Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
El anciano jefe condujo a su pueblo desde la cámara sagrada a una caverna lateral más pequeña en la que tendría lugar el banquete. Spock, McCoy y Kailyn siguieron a la muchedumbre.
—Estamos en la zona de alojamiento —exclamó McCoy con entusiasmo—. No creía que viviría para verla.
Pero el alegre grupo arrastró a Kailyn sólo en cuerpo; su espíritu estaba inquieto. Se había concentrado tanto en los obstáculos físicos que estaban en el camino que la conduciría hasta la Corona, que se había permitido olvidar la rigurosa prueba con la que tendría que enfrentarse en solitario. Ni McCoy ni Spock podrían ayudarla una vez que aquel objeto fuese depositado sobre su cabeza. La mayor tarea de su joven vida estaba más cerca de lo que ella nunca había pensado que se hallaría, y hacía que el viaje a través de los terrores de Sigma 1212 pareciese un juego de niños. Se sorprendió deseando que se hallaran todavía en los senderos de alguna parte de las montañas, en cualquier parte menos tan cerca de la Corona de Shad como en aquel momento.
Hacía mucho tiempo que se había agotado la paciencia del comandante Kon. La tormenta espacial había evitado que se acercasen más a Sigma 1212 durante casi dos días, y la tensión a bordo de la nave espía klingon estaba peligrosamente cerca del punto de ebullición. El corpulento oficial artillero miraba con incomodidad a Kon de vez en cuando; no cabía duda de que la mandíbula del hombre aún sentía dolor a causa del puñetazo que Kon le había asestado en la pelea que ambos habían tenido por la mañana.
Como comandante, Kon prefería que sus órdenes fuesen obedecidas sin necesidad de recurrir a tácticas de persuasión, y desde luego sin tener que pelear; pero el teniente Keast había insistido en dar un consejo que nadie le había pedido. Cuando Kon le advirtió que estaba al borde de la insubordinación, Keast se volvió insultante. El puñetazo lo había silenciado de forma bastante eficaz, aunque, al reflexionarlo más tarde, Kon reconoció ante sí mismo que había sido afortunado al coger con la guardia baja a aquel teniente mucho más corpulento y joven que él.
A medida que pasaban las horas, miraba a Kera cada vez con mayor frecuencia. No sólo prefería la belleza de ella al rostro malhumorado de sus oficiales masculinos, sino que era ella quien le informaría si la tormenta amainaba. Finalmente, la mujer lo hizo.
—¿Podemos entrar, Kera?
—Sí, comandante. Estoy completando el análisis de la zona por medio de los sensores.
Se volvió hacia la terminal de la computadora, descansando levemente las manos sobre varios interruptores de control, preparada para pasar de un modo a otro y de una a otra pantalla.
El río de datos significaba muy poco para Kon, que esperó una vez más con unas reservas de paciencia recargadas.
—Ocurre algo extraño, señor —dijo Kera con el entrecejo fruncido. Pulsó una secuencia de botones—. Estoy recibiendo un mensaje de la Federación.
Kon se irguió en su asiento.
—¿Está la
Enterprise
en su radio de alcance?
—Negativo, señor. No hay más naves que la nuestra.
—Entonces, ¿con quién se están comunicando?
—Ah, ya veo. Con nadie. El mensaje se repite una y otra vez. Es una señal de emergencia automática.
—Así que… la nave de la Federación no consiguió aterrizar bien, después de todo. Nuestra decisión de esperar fue un excelente movimiento estratégico, ¿no lo cree así, Kera? —dijo Kon en voz alta, con un tono mordaz dirigido a Keast, que estaba sentado en su puesto con rostro malhumorado.
Kera sonrió serenamente.
—Excelente, comandante. —Quizá después de esa misión ella volvería a considerar la posibilidad de tener relaciones sexuales con él. La expresión de los ojos del hombre era inconfundible: la decisión dependía de ella, pero eso era algo para meditarlo más adelante—. Estamos fijos sobre la posición de la nave de la Federación, señor. Podemos proceder al aterrizaje.
La nave klingon se posó a un kilómetro y medio de la abandonada
Galileo
, en un claro cercano al arroyo que corría veloz y crecido dentro de sus márgenes. Era el momento de la puesta del sol, aunque la capa de nubes hacía que el cielo pareciese más oscuro, casi completamente negro. Con el rayo de una linterna alumbrando el camino que se extendía ante él, Kon abrió la marcha hacia la lanzadera. Las ráfagas del cortante viento barrían los terrenos de las tierras bajas, y los cuatro klingon sacaron sus armas al aproximarse cautelosamente a la nave.
—¿Obtiene alguna señal de vida? —preguntó Kon.
Kera recorrió la
Galileo
con un sensor.
—Ninguna.
Kon se volvió hacia los dos oficiales hombres.
—Quédense de guardia aquí mientras nosotros registramos el interior.
Sopló una fuerte ráfaga y el casco metálico desgarrado crujió y gimió. Kon se volvió por reflejo con el arma a punto, tras lo cual se volvió y miró a la oficial científica con timidez. —Toda esa espera me ha puesto un poco nervioso. —Trate de no dispararme por accidente. Kon sacudió la cabeza.
—A usted, no. A Keast, tal vez.
Ambos se echaron a reír y se metieron debajo del flanco de la lanzadera para poder llegar hasta la escotilla de entrada.
Una vez dentro, Kon recorrió el interior con el rayo de luz de la linterna, mientras Kera dirigía el sensor hacia los escondrijos y rincones.
—No hay cadáveres —meditó Kon.
—Pero aquí tenemos sangre —señaló la oficial científica, recogiendo el paño con manchas de color marrón oscuro—. Alguien resultó herido.
Los interrumpió un suave y repetitivo golpeteo sobre el casco de la lanzadera.
—¿Qué es eso? —preguntó Kon.
—Parece el sonido de la lluvia.
Escucharon durante unos instantes, y el golpeteo se hizo más insistente… más fuerte, ruidoso, rápido. —Comandante —gritó Keast desde la compuerta—, aquí fuera llueve a cántaros. Los cielos se han abierto de pronto.
—Si acaba empapado —dijo Kera en voz baja—, nunca oiremos el final de sus quejas. ¿Quiere tener que volver a golpearlo?
Kon adoptó una expresión de asco.
—Muy bien —gritó—. Entren aquí los dos.
Keast y su compañero de guardia subieron por la maltrecha entrada. Ya estaban empapados, y el aire helado los hacía tiritar. Kon les echó una mirada de ferocidad, mientras Kera continuaba con su minucioso reconocimiento de la cabina de la lanzadera.
—Las armas han desaparecido. La mayor parte de las reservas de comida han quedado aquí, señor, pero están contaminadas.
—¿Evaluación?
—Yo diría que fueron capaces de salir de aquí, pero hasta dónde pueden haber llegado es algo difícil de determinar, especialmente con las condiciones atmosféricas que tiene este planeta.
—Sí —dijo Kon con aire pensativo—. Los enclenques de la Federación no podrían medrar en un clima tan duro, a diferencia de nosotros, los klingon. —Les dirigió una feroz mirada a los temblorosos oficiales—. Al menos, la mayoría de los klingon.
—Lo siento, comandante —protestó Keast—, pero hace mucho frío… y la temperatura está bajando.
—Estén donde estén, van bien armados —continuó Kon—. Eso significa que podrían haber atacado a cualquiera de los nativos de la zona para conseguir comida y cobijo.
—Excepto por el hecho de que los cobardes de la Federación no operan con tanta eficiencia —le recordó Kera.
—Cuando se trata de sobrevivir, incluso un perro oficial de la Flota Estelar como ese medio vulcaniano, Spock, mataría si le dieran la oportunidad. Métanse eso en la cabeza todos ustedes. Si los encontramos, prepárense para disparar a primera vista.
—Entre tanto, señor —dijo Keast con tono beligerante—, ¿qué vamos a hacer?
—Esperaremos a que amaine esta tormenta. Odiaría que tuvieran que volver a mojarse.
—Pero los espías de la Federación podrían estar…
—…sentados en alguna parte, haciendo exactamente lo mismo que nosotros: esperar —dijo Kon, interrumpiéndolo—. No perderemos terreno. Estoy seguro de que no se encuentran lejos de aquí, y no tendremos ningún problema para seguirles la pista cuando mejore el tiempo. No tendrá usted tantas reticencias a viajar en la oscuridad como las tiene a permanecer bajo la lluvia, ¿eh, Keast?
—No, señor, no las tengo —le respondió el teniente con tono rígido.
Los klingon pasaron una hora en el casco de la lanzadera lleno de goteras, pero la lluvia no hizo más que empeorar. Un remolino de viento se desplazaba atravesando el bosque, arrancando árboles y arrojándolos lejos como si fuesen finas ramas. El tornado recogía toda clase de desechos y los arrastraba aullando por las tierras llanas y los elevaba por encima de las colinas. Llegó hasta la
Galileo
y la sacudió como a un juguete de niño que fuese arrojado por el aire por la mano de un gigante.
Los klingon nunca llegaron a saber qué los atacó. Keast murió instantáneamente al golpearse la cabeza contra un mamparo divisorio. El otro oficial fue catapultado a través de la escotilla abierta y se estrelló contra las piedras que había abajo antes de que la lanzadera le rodase por encima. Kera y Kon se aferraron a los asientos que aún estaban sujetos al piso, y ambos estaban con vida cuando el ciclón pasó de largo y la
Galileo
, rota en dos mitades, se detuvo contra un barranco emplazado a casi cien metros de la posición que ocupaba antes.
Salieron tambaleándose bajo la fuerte lluvia. Kon cayó al suelo, semiinconsciente. Kera mantenía el brazo derecho apretado contra el flanco para protegerse una costilla que sospechaba que se había fracturado. Se arrodilló en el fango y utilizó una manga de su traje para limpiar la sangre que cubría los ojos del comandante; fue entonces cuando vio la profunda y fea brecha abierta encima de la nariz del hombre.
—¿Puede ponerse de pie, Kon?
—Creo que sí. Tenemos que regresar a nuestra nave. Ayúdeme a levantarme.
Ella hizo todo lo que puso, y ambos cojearon hacia el relativo abrigo de los árboles.
—El arroyo —susurró Kon entre los labios ensangrentados—. Tenemos que seguirlo.
—Ya casi hemos llegado.
Kon tropezó y, al caer, se aferró a Kera para sostenerse. El brazo de él se cerró con fuerza en torno a la cintura de la mujer, y ella profirió un alarido de dolor: Kon acababa de encontrar la costilla rota.
La mujer contuvo la respiración y las lágrimas, consiguió que ambos recuperasen el equilibrio y continuó avanzando por entre los árboles.
Pudieron oír el rugido del agua justo delante de sí, aunque resultaba casi inaudible por encima del aullido del viento; sin embargo, sería la guía que los llevaría de vuelta a la seguridad de su propia nave.
Los truenos retumbaban en el oeste. Una cabeza de Medusa de rayos rasgó el cielo, separándose los unos de los otros y precipitándose sobre el planeta que se extendía debajo. Uno de ellos cayó sobre un añoso árbol que se encumbraba por encima del camino. El árbol estalló y se hizo pedazos, arrojando astillas de madera como metralla en todas direcciones. Kera empujó a Kon para resguardarlo tras otro árbol de ramas bajas… un instante demasiado tarde. Una estaca dentada se clavó en el pecho de Kon y éste murió antes de tocar el suelo. Kera se tendió sobre él.
—¡No! —gritó, y luego reprimió otro grito que había comenzado en lo más profundo de su garganta. La única respuesta de los torturados señores de la naturaleza que regían aquel planeta salvaje, fue la invariable lluvia torrencial, el trueno y el crepitar del tocón del árbol en llamas. La madera chamuscada siseaba al caerle encima la lluvia, y se convertía en vapor.
Kera estaba sola… pero era una klingon. Tendría que continuar adelante e intentar cumplir aquella misión… sola, o morir en el intento.
Sirn O’tay demostró ser un anfitrión afable. Su manta era en realidad una suntuosa alfombra fabricada con varias pieles de zanigret y acolchada con lana de ovejas de nieve. El Banquete de las Lunas señalaba la ausencia simultánea de ambas lunas en el firmamento, y eso ocurría sólo cuatro veces al año debido a las órbitas desiguales de los satélites de Sigma. El oscurecimiento de los cielos representaba el purificador cambio de las estaciones, y las lunas nuevas que saldrían a la noche siguiente eran adoradas como heraldos de la buena suerte.
Las largas fuentes de carne de las ovejas sacrificadas para la ocasión, y el surtido de verduras y hierbas, fueron una visión agradable para el trío de la lanzadera; eran muy diferentes de las bayas y concentrados que habían comido durante los últimos dos días. Finalmente habían tenido la posibilidad de quitarse los trajes térmicos sucios y desgarrados, tras lo cual McCoy y Kailyn se atiborraron de comida; Spock comió sólo verduras y hierbas, y los tres escucharon ávidamente las respuestas que dio Shirn a las muchas preguntas formuladas acerca del asentamiento de la montaña.
—Hemos vivido de forma muy parecida durante cientos de años —les explicó el anciano—. Nuestros antepasados encontraron este valle, e interpretaron el descubrimiento como una señal de los dioses del viento. Como ya habrán visto, nuestro mundo no es en general hospitalario.
—Bueno, ciertamente hemos tenido bastantes muestras de los malos modales del planeta —replicó McCoy entre dos bocados.
—Esa tormenta con la que nos encontramos en las tierras bajas… ¿es algo común en el clima de este mundo? —preguntó Spock.
—Para las tierras bajas, sí. Incluso lo es para las montañas; pero no en el interior del seno de las Kinarr, donde nos hallamos ahora. En la planicie rara vez tenemos algo más que una suave nevada. Las ovejas de nieve vivían en este valle desde antes de la llegada de nuestros antepasados, y fueron muy fácilmente domesticadas. Existe una historia que les hacemos relatar a los niños durante los festines, para que se perpetúen las antiguas leyendas. ¡Tolah! ¡Tú comenzarás!
Un duendecillo con forma de niña se levantó de una manta emplazada al otro extremo de la cueva. Avanzó sin hacer ruido y se detuvo ante Shirn. Parecía tener unos ocho años de edad, y llevaba un brazalete de cascabeles que tintineaban dulcemente cuando ella se movía. El anciano le tendió un pergamino.
—Tolah, la historia de la primera oveja de nieve.
La niña se alejó de Shirn con un enorme paso de ballet, y habló con voz muy seria.
—La primera oveja de nieve saludó a nuestros ancestros en el cruce de las Kinarr, y tenía grandes cuernos, mucho más grandes que los que tiene ahora.