Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
—Quizá deberíamos acampar aquí, doctor.
—No —resolló McCoy. Miró en dirección al sol, que ya se había puesto muy por debajo de la alfombra de nubes—. Todavía nos queda un poco de luz solar. Un poco más adelante.
—Todo lo que avancemos hoy, será distancia que no tendremos que cubrir mañana —intervino Kailyn.
Spock se sentó en solitario para consultar los mapas, mientras Kailyn se volvía hacia el extenso paisaje, de espaldas a McCoy. Él la observaba con admiración. Una niña; no; una mujer joven. Mientras sus viejas piernas le pedían que permaneciese echado durante un rato más, él sabía en aquel momento que Kailyn era más dura de lo que cualquiera de ellos había supuesto. En los tramos más escarpados del ascenso, incluso cuando habían tenido que atarse los unos a los otros por la cintura con cuerdas de seguridad, ella nunca había desfallecido ni dado un paso en falso. Estaba orgulloso de ella, y sintió el impulso de decírselo; pero no en aquel momento; quizá más tarde, cuando acamparan en el frío de la noche que los aguardaba. Con un esfuerzo mayor del que quería admitir, McCoy se puso primero de rodillas; luego, moviendo una pierna cada vez, se puso de pie con inseguridad. Ni Spock ni Kailyn lo vieron. Intentó respirar profundamente, pero sus pulmones protestaron y se puso a toser, un sonido retumbante que procedía de lo más profundo de su pecho y lo alarmó. Kailyn lo oyó y volvió rápidamente su cuerpo diminuto, que todavía estaba envuelto en el traje térmico que se le ajustaba como una segunda piel. Su rostro manifestó la profunda preocupación que sentía con un ceño muy marcado; aquella tos sonaba como la que tenía su padre la última vez en que lo había visto.
McCoy le sonrió y luego señaló con la cabeza a Spock, que todavía estaba concentrado en los mapas.
—¿Cree usted que estamos perdidos y él no quiere admitirlo?
Spock levantó los ojos.
—Estamos siguiendo la ruta correcta.
McCoy se inclinó hacia Kailyn y dijo con un fingido susurro:
—Ya le dije que no querría admitirlo.
La senda continuó descendiendo por una ladera, y giró para describir una curva. Spock se detuvo de pronto y levantó una mano para imponer silencio. McCoy aguzó el oído. No había posibilidad de error: desde el camino llegaban hasta ellos unas voces. En la estrecha senda de la montaña no había dónde esconderse, y los tres estaban a punto de darse de bruces con un grupo de humanoides. Las siluetas se distinguían más abajo y ascendían por la pendiente; parecían hombres de nieve, vestidos con abrigos de color blanco.
—Oh, Dios —dijo McCoy en voz baja—, por favor, no permitas que éstos sean como los otros.
Cautelosamente, Spock avanzó.
—Programe su pistola fásica para aturdir, doctor.
—No me gusta disparar contra la gente, Spock —protestó el médico, pero desplazó el interruptor hasta el punto indicado, y mantuvo a Kailyn oculta detrás de sí.
—Tampoco a mí me gusta, pero es mejor estar preparado —señaló Spock.
Había algo tendido en la senda, delante de ellos; la curva e inclinación de la senda los ocultó de la vista del grupo de nativos que subía por la cuesta, y los tres se acercaron cautamente a aquello. Se trataba de un animal muerto. Tenía el blanco manto de pelo manchado de sangre, presumiblemente la suya propia, y las cuatro patas desmañadamente tendidas debajo del cuerpo. O bien acababan de matarlo, o el aire frío lo había conservado, ya que el cadáver no despedía ninguna clase de olor. Al acercarse más, advirtieron que tenía dos cuernos muy retorcidos que le nacían en la parte frontal de la cabeza. Era una bestia enorme, de al menos dos metros y medio de largo.
—Sea lo que sea lo que lo haya matado, despacha unos buenos tortazos —comentó McCoy. Se inclinó para examinar el triple surco marcado en uno de los cuernos—. Parece alguna clase de garra de tres dedos.
Entrecerró los ojos y apartó con la mano una cosa que había en el extremo de un cuerno: se trataba de un pedazo de piel de pelo blanco, ensangrentado—. También parece que le arrancó un buen trozo a su atacante —dijo, deslizando el trozo de piel en un bolsillo.
—¡Qué criatura tan magnífica! —jadeó Kailyn—. No murió sin antes luchar.
—Realmente —concedió Spock—. A pesar de que fue herido de muerte, está sorprendentemente intacto. Lo que lo ha matado tiene que haber sido carnívoro. Es extraño que no le haya arrancado una parte de carne para alimentarse.
McCoy miró por encima del borde de la montaña.
—Miren ahí abajo.
Spock y Kailyn lo hicieron. A bastante distancia, apenas visible, había un animal de pelo blanco cuya cabeza colgaba por encima del borde como una gárgola grotesca. Tenía el aspecto de un cruce entre puma y oso. McCoy comenzó a hacer un comentario, pero fue interrumpido por una nueva voz claramente amenazadora aunque hablaba una lengua alienígena. Spock, McCoy y Kailyn se volvieron a un tiempo y vieron que el camino estaba bloqueado por los humanoides que habían visto ascender por el camino. Ahora sus rostros eran visibles, rodeados por caperuzas con borde de piel, muy bronceados, bien afeitados, con flequillos perfectamente recortados y tan negros como el azabache. Estaban furiosos.
Había una docena de ellos, todos muy similares, y llevaban armas con punta de acero: lanzas, arcos y flechas, y cuchillos de largas hojas. El jefe, más robusto que los demás, habló en voz alta y señaló el cadáver del animal con gestos bruscos.
—Nosotros no lo matamos —dijo tranquilamente Spock. No tenía ni idea de si el jefe del grupo le comprendía; a modo de explicación, señaló los surcos abiertos en el cuerno del animal, al tiempo que evitaba hacer gestos que pudieran alarmar a su interlocutor.
—Lo encontramos aquí, muerto.
El fornido sigmaniano le ofreció una réplica silenciosa: apuntó la flecha alojada en el arco hacia el pecho de Spock. Ante un rápido movimiento de su cabeza, sus compañeros rodearon al grupo de la lanzadera. Se movían con una agilidad extraordinaria, sin manifestar temor alguno respecto al borde del camino ni al profundo abismo que esperaba al que perdiese pie.
—Sugiero que no ofrezcamos resistencia —dijo Spock en voz baja.
—Ya empezamos otra vez —comentó McCoy mientras les ataban las manos a la espalda.
El sol poniente atravesaba las nubes con sus rayos y pintaba los cielos con brillantes pinceladas de oro, rojo y azul profundo. El grupo armado condujo a la tripulación de la
Galileo
montaña abajo hasta más o menos un kilómetro de distancia, donde un estrecho paso dividía la cumbre en dos. La senda no tenía más de nueve metros de ancho en la entrada, pero se ensanchó gradualmente a medida que descendían, para abrirse finalmente como la parte superior de un embudo, a unos ochocientos metros aproximadamente. Por último, la cadena montañosa se interrumpió, y más abajo se vio un valle umbroso, arropado por las elevadas Kinarr. A un lado, una profunda V de cielo separaba dos montañas; ambas parecían inclinarse ante el sol para permitirle brillar sobre la planicie interna. Pero, excepto por esa abertura, el valle estaba completamente protegido por la cadena montañosa que lo circundaba.
Cuanto más se adentraban, más cálido se hacía el aire: los vientos que reinaban en los altos picos alpinos no entraban en aquel lugar, y la atmósfera estaba en calma.
Sólo la parte superior del disco solar era visible, y bañaba las zonas del valle a las que podía llegar con su radiación de color carmesí. La senda se transformó en escalones cuidadosamente tallados en la rocosa superficie del planeta. Los escalones descendían directamente ladera abajo, interrumpidos a grandes intervalos por anchas plataformas de piedra. En cada una de éstas había una amplia losa con imagenes talladas en su superficie y parecida a un altar: dibujos de animales que cabriolaban contra el telón de fondo de las montañas. El jefe se arrodilló ante cada uno de aquellos altares, mientras los otros permanecían silenciosamente de pie y con la cabeza inclinada mientras él ofrecía una plegaria. Dicha ceremonia se repitió cinco veces.
Por fin, los escalones acabaron; desde la base de aquella escalera salía una multitud de senderos. El cielo se había vuelto de color negro azulado, y las estrellas comenzaban a destellar. De pronto se estremeció el suelo y desde una de las calles bajas llegó hasta ellos un horripilante coro de aullidos y gruñidos. Poco después, un rebaño de al menos cien animales apareció trotando. Caminaban a paso rítmico, conducidos lentamente por unos veinte montañeses. Cuando pasaron, Spock advirtió que varios de aquellos pastores eran mujeres, y que los animales eran iguales a la bestia muerta que habían hallado en el sendero. Una nube de polvo almizclado siguió al rebaño, y McCoy estornudó. Cuando los animales hubieron pasado de largo, los cautivos fueron conducidos al interior de una caverna.
McCoy reprimió una ligera sensación de náusea por volver a encontrarse en el interior de una cueva, pero no le resultó difícil: aquella cueva se parecía a la de la noche pasada tanto como una cabaña de adobe a una mansión del sur de los Estados Unidos.
La entrada era baja y tuvieron que agacharse para entrar, pero el interior era una gruta de bóveda alta con lámparas de aceite fabricadas con cerámica en las paredes y columnas de apoyo hechas con bloques de piedra cuidadosamente encajados que se elevaban hacia las sombras. La sala central estaba dominada por un altar inmenso y unos escalones conducían al púlpito emplazado cuatro metros y medio más arriba. Tallas coloreadas de animales decoraban todo el entorno.
Unos cincuenta montañeses permanecieron al pie del altar, mientras un anciano de elevada estatura ascendía por los escalones. Llevaba unas polainas blancas tejidas y un poncho a rayas de brillantes colores. Su nariz aguileña sobresalía del rostro enmarcado por largos cabellos blancos y una barba que le llegaba hasta la mitad del pecho. Subió los escalones con paso ceremonioso y alcanzó la parte más alta, donde yacía un animal pequeño que se contraía instintivamente al intentar zafarse de las tiras de cuero que lo sujetaban. Era una cría del rebaño, un macho de cuya frente nacían los incipientes cuernecillos. Las diminutas pezuñas repiqueteaban contra la roca del altar. El hombre de elevada estatura sacó un cuchillo destellante que llevaba a la cintura, metido en una funda. Levantó los ojos y las manos hacia la bóveda que tenía encima y habló con tonos resonantes. Spock entendió lo que decía.
—Dejad que los dioses del viento nos vean y santifiquen este sacrificio de la Noche de Oscuridad. Cuando las lunas vuelvan a brillar, que nuestras propiedades y la paz sean renovadas.
Bajó el cuchillo y la pequeña bestia soltó un gañido. Luego quedó inmóvil; el golpe limpio había hecho su trabajo con misericordia, pero McCoy aún se sentía vagamente mareado. Dirigió sus ojos hacia Kailyn, que contemplaba el ritual con los ojos muy abiertos y completamente absorta.
Dos hombres jóvenes, vestidos con polainas y chalecos en lugar de los pesados abrigos de montaña, subieron rápidamente los escalones del altar cuando descendió el anciano de elevada estatura. Desataron al animal muerto y se lo llevaron por un corredor que partía de la cámara principal.
El fornido jefe que los había encontrado en la senda, aguardó pacientemente hasta que el anciano consiguió atravesar un apretado grupo de montañeses reunidos en torno a él. Finalmente, cruzó la cámara y se detuvo ante el jefe, que le susurró algo al oído. El anciano asintió con su blanca cabeza; los demás retrocedieron y él se acercó a los prisioneros, mirándolos con ojos penetrantes. Tenía el rostro entrecruzado por líneas y arrugas, como un intrincado mapa labrado en cuero viejo. La nariz aguileña presentaba venas prominentes, y los ojos se hallaban cargados por pliegues de piel floja; pero su rostro manifestaba una fuerza tranquila, y su voz estaba cargada de autoridad.
—¿Quiénes son ustedes que atacan a los rebaños de las ovejas de nieve?
Spock alzó una ceja.
—Nosotros no hemos atacado sus rebaños. Nosotros encontramos el animal muerto en el sendero, de la misma forma que sus hombres. La oveja de nieve había sido atacada por algo con una garra de tres dedos, y… —¿Cómo sabe eso?
—Vimos los surcos abiertos por las garras en un cuerno de la oveja, y encontramos esto.
McCoy dirigió el bolsillo trasero de sus pantalones termales hacia Spock, y el vulcaniano sacó del interior el pedazo de piel blanca ensangrentada. El anciano lo cogió y luego se volvió hacia el jefe de la patrulla.
—¿Viste tú esas marcas?
El hombre asintió con la cabeza y examinó el trozo de piel de animal.
—Vimos al atacante tendido sobre la cornisa inferior a aquella sobre la que se encontraba la oveja de nieve —declaró Spock—. Era del mismo color que ese trozo de piel.
El anciano respiró profundamente.
—Un zanigret —le dijo al jefe de patrulla—. Estos viajeros han sido retenidos sin necesidad. Déjalos libres.
Las sogas que les sujetaban las manos fueron desatadas de inmediato.
—Quedan ustedes en libertad —anunció el anciano. —¿Ahora? —preguntó McCoy.
El anciano bajó sus ojos hasta McCoy, con una mirada de curiosidad.
—Por supuesto, pero sólo los idiotas viajan en la oscuridad, cuando merodea el zanigret. Pueden quedarse con nosotros hasta la mañana, y luego regresar a sus tierras natales.
—No podemos regresar a nuestras tierras natales —le respondió Spock—. El sitio del que procedemos está muy lejos de estas montañas. Antes de poder regresar, tenemos que recuperar algo que un amigo dejó aquí hace mucho tiempo.
—¿De qué se trata? Quizá yo pueda ayudarlos.
—Tal vez pueda. Estamos intentando encontrar el asentamiento de Shirn O’tay. ¿Lo conoce usted?
Los ojos del hombre se contrajeron bajo las blancas cejas, y él sonrió.
—¿Están buscando la Corona del rey?
—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó McCoy, atónito, y mientras formulaba la pregunta, la respuesta surgió en su mente—. Por supuesto… usted es Shirn O’tay. El anciano hizo una profunda reverencia.
—No ha pasado un solo día en el que no pensara en el rey. ¿Cómo se encuentra?
—Está enfermo —respondió Spock—, demasiado enfermo como para venir él mismo a recuperar la Corona. Ésta es su hija, Kailyn.
—Ah, sí —exclamó Shirn con deleite—. La niña, aquella niña pequeña. Pero has crecido. —Shirn sacudió la cabeza—.Cuando pienso en todo el tiempo pasado y el viento que ha soplado entre las montañas… —Se interrumpió a media frase—. Oh, por supuesto que ustedes vienen desde mucho más allá de estas montañas. Vienen de otros mundos, otras estrellas. Deben quedarse a descansar y comer con nosotros. —Dio unas palmadas y gritó—: ¡Preparaos para el Banquete de las Lunas! ¡Vamos, vamos! ¡Comerán ustedes sentados sobre mi manta!