Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
Conocía el relato de memoria y continuó sin mirar ni una sola vez el pergamino.
—Y no quería dejar pasar a nuestros ancestros. Y la oveja de nieve dijo: «No podéis entrar aquí. Ésta es una tierra sagrada y sólo los pueblos sagrados pueden morar en ella». Y nuestros ancestros le dijeron: «Nosotros somos un pueblo sagrado. Los dioses del viento os dijeron que guardaseis esta tierra para nosotros». Y entonces…
—Muy bien, Tolah —la alabó Shirn, con los ojos brillantes de placer—. Kindel… continúa tú.
Kindel, un chico rubio de unos trece años, tomó el pergamino y leyó con tonos cuidadosos y solemnes.
—«Demostrad que sois sagrados», dijo la oveja. Y el Padre Primero aferró a la oveja por los cuernos y lucharon durante cuatro estaciones. Cuando las estaciones terminaron, la oveja dijo: «Yo soy la criatura más fuerte, enviada para custodiar las tierras sagradas. Sólo alguien perteneciente a los pueblos sagrados puede tener la misma fuerza. Sois verdaderarnente kinarri, hijos de las Kinarr. Sois bienvenidos a morar en paz con nosotras, y mis hermanos y hermanas serán vuestros sirvientes». Y ésta es la historia de la primera oveja de nieve.
Kindel enrolló lentamente el pergamino y se lo entregó a Shirn. El anciano asintió, lleno de orgullo. Tras hacer una ceremoniosa reverencia, el chico volvió a sentarse con su familia.
Más tarde fueron retiradas las fuentes y trajeron frutas escarchadas junto con una bebida dulce y muy caliente hecha con savia de árbol. Spock preguntó por qué Shirn y su pueblo no habían modernizado nunca su modo de vida.
—Porque no tenemos ninguna razón para hacerlo, señor Spock. Yo me fui al exterior para asistir a la escuela cuando era pequeño. Mi padre me envió a una colonia de la Federación con la esperanza de que pudiera aprender algo nuevo para ayudar a nuestro pueblo.
—¿Aprendió algo? —preguntó Kailyn.
—Aprendí qué era lo que no necesitábamos ser, y que un jefe no puede obligar a que alguien cambie cosas que no puede cambiar. Aquí tenemos una comunidad pequeña, quizá unas quinientas personas. Las fuentes cálidas de las cavernas conservan nuestras huertas a las que alumbramos con luces especiales que les compramos a los comerciantes. Las ovejas de nieve nos proporcionan carne, leche, queso, abono para fertilizar las tierras, ropa y otros artículos. Una oveja que muere o es sacrificada, la aprovechamos completamente. Los ataques de los zanigret son el único problema que tenemos, y se producen principalmente durante la noche. Por eso guardamos los rebaños en cuevas durante las horas de oscuridad. La que ustedes encontraron se había escapado.
—Una economía semejante, aplicada en mayor escala en un sistema de vida más moderno… —comenzó a decir Spock.
—…es muy difícil de conseguir. No estamos aislados de los avances de nuestra era. Adoptamos nuevas herramientas, y comerciamos libremente cuando los mercaderes interestelares pasan por aquí; pero no queremos trastornar nuestro equilibrio, nuestras tradiciones de tantos años.
—Esto es Shangri-la —murmuró McCoy.
—¿Qué significa eso? —preguntó Shirn.
—Es una antigua leyenda de la Tierra que habla de un lugar oculto en las alturas de las montañas del Himalaya, donde las cosas no han cambiado durante miles de años, y en el que la gente no envejece. Ahora, eso sería algo que me vendría muy bien.
Shirn soltó una triste carcajada.
—Como puede ver, doctor, nosotros sí que nos hacemos viejos.
—Se suponía que Shangri-la era un paraíso, y eso es lo que parecen tener aquí ustedes.
—Si me permite que se lo pregunte —intervino Spock—, ¿cómo funciona la sucesión en el poder?
—Tenemos una mezcla de democracia y monarquía. El hijo o hija mayor del último jefe es quien se hace cargo del gobierno, a menos que la mayoría vote por otra persona. Sin embargo, raramente surgen desacuerdos. Por ejemplo, mi hija, la madre de Tolah, me sucederá cuando yo muera.
La conversación, a pesar de lo fascinante que era, con intercambios de información tremendamente gratificantes por ambas partes, se desvió finalmente hacia la Corona de Shad. Kailyn escuchaba, como había hecho durante la mayor parte de la noche.
—¿Podemos verla? —preguntó McCoy.
—No la tenemos aquí mismo —le respondió Shirn.
—¿Dónde la guardan, entonces? —inquirió Spock.
Shirn frunció los labios.
—En un lugar seguro. El rey Stevvin me advirtió que no debía ser fácilmente accesible por si sus enemigos llegaban a averiguar adónde la había llevado. De hecho, él ni siquiera sabe su emplazamiento exacto; eso lo dejó en mis manos.
—Bueno, ¿podremos recuperarla esta noche? —preguntó McCoy.
—Me temo que no. Nos llevará varias horas llegar hasta el sitio en el que se halla, y no podremos partir hasta que haya despuntado el día. —Una mirada de congoja atravesó el rostro acribillado de venas de Shirn—. Incluso entonces, no puedo simplemente dejarles que se la lleven.
—¿Por qué no? —fue la siguiente pregunta de McCoy.
—Porque le prometí al rey que sólo al legítimo gobernante le sería permitido llevársela.
McCoy montó en cólera.
—Kailyn es la gobernante legítima. Tiene que creerlo.
—Con el corazón, les creo todo lo que me han contado, sin excepción alguna; pero hice un juramento. Kailyn tiene que demostrar quién es.
—¿No es nuestra palabra una prueba suficiente? —Los ojos de McCoy destellaban de ira y Kailyn le tocó una mano.
—Shirn tiene razón. También tendré que demostrarlo en mi planeta. Es muy conveniente que primero tenga que demostrarlo aquí.
—¿Cómo?
—Mostrando que poseo el Poder de los Tiempos, que puedo controlar los cristales de la Corona.
Cuando hubo acabado el banquete, Kailyn encontró a Spock en una sala de pergaminos, una cueva cuadrada adyacente a la gruta principal. Allí, unos armarios llenos de rollos de pergamino contenían la historia de los pastores de las Kinarr desde los tiempos en que se establecieron en la protegida planicie. Los rollos estaban esmeradamente escritos por las manos de tantos escribas diferentes como generaciones del pueblo de Shirn habían existido. Primorosos dibujos y diagramas surgían a veces para ilustrar relatos de caza y cosecha, leyendas de los dioses del viento y heroicas hazañas. Con la ayuda de un juego de páginas de traducción, Spock era capaz de captar el sentido de la mayor parte de lo que leía, idea por idea, si bien no palabra por palabra.
Mientras leía, grababa las obras manuscritas en su sensor, tras haber convencido a Shirn de que sería una terrible pérdida para la historia si alguna vez los pergaminos eran destruidos.
El vulcaniano levantó la mirada cuando Kailyn se sentó sobre la alfombra, a su lado.
—¿Son interesantes? —le preguntó.
—Bastante. Es raro que una sociedad que vive a un nivel relativamente tan primitivo como éste mantenga unos archivos tan minuciosos de historia escrita.
—Habitualmente, sólo mantienen un registro histórico oral, ¿no es cierto? Pasa de generación en generación en forma de fábula.
Spock alzó una ceja, ligeramente sorprendido.
—Correcto.
Kailyn sonrió.
—La historia social era una de mis asignaturas preferidas cuando estaba creciendo. —La sonrisa desapareció de los labios de la joven, que desvió la mirada—. Crecer. Todavía tengo la sensación de que estoy creciendo.
—Eso no es insólito —dijo Spock suavemente—. Nunca he comprendido por qué muchas razas inculcan en sus descendientes la noción de que el crecer, como usted lo llama, es meramente una etapa de la vida por la que uno pasa durante un período de tiempo finito.
—¿No lo es?
Spock negó con la cabeza.
—Quizá la terminología lleva a un error de percepción. Si tan sólo se refiriese a la «maduración», sería más fácil conceptualizarlo como un proceso que continúa a lo largo de toda la vida.
—Eso es demasiado lógico para la mayoría de los seres, señor Spock —le dijo ella con una sonrisa irónica—. La mayoría de las razas no son vulcanianas.
—Eso es lo que el doctor McCoy me dice constantemente. En lugar de dedicar más esfuerzos a la tarea de volverse más lógico, prefiere evitarlo y permanecer…
—¿Incapacitado? —propuso Kailyn.
—Yo no emplearía una palabra tan fuerte.
—¿Por qué no? Constituye una incapacidad el dejarse aprisionar por las emociones y los miedos.
—Los vulcanianos tenemos emociones —dijo cautelosamente Spock—. Sin embargo, no permitimos que constituyan una interferencia para las observaciones racionales y la capacidad de juicio.
—Ojalá fuese yo vulcaniana. Haría la tarea de gobernante mucho más fácil.
—No necesariamente, Kailyn.
—Pero yo lo he observado a usted. Usted es capaz de valorar las situaciones, escuchar las opiniones de los demás, sopesar las alternativas… y actuar, en consecuencia, con vigor en los momentos de crisis.
La joven suspiró, y sus ojos adoptaron una expresión aún más triste de lo habitual.
—Está usted sacando conclusiones de datos incompletos. Sólo me ha observado en un limitado número de circunstancias.
—Pero sé lo que he visto…
—Usted me vio actuar como jefe porque fui colocado en dicha posición por orden del capitán Kirk.
—¿Quiere ser capitán usted mismo?
Spock sonrió; ¡con cuánta frecuencia había oído esa misma pregunta!
—No. Prefiero reunir información y entregarla de una forma metódica y útil a aquellos que mejor puedan aplicarla a la hora de tomar decisiones. Aconsejar, cuando se me consulta.
—Pero usted está al mando de esta misión…
—Como vulcaniano y oficial de la Flota Estelar, cumplo con los deberes que se me encomiendan. El capitán Kirk es un ejemplo del que podría usted aprender muchísimo.
—¿Qué es lo que hace a un dirigente, señor Spock?
Se detuvo a considerar la respuesta, y pensó principalmente en Kirk: las cualidades que hacían de él un hombre al que los demás se volverían siempre en busca de ayuda, y lo seguirían.
—La habilidad para delegar tareas, para conocer a los subordinados tan bien y confiar en ellos tan completamente que pueda dejar en sus manos el trabajo exactamente igual que si fueran el capitán mismo. A su vez, ellos confían en él y le otorgan voluntariamente su lealtad.
—No me refería solamente al capitán Kirk.
—Me doy cuenta de que su referencia era genérica, pero no conozco ningún ejemplo mejor que ése —dijo Spock con voz queda.
—Eso es lo que decía siempre mi padre. —Kailyn volvió a suspirar—. Ojalá el capitán estuviese aquí para poder hablar con él… o mi padre.
—Podría intentar hablar con Shirri O’tay. Kailyn se animó.
—Creo que eso haré.
Un hombrecillo barbudo y de baja estatura saltaba de un lado a otro, y su voz cascajosa casi le gritaba a Shirn.
—¡Pero te juro que el macho cabrío es mío!
Un hombre más joven se inclinó y miró al hombrecillo barbudo a la misma altura.
—Y yo digo que es mío. Llegó a la cueva con mi rebaño; eso lo convierte en mío.
Sentado en la alfombra blanca tendida sobre el suelo en medio de ambos, Shirn escuchaba pacientemente y buscaba el momento correcto para intervenir. Cuando el hombrecillo barbudo hizo una pausa para respirar, Shirn hizo sonar su voz… rápidamente.
—A este paso, el macho cabrío morirá de viejo antes de que decidáis algo.
—Eso no ocurrirá; yo lucharé con él por el animal —dijo acaloradamente el hombrecillo barbudo.
El joven pastor puso los ojos en blanco.
—Oh, dioses de las montañas. Tú siempre quieres pelear, Blaye. ¿Cuándo vas a…?
—Un momento, Dergan —le dijo Shirn al pastor más joven—. Blaye tiene razón en parte. La lucha es una de las maneras de arreglar los desacuerdos.
Blaye plantó los pies muy separados sobre el suelo y las manos en las caderas, como si dijese: «Ya te lo dije yo».
—Pero —continuó Shirn— es una forma muy molesta de hacerlo. Incluso si uno gana, acaba magullado y cansado. Recuerdo cuando era joven y luché por una oveja de nieve. Oh, gané yo, pero estaba tan cansado, que no pude arrastrarla de vuelta a mi rebaño, y se escapó para caer directamente en las garras de un zanigret.
Blaye movió nerviosamente la mandíbula de un lado a otro, suavizando ligeramente su postura belicosa. Los ojos de Shirn se pasearon del uno al otro.
—¿Existe alguna otra forma? —preguntó el anciano jefe.
—Para eso es para lo que hemos venido a ti —le dijo el hombrecillo barbudo.
—Ah, claro. Podemos matarlo y dividirlo en dos.
—Espera —protestó Dergan—. Ese macho cabrío podría ser padre de muchos otros durante años. Yo no voy a renunciar a un animal vigoroso por un montón de carne y hueso.
—¡Tampoco yo!
—Bueno, entonces ¿qué os parece si os repartís por igual todas sus crías?
—¡Nunca! —rugió Blaye, cuya voz retumbó en todas las paredes de la caverna—. Yo tendré que esperar tres Banquetes antes de obtener esos corderos. Entre tanto, él lo tendrá constantemente, y ese macho cabrío fecundará a todas las ovejas de su rebaño.
—Dergan, ¿tienes alguna oveja preñada?
—Tres de ellas.
—Respóndeme a lo siguiente: tú no tenías ese nuevo macho cabrío cuando saliste a pastorear esta mañana, ¿no es cierto?
—¡Tampoco lo tenía él! Y el animal no tiene ninguna marca…
—Pero ahora lo tienes tú —tronó Blaye.
Shirn finalmente se puso de pie.
—Eso también es verdad. —Era más alto que ambos hombres, y pasó un brazo por encima de los hombros de cada uno de ellos—. ¿Qué os parece lo siguiente? Dergan se queda con el macho cabrío…
—¡No! —gritó Blaye.
—…y Blaye se queda con el primero que nazca en el rebaño de Dergan, a elegir macho o hembra.
—Pero eso no es justo —dijo Blaye.
Shirn soltó al más joven y se llevó a Blaye a un rincón.
—En todo caso, tú te quedas con la mejor parte, amigo mío. Él obtiene un animal ya entrado en años, mientras que tú obtienes uno nuevo y sano que tiene toda una vida por delante. ¿Eh?
Blaye se rascó la barba y lo meditó. Entretanto, el anciano jefe regresó junto a Dergan, que tenía el entrecejo fruncido.
—Tú obtendrás algo que no tenías esta mañana… y esto es mejor que acabar sucio y golpeado después de un combate… ¿Eh?
—De acuerdo —dijo finalmente Dergan.
—Yo también estoy de acuerdo —dijo Blaye, aunque no con mucha alegría.