicionó una confianza sagrada y les habló a los klingon de esta misión —continuó Kirk con voz pétrea.
—¿Qué más hizo usted con el dinero obtenido? —preguntó Byrnes, apartando el tema de la ira que el capitán Kirk apenas podía contener.
Nars se derrumbó sobre la mesa.
—Nada. No hice nada —sollozó lastimosamente.
—Compró los favores de ciertas mujeres —le dijo cautelosamente Krail—, para ponerlo en términos delicados en atención a usted, teniente Byrnes.
—No sabía que los klingon pudiesen ser delicados —señaló ella—. No se reprima por mí.
Krail había ocupado el lugar de Nars en la celda de interrogatorio. Kirk se hallaba recostado contra la pared, y un par de guardias vigilaban la sala junto a la parte interior de la puerta protegida con un escudo de energía.
—Si insiste usted… —replicó Krail—. Nars no es el tipo correctísimo que él pretende aparentar. Parece ser que, durante el tiempo que permaneció en Orand, desarrolló unas cuantas depravaciones, incluida una cosa llamada hierbapipa. Creo que es para fumarla. Realmente, podía desesperarse bastante si se le agotaban las reservas. Supongo que podría decirse que era adicto a esa sustancia.
—¿Y cómo llegó a adquirir dicha adicción? —preguntó Kirk—. ¿Es posible que haya sido usted quien le inició en ello?
—Capitán, me ofende su intento de relacionarme con… Kirk le interrumpió en seco, al asestar un fuerte puñetazo sobre la mesa.
—Ya estoy harto de usted, Krail. La suerte de Nars está fuera de sus manos. En cuanto a usted, tanto si coopera como si no, confiesa o guarda silencio, tenemos pruebas suficientes como para enviarle a una colonia presidio por el resto de su vida.
—No es un sistema muy civilizado, capitán.
—Enciérrenlo —dijo abruptamente Kirk.
Le dirigió al klingon una mirada de desprecio y se marchó de la celda.
«La Flota Estelar tendrá su espía, con un pez gordo que cayó en las redes como un regalo. Espero que se sientan emocionados», pensó Kirk mientras se encaminaba hacia el turboascensor por la cubierta de los calabozos. Nars había resultado ser indigno incluso de desprecio, y un espía klingon menos, aunque fuese tan importante como Krail, no constituiría la menor diferencia en la balanza del poder.
Entró en el ascensor que aguardaba. Las puertas se cerraron con un siseo y él hizo girar la palanca de control.
—Quinta planta.
Lo importante en ese momento era conseguir llegar a tiempo a Sigma 1212. Todo el plan cuidadosamente trazado había degenerado en una carrera contra reloj y contra los klingon. A aquellas alturas, Kirk sabía que no tenía posibilidad de hacer cualquier otra cosa que no fuese esperar que el apresurado viaje de rescate de la tripulación de la
Galileo
no se convirtiese en la búsqueda de unos cadáveres.
El cuerpo del rey reposaba en el depósito de la enfermería, y allí iba a permanecer. No habría urna de piedra, ni correcta incineración shadiana, ni entrada en la otra vida. Todavía no. Si Stevvin iba a reunirse con sus ancestros, llegaría tarde. Kirk esperaba que los dioses lo comprendiesen y perdonasen.
Las montañas Kinarr se alzaban como centinelas que desafiasen a los viajeros a atravesarlas. La elevada cadena, casi tan antigua como el planeta mismo, guardaba la Corona de Shad en algún punto oculto entre sus picos. Si la
Galileo
hubiese podido aterrizar en las coordenadas que había señalado el rey, la búsqueda hubiese sido corta y directa; pero, mientras ascendían cada vez más por las sendas que describían una espiral a través de la perpetua niebla, McCoy sentía una mayor convicción de que la búsqueda era desesperanzada.
Se detuvieron a descansar en una cueva labrada en la ladera de la montaña por milenios de vientos y lluvias. Por el momento, los protegía de las ráfagas que alternativamente intentaban empujarlos contra la pared interior de roca que se alzaba a un lado del camino, o arrojarlos por encima del borde exterior. McCoy le dio a Kailyn una inyección de holulina; luego se sentó en el suelo y se recostó contra una piedra.
—Spock, ¿por qué estamos haciendo esto?
—Usted sabe por qué, doctor.
—Vuelva a decírmelo, porque en este momento tengo mis dudas. Aquí estamos, subiendo una montaña en alguna parte de una cadena de trescientos veinte kilómetros…
—Sabemos que estamos siguiendo el camino más lógico.
—No tenemos forma de saber si nos hallamos a tres metros o a tres kilómetros de esa Corona.
McCoy sacudió la cabeza y miró al otro lado de las montañas Kinarr. Las cimas de prácticamente todas se perdían entre las densas nubes que flotaban sobre la región. La visibilidad era limitada, pero lo que podía ver le hacía decididamente infeliz.
—Todas tienen el mismo aspecto —gimió—. Por aquí no hay demasiados puntos de referencia, Spock. Hemos estado ascendiendo desde esta mañana, llevamos ya cuatro horas de camino, y no sabemos si estamos aproximándonos o alejándonos de nuestro objetivo. Eso hace que sea difícil continuar.
—Vaya, ¿qué ha ocurrido con su optimismo? —preguntó Kailyn.
—Lo dejé unos kilómetros más abajo.
—Usted expuso de forma muy precisa que teníamos pocas elecciones en el momento presente —señaló Spock con paciencia—. Las discusiones no sirven absolutamente para nada.
—Mi cabeza sabe que tiene usted razón, pero mis pies me dicen constantemente que está equivocado.
Kailyn se puso de pie.
—La
Enterprise
llegará aquí dentro de aproximadamente dos días. No quiero que se marche sin nosotros, y la única forma que tenemos de asegurarnos que estaremos a bordo es llegar al asentamiento de Shirn O’tay.
Le tendió una mano a McCoy y le ayudó a levantarse. Refrescada por la inyección y el descanso, Kailyn se puso en marcha a la cabeza del trío. McCoy echó a andar detrás de ella.
—La joven dama le ha convencido con bastante presteza, doctor.
McCoy le dirigió una mirada cáustica.
—Cállese, Spock.
La dificultad del ascenso varió… de mala a peor por lo que a las piernas de McCoy respectaba. Cuanto más subían, más abrupto se hacía el sendero. La vegetación se hizo escasa y unas ráfagas heladas y cortantes les atravesaban las ropas. Las pequeñas extensiones de nieve aparecían con creciente frecuencia, y muy pronto la mayor parte del terreno rocoso apareció cubierta de blanco. La neblina se había hecho más espesa, pasando de una fina bruma a una espesa cortina de niebla que ocultaba incluso los picos más cercanos. Pasado un rato, McCoy encontró un raro consuelo en el hecho de que no pudiese ver más allá del borde del sendero; eso le permitía olvidar la escarpada pendiente que caía a pico a poca distancia del suelo que pisaban. Alguna piedra que pateaban y ocasionalmente caía al vacío, les servía de atemorizadora advertencia que repiqueteaba en las rocas de más abajo y finalmente caía más allá de lo que el oído podía percibir. Había una larga caída, muy larga.
—Entre dos mil cuatrocientos y tres mil metros —calculó Spock durante la siguiente escala del camino.
McCoy estaba sentado, casi tendido y con ambas piernas estiradas delante de sí.
—Tengo tantos calambres que voy a necesitar una silla de ruedas, Spock. El aire se está haciendo demasiado tenue. —McCoy se frotó los ojos y suspiró—. Soy demasiado viejo para esto.
Kailyn se dejó caer de rodillas a su lado.
—No, no lo es. Puede que esto le alivie. —La muchacha comenzó a masajearle el músculo de la pantorrilla y la parte posterior del muslo—. Solía hacerle esto a mi padre cuando regresaba de una excursión.
Durante un instante, una mirada lejana le nubló la vista y el masaje se hizo más débil.
—No se detenga —le pidió McCoy—. ¿Qué le ocurre?
—Nada —replicó ella con voz melancólica—. Sólo estaba pensando en mi padre, preguntándome cómo estará.
—No se preocupe —le dijo McCoy, cogiéndole una mano—. Puede que yo sea el cirujano jefe, pero los demás pueden trabajar igual de bien sin mí.
—¿Ah, sí? —preguntó Spock con tono indiferente—. Entonces, ¿por qué continúa el capitán soportándole a usted?
—Porque soy una presencia encantadora —le espetó McCoy—. Venga, pongámonos en camino.
Gruñó al ponerse nuevamente de pie.
Kailyn se aferró a un brazo del médico.
—Tengo promesas que cumplir y kilómetros que recorrer antes de dormir —murmuró la muchacha.
—¿No es eso de un poema?
Ella asintió con la cabeza.
—De un magnífico poeta de su planeta: Robert Frost.
—Ah, sí. Era de Nueva Inglaterra. Yo siempre he preferido a los poetas de los estados del sur.
El sol de Sigma 1212 resplandeció con una gloria repentina y pasmosa. Después del tiempo pasado en el espacio, donde los soles gigantes eran reducidos a parpadeantes puntos a causa de la distancia, y los pasados días de lúgubres nubes y violentas tempestades, la estrella que alumbraba el planeta brillaba ahora como un fuego celestial, bañando las cumbres de las montañas y sus sombreros de nieve con un brillo cegador. Mientras avanzaban, la densa niebla había comenzado a aclararse gradualmente con la altitud, pero la brillante luz había aumentado de una forma tan lenta, que les pasó inadvertida a los tres viajeros, más concentrados en la senda que tenían bajo los pies que en el cielo que se abría por encima de sus cabezas.
Así pues, el sol había estallado sobre ellos como una llamarada celestial. Libres de la niebla, los picos se alzaban por todas partes, y ellos permanecieron inmóviles, faltos de aliento por la impresión, rodeados por prístina belleza y una blancura tan inmaculada que les hacía daño mirarla. McCoy parpadeó, negándose a bloquear aquella luz que le hacía sentir un hombre nuevo.
—Había olvidado cómo era la luz solar —susurró.
Kailyn bajó la mirada hacia las nubes que se extendían debajo de ellos. Antes habían parecido de un gris inalterable, pero ahora, desde aquel punto aventajado, eran de un blanco puro y espumoso, como una alfombra tendida a sus pies.
—Me da la sensación de que podría saltar ahí abajo y caminar sobre ellas —dijo, acercándose peligrosamente al borde del precipicio.
Se sentía ligera, como una niña en un país de maravillas.
Ni siquiera Spock podía resistirse al esplendor que se extendía ante ellos. Con los ojos entrecerrados, paseó la mirada de un punto a otro del horizonte, momentáneamente abrumado por el arrebatador panorama tendido más abajo como el enorme lienzo de un pintor.
—Increíble —dijo con voz queda—. ¡Semejante belleza en estado puro!
—Nunca he visto nada parecido —afirmó McCoy.
Spock recorrió con los ojos las escarpadas montañas, y luego los volvió hacia el sol, de color rojo anaranjado. El sol. Se movía muy lentamente atravesando el cielo blanco azulado en dirección al horizonte. El tiempo pasaba inexorablemente. La noche se acercaba cada vez más.
Tenemos que continuar —dijo finalmente.
McCoy creyó percibir una punzada de pesar en la monótona voz de racionalidad, y miró directamente a los ojos del primer oficial; en ellos encontró lo que buscaba.
Spock le devolvió la mirada sin vergüenza.
—La apreciación de una belleza tan absoluta no es nada ilógico, doctor.
—No, no lo es —replicó suavemente McCoy.
Durante algún tiempo la senda pareció descender, de concierto con el sol. Las sombras se alargaron y se cruzaron en el camino mientras Spock abría la marcha. Una vez más, se detuvieron para dar descanso a sus cada vez más agotadas piernas. También Spock había comenzado a dar muestras de fatiga, en su respiración agitada y la obvia rigidez del hombro derecho, el que se había lesionado durante su aventura de la noche anterior. McCoy cayó sobre el suelo, casi exhausto, y Spock se arrodilló junto a él.