Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
—Lo más grave de todo, es que se la obligó a enfrentarse con algo muy complejo y misterioso de una forma nueva e intensa.
—¿Qué?
—Usted misma. —Se preparó para llevar a cabo una tarea que prefería evitar: la autorrevelación—. Cuando yo era niño, en Vulcano, tuve una infancia muy diferente de la de la mayoría de los niños, al igual que usted.
—¿Por qué?
Él se sintió animado por el hecho de que ella lo mirase en aquel momento y le formulara preguntas.
—Porque soy medio humano; mi madre era de la Tierra. Aunque exteriormente parezca un vulcaniano puro, mi desarrollo emocional fue un proceso extremadamente conflictivo. Los chicos vulcanianos tienen que pasar el kahs-wan, una prueba de vigor e inteligencia que marca el paso de la infancia a la madurez. En mi caso, la dura prueba del kahs-wan fue todavía más importante que para los demás: era el momento en el que tendría que elegir entre las formas de vida humana y vulcaniana. ¿Sabe usted cuán diferentes son la una de la otra?
—Sí. Pero ¿por qué me está contando todo esto?
—Usted y yo hablamos de incapacidades la pasada noche. Tanto si escogía vivir como un humano de la Tierra o como un vulcaniano, mi herencia híbrida me crearía incapacidades de una u otra clase. Una vez, mi madre me contó cuánto dolor le había causado el saber que yo nunca me sentiría plenamente en mi ambiente ni en la Tierra ni en Vulcano.
—¿Es por eso que se convirtió en oficial de la Flota Estelar?
—Supongo que fue una de las principales razones.
—Resulta extraño que, en un planeta en que la lógica resulta tan importante, el hecho de que fuese usted medio humano constituyese un estigma.
—Los vulcanianos no afirman ser infaliblemente lógicos. Desgraciadamente, aún conservamos algunas respuestas emocionales residuales. Yo fui víctima de una de ellas: un residuo de intolerancia.
—¿Qué era lo que lo convertía en una incapacidad?
—Mi apariencia obviamente vulcaniana me hubiese marginado en la Tierra, y mi sangre humana provoca en mí reacciones instintivas e impulsos que son un constante irritante para los vulcanianos. Cuando permito que una característica humana salga a la luz y sea públicamente expuesta, llego a sentir que he fracasado en mi esfuerzo por ser un vulcaniano.
—Pero usted no es una máquina. Está destinado a sufrir deslices. Nadie es perfecto… —La voz de la muchacha se apagó y ella respiró profundamente.
—Ésa ha sido una observación muy madura, Kailyn. Yo tuve que darme cuenta a una edad muy temprana de que uno a menudo falla en estar a la altura de sus propios ideales. Cuando alcancé ese entendimiento, encontré una paz relativa.
—¿Cuál es entonces el sentido de fijarse unas metas si uno no puede alcanzarlas?
—El hecho de no alcanzar hoy una meta determinada no excluye que podamos alcanzarla mañana, o el año próximo.
—Pero es que, si yo no tengo el Poder hoy, yo… no lo tendré nunca —dijo ella con voz temblorosa.
—Puede que eso sea cierto, pero todavía tiene una vida entera por delante. Un fracaso no significa que todo esté perdido. Haga que aumente su motivación para llevar a cabo una operación óptima en el próximo intento, sea lo que sea… pero no abandone ni deje de intentarlo.
El labio inferior de la joven se estremeció y ella miró al vulcaniano.
—¿Se puede abrazar a un vulcaniano?
Él asintió ceremoniosamente con la cabeza y ella le rodeó delicadamente los hombros con los brazos, estrechándolo apenas. A él le pareció divertida la cautela de la muchacha, como si temiera violar algún tabú. Pasados unos instantes, él percibió que los acelerados latidos del corazón de Kailyn se hacían un poco más lentos. Tomó la pequeña mano de la joven y ambos regresaron a la caverna
McCoy durmió porque estaba agotado. Spock durmió porque su retroalimentación biológica le decía que necesitaba aquella noche de descanso para mantener su máxima eficiencia. Kailyn no durmió.
Fue sólo un reflejo paternal, que se había encendido desde que Kailyn estaba con ellos. En medio de la noche, McCoy giró en el lecho para comprobar con un ojo si la joven dormía bien; vio a Spock durmiendo silenciosamente… y el colchón de Kailyn vacío.
Se sentó como un relámpago, salió del saco dando traspiés y sacudió a Spock, que en cuestión de un segundo estuvo alerta y completamente despierto. Casi de inmediato quedó claro que Kailyn no había salido simplemente del dormitorio. Su abrigo no se veía por ninguna parte. También habían desaparecido la mochila de provisiones, una pistola fásica, un frasco de holulina y una pistola hipodérmica.
—Kailyn se ha marchado a la montaña, Spock… y tenemos que ir tras ella.
—Me pregunto cuánto tiempo hará que partió.
—Dos horas o menos; la última vez que me desperté, estaba aún en la cama. Vamos.
McCoy tenía la sensación de que no podía ponerse el abrigo lo suficientemente de prisa. Sabía que la muchacha había regresado para enfrentarse con la Corona, y consigo misma, una vez más. También sabía que les llevaba la suficiente distancia de ventaja para que, en el momento en que le diesen alcance, estuviera ya en su punto de destino… o muerta.
Kailyn barría constantemente el camino y el barranco que tenía por encima, con la esperanza de que la luz disuadiese a cualquier bestia que contemplara la posibilidad de atacarla. La parte inferior de la escalada presentaba pocas dificultades, pero la altitud aumentaba y lo mismo hacían los vientos. Se apretó la capucha en torno a la cara; eso y la tormenta de nieve convertían la visibilidad en prácticamente inexistente.
Pensó en volverse atrás. Sabía que estaba arriesgando su vida, que quizá nunca consiguiera llegar a la cueva de la cumbre; pero procuraría conseguirlo, porque no podía vivir sin ese disparatado intento de cumplir con un destino tan profundamente arraigado en su alma. Sabía que todo lo que Spock le había dicho era cierto y correcto, pero todo palidecía ante la Corona del Pacto. Ella había nacido para andar por ese único camino de entre todas las infinitas rutas posibles del tiempo y el espacio. Muchos eran los que habían sacrificado una parte de sí mismos, puesto sus vidas en juego para que ella consiguiera hallar ese camino; ella era el punto focal, y la luz de quinientos años de sucesión la había cegado para cualquier alternativa. Para Kailyn había una sola elección.
Y ahora tenía también una creciente sensación de desasosiego, una tensión en el vientre. Al principio, no le había dado importancia, atribuyendo todo eso al miedo mental, un demonio de la duda que le jugaba malas pasadas. Pero luego la debilidad, el estremecimiento, se expandieron. El demonio era muy real, y su toque helado se deslizaba cautelosamente por las piernas y brazos de la joven.
Kailyn dio un traspié, se sujetó al borde del sendero, y un pie le quedó colgando hacia el precipicio. Intentó recordar lo que McCoy le había enseñado acerca de la coriocitosis, y reconoció los síntomas. Tras agacharse por si volvía a perder el equilibrio, se inclinó hacia delante y rodó hasta debajo de un saliente protector. La cabeza le daba vueltas pero vio la bola de nieve que cayó a pocos metros delante de ella. Su mano halló la pistola de rayos fásicos y la joven se inclinó ligeramente hacia delante. La noche fue desgarrada por el rugido de un zanigret.
Ella apuntó la linterna hacia fuera y la bestia saltó desde arriba y cargó contra ella. Kailyn pulsó un botón y un rayo fásico dio de lleno en el pecho del animal. Las enormes fauces se abrieron y enseñaron unos colmillos que goteaban saliva espumosa, y el animal cayó instantáneamente fulminado. Estaba muerto a no más de cuatro metros y medio de ella.
Kailyn intentó volver a guardarse la pistola fásica en el bolsillo, pero se le cayó de la mano y se hundió en la nieve. Volvió a meterse totalmente debajo del saliente. El gigantesco gato pareció moverse mientras ella lo miraba. ¿Qué estaba ocurriendo?
Nada… eres tú
. Se puso una mano ante los ojos y vio que los cinco dedos se multiplicaban primero hasta diez, luego quince, después más de los que podía contar. Parecían pertenecer a la mano de otra persona, distantes y fríos. Ella les ordenó que se cerraran, y después de un retraso alarmante, le obedecieron, doblándose en un grupo flojo y carente de fuerza.
Morirás pronto… te congelarás hasta morir… otro zanigret aparecerá en busca de alimento. Te quedan pocos minutos, y luego adiós, Kailyn. Necesitas una inyección…
La voz que resonaba de forma insegura en en interior de su cráneo tenía que ser la suya propia, aunque ella imaginaba que venía del animal muerto que la miraba ferozmente con sus ojos salvajes y los colmillos desnudos. ¿Estaba hablando en su cabeza o por la boca? No puedo decirlo.
No puedes hacerlo, no puedes hacerlo, canturreaba burlonamente la voz. No puedes darle la inyección… tienes miedo. No puedes hacer lo que no has hecho nunca antes. No puedes, no puedes, no puedes…
Ella sacudió la cabeza, intentando que la voz se soltara del punto de su cerebro en el que le había clavado las inexorables garras; pero la voz sólo canturreaba con mayor insistencia que antes. Ella dejó de escucharla. Las manos palparon torpemente dentro del zurrón y encontraron el botiquín. ¿Sus manos? ¿Las de quién, si no? Tenía la pistola hipodérmica ante los ojos. Tres de ellas ante los ojos. «Una de las tres tiene que ser real», pensó, encogiéndose de hombros.
Las manos desabotonaron el abrigo, y luego apartaron la ropa que había debajo. Piel desnuda, jaspeada de rojo en cuanto el frío la alcanzaba. Piel de gallina. Las manos escogieron un punto junto al ombligo y presionaron el extremo inyector neumático de la pistola sobre el mismo.
No puedes hacerlo
, farfulló la voz.
—Puedo hacerlo —murmuró Kailyn.
Con gran esfuerzo, apretó el inyector y el aparato siseó al alojar su carga de holulina en el tejido muscular.
La sensación de desvanecimiento fue reemplazada por una de tranquilidad. El remolino del interior de su cabeza fue desapareciendo a medida que la droga le hacía efecto. Y ella profirió un largo, largo suspiro, un suspiro que parecía que había estado conteniendo durante toda la vida. Una ola de alivio la recorrió totalmente, y ella se sintió libre y poderosa. Las manos que aferraban la pistola hipodérmica volvían a pertenecerle, y… ¿sería un efecto resultante de la droga? No le importaba; lo único importante era la fuerza que sentía manar nuevamente de su interior. Anhelante, se rehízo y volvió a salir a la senda.
El único testigo era el zanigret, y la observó marchar con los ojos perpetuamente abiertos. A cuatro metros y medio de su cabeza, la olvidada pistola fásica yacía en la nieve.
—Doctor, deténgase a descansar —gritó Spock por encima del aullido del viento.
—No hay tiempo —le gritó McCoy a modo de respuesta. Uno de sus pies se apoyó sobre una zona helada y él resbaló hacia atrás.
La firme mano de Spock lo levantó rápidamente. —Doctor… —comenzó a decir con tono de advertencia. McCoy negó con la cabeza.
—Yo estoy bien… pero ella podría no estarlo. —Miró hacia delante por el sendero, al otro lado de la nieve que danzaba ante el rayo de luz—. ¿Qué hay ahí delante?
Se aproximaron cautelosamente al montículo oscuro que bloqueaba el camino. Spock lo recorrió con la luz, y un montón de nieve suelta destelló ante ellos.
—Parece un pequeño alud.
Desplazó la luz hacia arriba, al punto del que procedía el deslizamiento; había una caída a pico desde la cornisa de arriba hasta el precipicio de más abajo. Spock abrió el dispositivo sensor que llevaba colgado al hombro.
—¿Qué está haciendo?
—Comprobar si hay aquí un cuerpo —respondió sombríamente.
McCoy contuvo la respiración hasta que Spock hubo cerrado el aparato.
—¿Algo?
—Negativo. No me había dado cuenta de que estas formaciones de roca y nieve fuesen tan inestables.
—Quizá lo hizo el viento.
—Sea cual sea la causa, debemos proceder con extrema cautela.
Pasaron cuidadosamente al otro lado del bloqueo y continuaron avanzando. Un poco más adelante, McCoy pisó algo blando que yacía bajo la nieve que caía y se arremolinaba. El corazón le dio un vuelco y retrocedió, tambaleándose; Spock lo cogió.
—Hay algo enterrado ahí —dijo, con los labios pálidos.
Se recostó contra la pared interior mientras Spock se arrodillaba para apartar la nieve de encima de lo que estuviese tendido debajo de ella.
La pata trasera con afiladas garras era cuanto necesitaban ver, pero el suspiro de alivio de McCoy estaba lejos de ser completo; el cadáver del zanigret sólo aumentó los negros presagios que sentía mientras caminaba de lado en torno a la bestia y se alejaba de ella de espaldas. A unos pocos metros de distancia, pateó algo pequeño y duro y jadeó violentamente.
—¿Qué hay ahora, doctor?
McCoy se inclinó y, tras apartar la nieve con un pie, recogió la pistola fásica y se la tendió a Spock.
—Bueno —señaló el vulcaniano—, ya sabemos que llegó hasta aquí. Es probable que esta pistola fásica haya sido la causa de la muerte del zanigret.
—Gracias a Dios por ello, pero ¿por qué la dejaría aquí?
—No lo sé. ¿Cree usted que a estas alturas podría necesitar una inyección?
—Probablemente.
—¿Qué ocurriría si no se la hubiese puesto?
—No quiero ni pensar en ello.
Pero pensó en ello… y en las horribles formas en que Kailyn podría haber muerto ya.
La luz de la linterna inundó la caverna de la que manaba vapor. Kailyn se tendió de espaldas sobre la alfombra de musgo, con el abrigo doblado bajo la cabeza a modo de almohada. Vista a través de los ojos cerrados, la luz de la linterna parecía la solar. La tibieza del aire, el aroma dulzón del musgo, el sonido del agua que corría cerca de ella… todo parecía pertenecer a un sueño veraniego mientras ella se relajaba.
Pero aquél no era un idilio de verano; se hallaba en la cima de un volcán ártico con un solo propósito. Lentamente, rodó sobre sí, se pudo de rodillas y luego de pie. La Corona se hallaba de vuelta en su nicho, cuidadosamente envuelta en la tela tejida con hilos de metal. Ella la depositó sobre el abrigo y la desenvolvió. De alguna manera, esta vez parecía menos imponente, como si su brillo se hubiese opacado. Pensó en ella como en una criatura viviente que antes había adoptado su expresión más elegante, pero que no estaba preparada para que un visitante nocturno la despertase de su sueño.