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Authors: Howard Weinstein

El pacto de la corona (6 page)

BOOK: El pacto de la corona
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Sulu saltó hacia delante y desapareció corriendo en el recodo del pasillo.

Chekov se apartó de la compasiva pared y se balanceó durante un instante.

—Con amigos como éste, ¿quién necesita a los klingon?

Se alejó tambaleándose, y Kirk continuó con el recorrido.

¡Tantos recursos a la disposición de aquel hombre!, pensó Kailyn. ¡Tanta gente y destrezas en la punta de sus dedos! Nunca había estado en nada parecido a aquella nave excepto un planeta, un mundo. Eso era la
Enterprise
en realidad: un mundo completo en sí mismo, y Kirk era su rey.

¡Lo inspecciona con tanta confianza, con tanto placer!, se maravilló la joven. Él era allí un gobernante soberano, como tendría que serlo ella. Como su enfermo padre lo había sido años antes. Se preguntó si él habría desempeñado el mando con la misma comodidad con que parecía ostentarlo Kirk. ¿Se le adaptaría a ella alguna vez el manto de responsabilidad y poder tan bien como parecía amoldársele al capitán?

El rey Stevvin se quedó dormido poco después de regresar a su camarote; McCoy se detuvo durante un instante para comprobar las pantallas de los aparatos, y no le gustó lo que le decían. El cansancio del recorrido por la nave probablemente no había constituido diferencia alguna, pero el rey de Shad se acercaba lentamente a su muerte. El doctor se guardó aquella comprobación para sí, mientras Kirk se encaminaba de vuelta al puente y Kailyn se marchaba a su camarote, contiguo al de su padre, para descansar.

McCoy entró en su oficina y observó la puerta mientras ésta se deslizaba ante él con un ligero siseo, hasta aislarlo completamente del pasillo.

—Maldición —refunfuñó—. No se pueden dar portazos en esta condenada nave.

Le sacudió, por tanto, un puñetazo a la mesa que tenía más cerca; pero no era lo mismo y anheló una puerta antigua de las que podían cerrarse de golpe, y el estruendo que sacudiría la habitación procedente de dicho acto.

Su fastidio se originaba en dos fuentes. La primera era su incapacidad para hacer nada respecto al inevitable fallecimiento del rey. La segunda… la segunda le helaba la sangre. Cuando miraba a Stevvin en su silla de ruedas, se veía a sí mismo, un hombre viejo, indefenso como un bebé… al que había que alimentar, o llevar de un lado a otro en un carrito. Se miró una vez más al espejo, miró las arrugas reunidas a causa de las demasiadas horas nocturnas pasadas en demasiados laboratorios, los persistentes remordimientos por su malhadado matrimonio, las preocupaciones por su hija Joanna, ahora adulta y prácticamente una extraña para él, el sabor de unas cuantas copas de más a las que podría haber renunciado.

«Eso ya es agua pasada —se dijo, encogiéndose mentalmente de hombros—. Incluso a los vulcanianos se les hacen arrugas. Además, los surcos faciales no significan que me haya hecho viejo. Uno es lo que piensa que es, y en este preciso momento yo pienso que soy un viejo. Demonios, qué haría si ahora mismo entrase aquí una mujer y…»

La pregunta se vio interrumpida por la puerta de la oficina al abrirse. Kailyn dio un paso al interior y miró en torno de sí como un gorrión nervioso.

—Doctor McCoy —dijo atropelladamente—, quiero aprender a ponerme yo misma las inyecciones de holulina.

McCoy arrugó el entrecejo.

—Ahora no, Kailyn —le respondió con mayor brusquedad de la que pretendía—. Tengo algunas cosas que…

Antes de que pudiese acabar el pensamiento, ella se había marchado tan silenciosa e inesperadamente como había aparecido, y él se encontró mirando la puerta que se cerraba.

«Maldición. ¿Por qué demonios he hecho eso?» Meneó la cabeza con arrepentimiento. «Así que una mujer entra aquí y yo la echo sin preámbulos. Espera un momento… ella es sólo una niña, y la hija del rey para completarlo, y eso no cuenta.»

Puso los ojos en blanco. «Por supuesto que cuenta. Ella viene en busca de ayuda, y tú estás demasiado ocupado en compadecerte a ti mismo.»

—A veces eres un increíble burro, McCoy —dijo en voz alta, y salió rápidamente a buscar a Kailyn.

Hizo falta un poco de esfuerzo, pero con una combinación de encanto sureño y halagos paternales, McCoy consiguió que Kailyn regresase con él a su oficina. Le sorprendió darse cuenta de lo poco que ella sabía sobre su grave enfermedad, y decidió que la autoinyección debería esperar hasta que él pudiese proporcionarle a la joven una educación médica tan extensa como le fuese posible antes de que abandonasen la
Enterprise
para ir en busca de la Corona.

Pero, si bien los conocimientos que tenía sobre la coriocitosis eran limitados, su capacidad para asimilar y comprender los factores psicológicos y su interrelación no era nada inferior a notable. McCoy se figuró que la muchacha debía de tener el equivalente de un master universitario, cuya enseñanza le había sido enteramente impartida por el rey durante los largos años de espera en Orand, y la admiración que sentía tanto por el padre como por la hija se vio incrementada. A medida que aumentaba la complejidad de las clases, también lo hacía el entusiasmo de Kailyn.

McCoy estaba preparando la grabación de la siguiente clase, cuando Kailyn llegó, demasiado temprano para la sesión. Se sentó mientras él copiaba varios diagramas sobre coriocitosis que estaban en los bancos de datos de la computadora, y escuchó atentamente la música que sonaba como telón de fondo. La pieza tenía un sutil ritmo latino, de intrincadas armonías instrumentales que alternaban con vigorosas florituras de los metales.

—Meléndez —dijo Kailyn, pasados algunos minutos. McCoy levantó la mirada de la terminal de la computadora.

—¿Humm?

—Meléndez. Carlos Juan Meléndez… el compositor. McCoy se echó a reír.

—¿Cómo es que conoce a un músico terrícola, de principios del siglo XXI, de Texas?

—Me encanta la música. Yo era uno de esos niños que toman clases y nunca tienen bastante para sentirse contentos. Quería aprender a tocar todos los instrumentos que teníamos… y algunos de los que no teníamos.

—Comienzo a pensar que no hay nada que usted no sea capaz de hacer.

Kailyn cerró los ojos y suspiró.

—Todavía no puedo ponerme la inyección yo misma.

—No se preocupe. No se trata más que de un bloqueo mental —le aseguró él, rodeándola afectuosamente con un brazo—. Todo el mundo tiene sus pequeñas rarezas. Hasta el día de hoy, todavía continúo sin poder tragarme una pastilla si no bebo algún líquido para hacerla bajar… como brandy, por ejemplo.

Ella esbozó una sonrisa no muy convencida y reclinó la cabeza sobre el hombro del médico. Él respiró la fragancia de jardín fresco de los cabellos de la muchacha, y se sintió un poco menos viejo por primera vez desde su fiesta de cumpleaños.

—¿Dónde está el doctor McCoy? —preguntó Kirk.

Las tareas de análisis de laboratorio del rey que Christine Chapel estaba realizando, se vieron momentáneamente interrumpidas.

—Con su sombra —dijo con tono ausente.

—¿Su qué?

—Quiero decir que creo que fue con Kailyn a visitar al padre de ella, capitán.

Kirk asintió con la cabeza.

—Por cierto, la oí perfectamente la primera vez. ¿Qué quiso decir exactamente?

—Nada, señor.

—Ya veo. Fue algo así como… un desliz.

—Algo parecido, señor.

Kirk se balanceó sobre los pies durante un momento, observando a Chapel con expectación. Estaba claro que ella se hallaba dividida entre decir lo que tenía en mente o dedicarse al tubo de ensayo que tenía más cerca con la esperanza de que el capitán Kirk se marchase y olvidara el desliz que acababa de cometer. Pero él se quedó plantado donde estaba, y finalmente ella fue incapaz de soportar el silencio. —No estoy intentando meterme en lo que no me importa, capitán, pero ella siempre parece estar alrededor de él.

Si él va al laboratorio, ella está con él. Si va al comedor, ella se sienta a su mesa. Las únicas veces en las que no se la ve con él, es cuando ella está con su padre.

—Eso no parece ser ningún motivo de alarma, ¿no le parece?

—Supongo que no, señor.

—Por otra parte, McCoy es una muy buena figura paterna, ¿no cree?

—No sabría decírselo, capitán —respondió Chapel, mientras un ligero rubor le afloraba a las mejillas—; y no estoy muy segura de que ella piense en él de una forma completamente paternal.

Kirk reprimió una sonrisa.

—Bueno, quizá lo haga sentir un poco más joven el tener a su lado una joven dama que le presta atención.

—Siempre y cuando no se deje encantar.

—¿Teme usted que él no se dé cuenta de lo que está ocurriendo? El doctor McCoy es un psicólogo bastante bueno.

—Capitán, usted sabe tan bien como yo que los médicos no siempre se curan a sí mismos.


Touché
, doctora. Hablaré del tema con McCoy, cuando consiga encontrarlo con la joven dama.

—Sea discreto, señor, por favor —le imploró ella. —Haré lo que pueda.

—Fue Christine quien le metió eso en la cabeza, ¿no es cierto, Jim?

—Eso es ridículo, Bones —se apresuró a responder Kirk.

—No, si es que conozco a Chapel —lo contradijo McCoy, sentándose sobre el lecho y quitándose las botas con un gruñido por pie. Luego se frotó los dedos para restablecer la circulación—. Deberían hacer que un especialista en podología diseñara unas botas decentes para la Flota Estelar.

—No he venido aquí para discutir de sus pies.

—No, ha venido aquí para discutir de mi vida privada —le espetó McCoy.

—Cálmese. El problema no es su vida privada.

—¡No existe ningún problema!

—Pero podría existir si se comprometiese usted con Kailyn en cualquier sentido.

McCoy se puso bruscamente de pie, comenzó a pasearse y abandonó todo esfuerzo para ocultar su irritación.

—Sí, comimos juntos un par de veces, escuchamos música y hablamos de las implicaciones de su enfermedad… ¿es tan terrible todo eso? Mire, Jim, quiero que esa chica sea capaz de administrarse sus propias inyecciones cuando nos marchemos de esta nave. Para llegar a ello, tengo que conseguir que confíe en mí. Si eso significa ser amable con ella y llegar a conocerla, bueno, maldición, eso es lo que pienso hacer.

—¿Y es eso lo que está haciendo?

—¡Sí! —dijo McCoy, sacudiendo ambos brazos—. Santo Dios, si yo cuestionara cada cosa que usted hace y que me parece un poco chiflada, ninguno de nosotros dos conseguiría jamás hacer ni un ápice de su trabajo.

Kirk observó largamente al cirujano de la nave, y luego frunció los labios.

—Bueno, ésa era la explicación del diplomático Leonard McCoy que estaba esperando oír.

McCoy meneó la cabeza.

—Lárguese de aquí y déjeme dormir mi sueño de belleza. Dios sabe que a mi edad lo necesito.

El período de descanso del propio Kirk fue del tipo de los que aumentan las arrugas y quitan años de vida; pasó la mayor parte del mismo dando vueltas y sacudiéndose; intentó mantener cerrados los ojos pero los abrió en cuanto su mente se alejaba de la tarea de dormir hacia las extravagancias de la misión que tenía entre manos. Cualquier otro pensamiento de descanso quedó destruido por el silbido del intercomunicador.

—Puente a capitán Kirk —dijo Sulu.

Kirk se inclinó y pulsó el botón.

—Aquí Kirk, señor Sulu. ¿Qué ocurre, aparte de que yo esté despierto?

—Lamento molestarlo, señor, pero pensé que querría saber que nos está siguiendo un crucero klingon.

Kirk rodó de la cama, se puso de pie y cogió su camisa, todo en un solo movimiento.

—Voy hacia allí.

El puente estaba tranquilo y en silencio cuando Kirk salió del turboascensor.

—Informe —pidió, mirando primero a Sulu, que estaba al mando de aquella guardia.

—No ha habido ningún acto hostil por parte de ellos, señor. Se limitan a revolotear por ahí fuera, casi fuera del alcance de los sensores. Hemos intentado alguna maniobra lenta de evasión. No están siguiéndonos pegados precisamente a nosotros, pero, cada vez que los hemos perdido de vista, han vuelto a aparecer al cabo de uno o dos minutos.

—¿Algún mensaje, Uhura?

—Nada, capitán. Los he llamado por todas las frecuencias… y no he obtenido respuesta.

—Supongo que no tendrían nada que decir —reflexionó Kirk mientras se acomodaba en el asiento de mando.

—¿Quiere que vuelva a intentarlo, señor?

—No. Nosotros sabemos que están ahí. Es todo lo que necesitamos saber por el momento. Chekov, no les quite el ojo de encima. No me gustaría perderlos de vista.

Kirk se retrepó en su asiento. «Así que han mordido el anzuelo… y están haciendo exactamente lo que esperábamos que hiciesen; pero parece que las cosas están saliendo demasiado bien. Tendremos que estar preparados; los klingon raras veces se muestran tan cooperativos.»

6

McCoy y Kailyn se hallaban de pie uno junto al otro, mirando por la enorme portilla de observación de la sala de descanso. Desde su aventajado puesto, cercano a la popa de la sección principal en forma de plato, podían ver el casco de la sala de máquinas debajo de ellos y la cubierta de los reactores que impulsaban elegantemente la
Enterprise
, iluminada por el suave resplandor de los propios focos de la nave.

Kailyn parecía decidida a averiguarlo absolutamente todo sobre el pasado de McCoy, dónde había estado, qué había hecho, a quién había conocido, cómo había llegado a convertirse en médico de la Flota Estelar; y él disfrutaba respondiendo a las preguntas.

En un momento dado, ella rodeó la cintura del médico con un brazo, y él advirtió que se reclinaba sobre él para buscar apoyo. Estaba pálida.

—¿Qué le ocurre?

—Me siento un poco mal del estómago —respondió ella con una sonrisa ladeada de niña—. Ahora me doy cuenta por primera vez de que estamos en medio del espacio, dentro de una nave diminuta.

—Yo no llamaría diminuta a la
Enterprise
.

Kailyn se inclinó hacia delante apretándose contra la ventana de la portilla de observación. La nave avanzaba, por supuesto, pero ella tenía la extraña sensación de que estaban suspendidos entre las estrellas, como si sólo fuesen otro cuerpo celeste. Las estrellas… tantas de ellas, mirase donde mirase, como joyas de brillo fijo esparcidas por todo el oscuro infinito. Muchas, sin embargo, parecían dispersas, sin prisas mientras se alejaban cada vez más del centro del universo, en aquel viaje que había comenzado con el principio de todas las cosas, el principio del tiempo.

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