Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
Así pues, el miedo a la muerte aún podía provocarle pesadillas. Estrechó a Kailyn y miró noche adentro.
La lanzadera había sido cruelmente maltratada por el viento. No sólo los remolinos de la atmósfera la habían hecho estrellarse, sino que los vendavales nocturnos se negaban a dejarla descansar en paz. La nave había sido arrojada como un juguete de la plataforma de roca sobre la que había aterrizado, y había rodado por encima de un terraplén; en ese momento estaba casi vuelta del revés, con la puerta inclinada hacia abajo, hacia el suelo empapado.
Spock se detuvo, con las manos apoyadas en las caderas, para examinar el casco. Se arrastró por debajo del morro y se deslizó serpenteando por la fría superficie fangosa. Fango. Eso significaba que el suelo se había deshelado ligeramente. ¿Estaría aumentando la temperatura del aire? Metido en aquellas ropas empapadas, no podía juzgar si era así.
La puerta de la lanzadera había sido hundida por una roca, y estaba abierta. Spock subió al interior de la cabina. Sus ojos realizaron un ligero ajuste y él buscó con la mirada las cosas que iban a necesitar para sobrevivir. Sólo un sistema continuaba funcionando a bordo: el transmisor de la señal de socorro, sellado herméticamente en su caja. Encontró el maletín médico apoyado contra el asiento de mando. Los transmisores extra habían sido aplastados, pero el armero que había en la pared estaba intacto, y Spock sacó de él cuatro pistolas fásicas. Comida concentrada. Dos linternas eléctricas. Un sensor de repuesto. Mapas de Sigma. Una tienda metida en un zurrón tamaño bolsillo. Láser de señales.
Spock puso todo aquello en un zurrón a prueba de golpes y se lo echó encima del hombro sano. El izquierdo parecía estar algo mejor; al menos podía volver a moverlo, aunque estaba seguro de que un detenido examen encontraría que había algo dañado. Eso, de todas formas, era un lujo que tendría que esperar.
Miró rápidamente en torno de sí, decidió que ya había recogido todo lo que podía ser de utilidad, y luego se deslizó hacia abajo por la escotilla; salió de debajo de la
Galileo
arrastrándose de espaldas. Las precipitaciones, que entonces eran más aguanieve y lluvia helada que líquida, cayeron sobre su rostro como agujas y le obligaron a cerrar los ojos durante un instante. Apretó los labios hasta convertirlos en una línea severa, y corrió hacia el bosque chapoteando por el claro inundado.
Spock intentó apartar de su mente todos los pensamientos ajenos, y dedicar toda su concentración a poner un pie delante del otro de la manera más segura y rápida posible. Las ansiedades pasaron fugazmente como imágenes de una sola dimensión, antes de que pudiesen ser anuladas por la disciplinada mente del vulcaniano: McCoy alejando con el palo a las bestias que buscaban el refugio de la caverna… Kailyn muriendo lentamente sin las inyecciones de holulina… la
Enterprise
trabada en batalla con las naves klingon decididas a hacer fracasar la misión.
«Los vulcanianos no se preocupan», se recordó a sí mismo. «Aceptamos lo que tenemos que aceptar, Hacemos lo que tenemos que hacer, de forma lógica.»
Llegó a la parte más densa del bosque y se le hizo evidente que la senda era casi imposible de atravesar. Ramas caídas, algunas del tamaño de leños y demasiado pesadas como para moverlas, se entrecruzaban en el camino como barreras de alambre de púas. Un par de rayos dentados atravesaron el cielo septentrional y hallaron sus blancos a bastante distancia. Spock decidió atravesar directamente hasta el río: tenía que acelerar el paso.
La tormenta había durado casi toda la noche, y no daba señal ninguna de acabar. La furia del cielo y las nubes aumentaba el nivel del río cada vez más, y las frenéticas aguas azotaban sin descanso las márgenes. Las piedras que habían indicado la altura del agua cuando Spock pasó por allí la primera vez, hacía ya mucho que se hallaban ocultas a la vista. Unas olas casi oceánicas se alzaron y estrellaron contra los árboles que tenía delante; él se preparó y esperó. Una vez pasadas las olas, Spock avanzó un paso. El suelo cedió debajo de sus pies y una tonelada de tierra y roca cayó al río junto con él. Tragó agua fangosa, intentó contener la respiración y sintió que era arrastrado corriente abajo. El zurrón hermético continuaba colgado de su hombro, y el aire sellado en su interior lo hacía flotar.
Intentó empujarlo hasta debajo de su pecho para tener más posibilidades de mantener la cabeza fuera del agua y apartarse de las rocas que sobresalían del lecho del río. Pero la corriente era demasiado violenta como para maniobrar, y él se limitó a aferrarse con todas sus fuerzas a las correas del zurrón mientras la corriente le arrastraba río abajo, apartándole de la dirección en que se hallaba la caverna, donde esperaban McCoy y Kailyn… y hacia un salto de agua de enorme altura.
El cazador de cabellos plateados no había disfrutado de su desayuno. Tenía la parte interna de la mejilla en carne viva, donde se la había cortado la noche anterior, y estaba enojado por tener que levantarse antes del alba para buscar los cadáveres de los esclavos fugitivos; y si, por algún milagro de los dioses del viento, no estaban muertos, él los mataría sin dudar con sus propias manos por todas las molestias que le habían ocasionado. ¡Cuánto más disfrutaría ensartándolos con una lanza de brillante punta! Pero no podría conseguir una a menos que tuviese algo por lo que intercambiarla, y en aquel momento los esclavos eran sus únicas mercancías… o lo habían sido. Por lo tanto, si los encontraba con vida aquella madrugada, no podría matarlos a pesar de todo. El cazador gruñó.
Su osuno amigo se puso en cuclillas en la senda del bosque. La lluvia había cesado, y el viento estaba comenzando a secar el suelo. Conservadas en el fango que iba endureciéndose, había tres pares de huellas claramente impresas. El cazador de elevada estatura gruñó al mirar las pisadas; sentía deseos de sonreír, pero eso hubiese estropeado el terrible humor que se había apoderado de él.
Las huellas continuaron. Los tres rostros desnudos se habían encaminado hacia las colinas, y lo mismo hicieron los cazadores.
McCoy se frotó los ojos para convencerlos de que enfocaran la imagen. La cueva continuaba a oscuras, pero un rayo de luz se filtraba por la entrada. Ya era de mañana, aunque sin duda no una brillante. Kailyn dormía en casi completo silencio, todavía acurrucada en la curva de su brazo. Sintió un hormigueo en la mano; tenía el brazo del todo dormido.
Intentó doblar el codo sin despertar a Kailyn, pero no lo consiguió. En un momento en que se movía el cuello de la muchacha, sus ojos se abrieron y parpadearon con expresión aturdida.
Spock no había regresado aún.
—¿Dónde estamos? —preguntó Kailyn con un susurro ronco.
—En una cueva.
—Eso ya lo deduje —respondió ella mientras se desperezaba.
—¿Recuerda algo de la noche pasada?
—No, realmente. Soñé que atravesábamos el bosque con lluvia. Estaba mojada… y tenía frío. Supongo que fue más una pesadilla que un sueño.
—No fue ninguna de las dos cosas. Era algo real. Spock regresó a la nave para recoger su holulina y algunas otras cosas, y no ha regresado. Estoy preocupado.
Se puso de pie y miró fijamente la entrada de la cueva. Oyó el sonido de una piedrecilla que rodaba por la ladera de la colina y se detuvo en seco. ¿Había sido el viento? ¿Un animal salvaje? Luego oyó voces que pronunciaban las tronantes y guturales palabras del idioma de los aldeanos que los habían capturado. Silenciosamente, se agachó y aferró el palo.
—¿Qué…?
—Sssh…
McCoy avanzó de puntillas hasta un lado de la entrada y presionó la espalda contra la pared de la cueva. Sostuvo la rama a la altura de la cabeza y la equilibró como el gatillo de un arma. Con un gesto, le indicó a Kailyn que se reuniese con él. Ella dejó la manta donde estaba y avanzó rápidamente para refugiarse detrás del médico.
—Al menos podremos golpear a uno de ellos si intentan entrar aquí —susurró.
McCoy contuvo la respiración y esperó. Los pasos suaves de los cazadores eran apenas perceptibles, denunciados sólo por el roce ocasional del cuero contra la arena y las rocas; pero se acercaban cada vez más, aunque ya no los acompañaban las voces. Una sombra se proyectó sobre el suelo de la cueva, interponiéndose entre ésta y la pálida luz de la mañana que se filtraba al interior. La sombra se detuvo y el roce cesó. McCoy podía oír los latidos de su propio corazón, sentirlos desde las rodillas a la garganta. Kailyn permaneció a su lado, completamente inmóvil, como clavada en el suelo.
El gimiente rayo de un arma fásica hendió de pronto la quietud, las sombras cayeron a un lado de la entrada de la cueva, y McCoy y Kailyn profirieron al mismo tiempo un grito ahogado al oír un sonido similar al de dos sacos llenos que golpeasen contra el duro suelo. Sin embargo, ninguno de los dos se movió hasta que la cabeza de Spock asomó al interior de la caverna. Tenía el rostro sucio y ensangrentado, pero de momento McCoy decidió que para él era bastante.
—Me parece que les debemos la vida a dos árboles bien emplazados, señor Spock.
—¿Cómo es eso, doctor?
—Sin ellos, usted probablemente se habría ahogado dos veces.
—Mis reflejos y destreza para conservar el control en las situaciones de tensión, jugaron un pequeño papel.
—Sin duda que lo hicieron —reconoció McCoy, mientras le desinfectaba a Spock un tajo que tenía en la frente—. A los ojos de un ciego, quizá sí.
Spock alzó una indignada ceja.
—Difícilmente podía predecir que la margen del río iba a derrumbarse en el momento en que yo pusiese el pie…
—Si ese tronco de árbol no hubiese estado atravesado entre dos rocas, usted hubiese caído por las cataratas, Spock.
—Pero tuve que tener la presencia de ánimo necesaria como para aferrarme a él, doctor.
—Tonterías. A mí me da la impresión de que prácticamente le golpeó a usted la cabeza.
—Sin cambiar de tono, se volvió hacia Kailyn—. ¿Y cómo se siente usted, joven dama?
La muchacha se encontraba descansando sobre el suelo de la cueva, acurrucada dentro de la manta de piel y con una linterna eléctrica cerca de sí.
—Mucho mejor.
—No hay nada como una pequeña inyección de holulina y un poco de comida para hacer aflorar nuevamente las rosas a esas mejillas.
Spock se sentó con las piernas cruzadas y realizó una serie de ejercicios isométricos. Estaba magullado pero su cuerpo funcionaba perfectamente. El calor de la linterna cercana le había secado la ropa y ahora se sentía mucho más cómodo.
—Si tenemos en cuenta los obstáculos con los que nos hemos enfrentado hasta ahora, yo diría que nuestras condiciones son satisfactorias en este momento.
—Estamos todos vivos y de una pieza —admitió McCoy—, pero también estamos escasos de suministros y tenemos a dos cavernícolas inconscientes —señaló a los dos cazadores atados que yacían en un rincón—, a los que les encantaría matarnos; no sabemos dónde estamos ni sabemos adónde vamos a ir. Odiaría pasar por lo que usted llama insatisfactorio.
Spock sacó un par de mapas plastificados del zurrón hermético. McCoy se arrodilló junto a él.
—Creo que estamos más cerca de nuestro destino original de lo que pensábamos al principio —declaró Spock. Señaló varios accidentes geográficos de la carta que habían sido marcados mediante la combinación de los informes de investigación espacial y los detalles suministrados por el rey Stevvin—. Podríamos estar a un día de camino de las montañas.
Spock observó que el doctor meditaba acerca de dicha posibilidad, y luego alzó una ceja.
—¿Quiere expresar alguna opinión, doctor?
—Bueno, no podemos quedarnos aquí. Eso es seguro —respondió, echándoles una mirada a los cazadores.
—¿Está Kailyn lo suficientemente fuerte como para realizar el viaje?
—Lo estoy —intervino ella.
—Yo seré quien haga los diagnósticos médicos —gruñó McCoy.
—Será un viaje agotador —señaló Spock.
—Lo sé, lo sé.
—Puede que no encontremos refugio.
—Deje de jugar al abogado del diablo… aunque las orejas encajen con el papel. Mire, tenemos la tienda térmica, y es lo bastante grande como para alojarnos a los tres; y si resultase que tuviéramos que detenernos y acampar al raso en las montañas, no estaremos en peores condiciones que las que soportamos aquí la pasada noche. Cuanto antes nos marchemos, mejor me sentiré yo.
Spock alzó una interrogativa ceja.
—¿Por qué se sorprende tanto? —preguntó McCoy.
—Esperaba que se resistiera usted a la idea de alejarnos más de la lanzadera.
—Si tuviésemos elección, créame que lo haría. Pero, si nos quedásemos en las proximidades de la lanzadera, tendríamos que esquivar a nuestros peludos amigos. Oh, claro, la
Enterprise
podría encontrarnos, pero no quiero ser hallado en trozos. Jim tiene las coordenadas del lugar en que se supone que está la Corona. Si podemos llegar allí y encontrar a ese tal Shirn O’tay, Jim será capaz de seguirnos la pista. Usted cree que él irá a buscarnos allí, ¿verdad?
—Sería lo más lógico de hacer, y el capitán es bastante lógico, para no ser un vulcaniano. Debo señalar, no obstante, que las montañas cubren una considerable extensión de territorio. No será una tarea fácil la de acertar con el emplazamiento exacto de la Corona.
—La esperanza nace constantemente en el pecho humano, Spock. ¿Qué hay de los vulcanianos?
—Sólo las expectativas lógicas nacen en los nuestros, doctor.
—¿Es nuestro rescate una expectativa lógica, señor Spock? —preguntó Kailyn.
El primer oficial le clavó su habitual mirada impasible.
—Tal vez.
McCoy sonrió para sí. Viniendo de Spock, aquello era prácticamente una admisión de esperanza. Por el momento, sería más que suficiente para él.
Nars odiaba estar en una nave espacial. Se sentía encerrado, controlado como un animal de laboratorio. El laberinto de pasillos de la nave incrementaba la sensación, así que había permanecido en su camarote durante todo el tiempo posible. Boatrey había estado compartiendo con él el camarote de dos habitaciones, pero el mozo de cuadras estaba ahora ausente, comiendo con Eili y Dania. Nars tenía hambre, pero sabía que su estómago rechazaría la comida, anudado como estaba desde que el capitán Kirk le dijo que se dirigían hacia Zenna Cuatro.
Por mucho que le desagradaba el confinamiento de la nave, el vasto vacío del espacio era todavía peor. Nars siempre había sido un hombre al que le gustaba tener tierra firme bajo los pies, con horizontes más lejanos de los que podían alcanzarse con la mano. Le gustaba saber que había lugares a los que podía ir si tenía que hacerlo: lugares en los que buscar cosas, lugares a los que escapar de las cosas. Era una libertad que funcionaba en ambos sentidos. Una nave, por grande que fuese, sumergida en el espacio interplanetario, era una combinación que no le ofrecía solaz ninguno.