Read Despertando al dios dormido Online

Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (46 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
4.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Era la Estrella de los Ancianos, una versión antiquísima, retocada a posteriori con el nombre del Profeta y rodeada por invocaciones de las que hay breves referencias en los Fragmentos, rituales que constituyen la última protección contra Aquel Que Yace Dormido Para Toda La Eternidad.

Le he preguntado a Vassili si había roto los sellos y su mirada me lo ha dicho todo: nadie está tan loco como para hacer tal cosa y condenarse para siempre.

No obstante, a mí no me importaría hacerlo, ya que de todas formas sé que mi destino está escrito y sellado desde hace mucho tiempo, desde que decidí venir hasta aquí y abandonar mi Londres, al que añoro y el cual posiblemente no vuelva a pisar jamás.

Tendría que regresar a la necrópolis de noche, quizá esta misma noche, cuando acabe de escribir esta entrada de mi diario. Sí, iré a Chor Bkhar y romperé los Sellos, y bajaré hasta lo más profundo de la tumba, hasta rozar con los dedos el glorioso cuerpo del Dios Dormido, pronunciaré los Versos apropiados y Él despertará y me confortará con Su Presencia…

¿Qué estoy haciendo? ¿Qué me está pasando? Por todos los Dioses, ¡el libro! He dejado abierto el maldito libro encima de la mesilla de noche y la vista se me ha ido una y otra vez a los versos. Es un libro peligroso y no puede tratarse a la ligera. He de tener más cuidado o acabaré perdiendo la razón antes de que pueda finalizar mi búsqueda.

Nurata, 12 de agosto

Acabo de volver de una expedición al interior del desierto y, antes de caer rendido por el agotamiento en el jergón de este inmundo caravanserai, quiero dar fe y constancia de lo acontecido en estos dos días de penurias y asombros, ya que tal vez no haya un mañana para mí.

La siguiente escala de mi viaje ha sido Nurata, un pueblo limítrofe con la frontera del Kazajstán, donde contraté un nuevo guía, un enigmático karzan de nombre impronunciable y origen claramente mongol. Con él me adentré en el Qizilqum, las tierras arenosas que rodean esta antigua ciudad como un cerco abrasador. Mi objetivo era llegar hasta las ruinas del observatorio de invierno del insigne astrónomo Ulug-Bek, pues el librero de Bukhara me había asegurado en un aparte que había más libros parecidos a los Fragmentos ocultos en aquel lugar. Huelga decir que la codicia fue el primer impulso que me hizo abandonar la ciudad a toda prisa y reanudar de nuevo el viaje hasta esta nueva ubicación.

Esta zona está azotada por un viento perenne, que te llena la boca, los ojos y los oídos con arena finísima y cuyo tórrido aliento te reseca la garganta y te agrieta los labios. Una arena candente, que hace la conducción extremadamente difícil y que me obligó a abandonar el coche y alquilar unos escuálidos camellos, el único transporte que puede penetrar en estas tierras sin desfallecer. Me despedí pues de Yuri y se unió a la expedición el camellero, parecido en constitución y rasgos a su compañero y guía.

Debí haber sospechado entonces, y debí haber recelado una vez más cuando les sorprendí riéndose por lo bajo de mi atavío de tuareg, quizá un poco desproporcionado para estas latitudes, pero sin el cual no hubiese sobrevivido a la extraordinaria aventura que aconteció más tarde. Ninguno de los dos hizo el más mínimo gesto de disculpa, por otro lado, y siguieron con sus preparativos como si tal cosa. Está claro que los británicos nos hemos ganado a pulso la fama que nos precede en todos estos lugares profanos. El manto de la Reina (a quién Dios guarde muchos años) no me va a proteger aquí en caso de que haya más problemas.

Partimos con las primeras luces del alba y el primer día todo transcurrió sin incidentes dignos de mención. Sin embargo, todo cambió a partir de la segunda noche. Como habían hecho en la anterior parada, mis taciturnos acompañantes encendieron una fogata tras la frugal cena y se pusieron a cantar las tonadas tradicionales de sus tribus acompañándose del rústico doutar que estos nómadas acarrean siempre consigo. Yo me había colocado a sotavento del fuego, porque la noche era fresca y el calor de las llamas era incluso reconfortante. De vez en cuando, el karzan que no tocaba el disonante instrumento de cuerda iba colocando más leños para mantener viva la hoguera.

No sé si fue el humo o el whiskey, pero el caso es que me quedé dormido. Y cuando desperté, con el regusto a madera quemada en la boca, estaba solo.

Del fuego sólo quedaban rescoldos chisporroteantes y el viento se había levantado de nuevo. Llamé en voz alta pero nadie me respondió. Las yurtas estaban vacías y las pieles de camello que cubrían la entrada de las tradicionales tiendas circulares oscilaban locamente sacudidas por las violentas ráfagas. Un pánico irracional se apoderó de mí. ¿Me habrían abandonado a mi suerte en mitad de aquel infierno de arena? Me puse a correr como un loco en todas direcciones, gritando y tropezando una y otra vez con matojos y raíces. La luz de una luna gigantesca bañaba el ralo paisaje con claridad irreal, y no fue hasta pasado un buen rato de deambular de aquí para allá que me di cuenta de que me había desorientado por completo.

Ahora sí que estaba perdido. Mi miedo se acentuó aún más y traté de volver sobre mis pasos, que ya se iban borrando con el constante soplo de aquel viento endemoniado. Sólo entonces me apercibí de que el aire era gélido, totalmente antinatural incluso para la noche de un desierto. Las rachas traían consigo ecos extraños que mi imaginación creyó identificar como voces lejanas que murmuraran en algún lenguaje desconocido. La cacofonía era aún más discordante al mezclarse con los silbidos que producían al pasar por entre los míseros arbustos.

Al cabo de un rato, ya no pude encontrar rastro alguno de mis pisadas. No había ningún promontorio, ninguna colina, nada desde donde pudiera vislumbrar el campamento abandonado, donde podría al menos pasar a cubierto la noche y emprender el camino de regreso al amanecer. Oteé con desespero, saltando cuanto podía, como había visto hacer a la tribu africana de los watusi, y mirando en todas direcciones en el apogeo de mi salto.

En uno de los brincos creí vislumbrar una silueta oscura que se alzaba no muy lejos de donde me hallaba. Salté un par de veces más, pero los remolinos de arena me impedían ver con claridad, así que decidí caminar hacia allí, fuera lo que fuera. El viento arreciaba y me costaba horrores avanzar por entre las minúsculas dunas. Los ojos me lloraban y tenía la boca llena de arena, a pesar de llevar bien calado el shesh. Todo parecía conjurarse en mi contra: el viento y la luz de la enorme luna que brillaba frente a mí como un faro, bastante baja sobre el horizonte.

¡Qué distinto era aquel horizonte del que había visto al principio de mi viaje! ¡Cómo añoré en esos momentos la placidez de los jardines de Chor Chinar! ¡Cómo eché de menos las límpidas aguas, los árboles milenarios y las noches que había pasado allí, compartiendo un té verde con mi amigo Mahmud y departiendo sin prisa sobre los misterios del mundo!

Pero la realidad de aquella noche aciaga se me impuso con brutalidad al caer de bruces sobre la arena tras haber tropezado con una raíz sobresaliente. El murmullo imaginario del agua cristalina se convirtió en el aullido malsano del incesante vendaval de arena. Por un instante sentí ganas de sentarme allí mismo, encomendar mi alma al Altísimo y esperar así la muerte.

Pero al abrir los ojos vi que ante mí se alzaba la sombra oscura que había vislumbrado. Sin embargo, no era una de las yurtas del campamento, sino algo parecido a un minarete descabezado, y un poco más allá pude entrever un arco, y más lejos todavía una cúpula.

De repente, todo mi cansancio quedó relegado al olvido y un brío inesperado me llevó a ponerme en pie de un brinco y echar a correr hacia lo que creí iba a ser mi salvación. Grité mientras me acercaba, esperando que alguna luz saliera a mi encuentro. Sin embargo, al tocar la fría piedra del minarete, comprobé desolado que lo que yo esperaba fuera un refugio habitado no había visto nada vivo desde hacía mucho, mucho tiempo. Había hallado las ruinas de lo que parecía ser una madrasa muy antigua, un lugar ahora abandonado y muerto, semienterrado en las arenas del desierto traicionero.

Me fallaron las piernas y me apoyé en la pared, completamente agotado. No podía más y la última carrera había acabado de mermar mis fuerzas. Fue entonces cuando mis dedos, acostumbrados a leer inscripciones en la piedra, me revelaron un nombre allí labrado, el nombre maldito y desterrado de todos los textos, el Innombrable, la abominación que había sido perseguida por todos los pueblos civilizados de la Tierra.

Había sido un Dios tan cruel que los templos que se le consagraron fueron destruidos hasta los cimientos, las efigies machacadas hasta convertirlas en polvo y dispersadas al viento y sus adoradores sistemáticamente cazados, quemados vivos, descuartizados y vueltos a quemar dos veces más.

Y a pesar de todo, allí estaban las ruinas de uno de los colosales lugares del culto prohibido, donde se habían celebrado las ceremonias más abyectas y aterradoras en honor a un Dios obsceno y brutal.

La incredulidad me poseyó y comprobé con creciente nerviosismo, a la luz de la enorme luna, lo que mis manos me habían susurrado.

Era cierto: todo el minarete estaba cubierto de bajorrelieves cuyas terribles imágenes todavía me erizan el vello de la nuca. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía quedar aún algún vestigio de tamaña herejía? Entonces recordé a los karzan, mis desaparecidos guías y sus altisonantes cantos a la luz del fuego. Tal vez fueran ellos los guardianes de tan terrible secreto, y tal vez yo no hubiera encontrado jamás el templo si no hubiera perdido mi camino, ya que posiblemente mis dos acompañantes se las hubieran arreglado para desviarme lo suficiente como para no verlo, ni tan siquiera de lejos.

Pero estaba allí y, para un hombre de mi condición, aquellas ruinas, prohibidas o malditas, eran un paraíso increíble. Me interné, pues, por el dédalo de arcos rotos, pasadizos hundidos y minaretes semienterrados, trazando con mis manos las runas desgastadas por la erosión y el paso de los milenios, y leí con fruición y espanto lo que tan sólo había intuido en los escasos pasajes de ciertos libros prohibidos y en las historias que me había revelado en susurros el mercader Husseini en su oscura trastienda del barrio londinense de Whitechapel.

Sentí que la emoción del arqueólogo me embargaba de nuevo, ese nerviosismo incontrolable que produce el descubrimiento, ese temblor de gozo inconmensurable frente al hallazgo de algo que no ha visto la luz desde tiempos inmemoriales.

Pero en mi deambular empecé a notar con asombro que también allí pugnaban los dos vientos, el cálido soplo del desierto y el otro mucho más frío, y ambos iban en direcciones opuestas. Maravillándome ante tal curiosidad climatológica, decidí seguir el enigmático chorro frío, avanzando entre los escombros a los que la poderosa luz de la luna añadía todavía más misterio con su blanco resplandor.

Y entonces les oí.

Oí los cantos que los kazan habían entonado por la noche, ahora sin embargo extrañamente alterados, más inquietantes, más disonantes, y sobre todo, totalmente inesperados. Me bañó un sudor helado, me eché a temblar con violencia y me agazapé tras un muro bajo, guareciéndome del viento y tapándome los oídos para no escuchar los odiosos alaridos que tenían muy poco de humano.

Cuando me repuse un poco, proseguí con cautela mi avance hacia el origen de los cánticos que iban cobrando intensidad, no sólo por su proximidad, sino porque parecían estar llegando al punto culminante de la horrorosa letanía. Para mi asombro y terror, discerní algunas palabras que había leído en los mismos tomos arcanos y blasfemos que he mencionado antes, y supe que todo lo que yo había creído leyenda, allí, en las ruinas del desierto de Qizilqum, era una pavorosa realidad.

Al doblar la esquina de uno de los pasadizos, casi me di de bruces con dos camellos que daban inequívocas muestras de espanto, gruñendo y tratando de liberarse de las toscas ataduras que les inmovilizaban las patas delanteras. Pasé por debajo de un arco, descendí por un tramo de escalones desgastados y me quedé petrificado de espanto ante el increíble espectáculo que se ofrecía ante mi vista.

Encaramados encima de una enorme losa de piedra alumbrada por la débil luz de dos antorchas a las que el fuerte viento no parecía afectar, mis dos guías renegados estaban cantando, efectivamente, pero no canciones tradicionales de alguna tribu nómada, sino algo mucho más escalofriante y perverso. Entre ellos se alzaba un monstruoso lavkh hecho también de piedra que albergaba un enorme libro del que leían las palabras que salmodiaban con vigor inhumano aquellos dos individuos a los que la luz de la luna transformaba en seres de pesadilla.

Reconocí el libro, por supuesto, pues lo había tenido entre mis manos sólo un par de días antes, y me di cuenta entonces de la conjura en la que había caído, y supe a quién estaban invocando, vi de dónde procedía el viento helado, y en mi paroxismo, creí ver alzarse la monstruosa trampilla de hierro cuando los cánticos llegaron a un clímax más que terrorífico.

Pero fue el indescriptible sonido que salió de sus profundidades lo que me hizo olvidar toda precaución y echar a correr despavorido bajo la violenta tormenta de arena.

Corrí y corrí por debajo de los extraños arcos, zigzagueando entre escombros y ruinas más antiguas que el hombre, hasta que no pude correr más y caí al suelo, luchando por respirar. A mi izquierda vi un hueco, y me arrastré como pude hacia el interior de la oquedad. Con la escasa luz que entraba, la extraña cueva no parecía tener fondo. Me tumbé sobre la fría arena, jadeando. Me acometió un cansancio repentino, un ansia por cerrar los ojos que no pude reprimir y allí, emulando a los primitivos moradores del planeta, me dormí, acunado por el silbido del viento huracanado que, poco a poco, y sin que yo me diera cuenta, como un cruel reloj de arena, iba cegando la angosta entrada.

Cuando desperté, con la boca absolutamente seca, la negrura más profunda me rodeaba. Palpé a mi alrededor y noté, con espanto, que la arena había tapado el resquicio por donde había entrado. Sintiendo que el pánico me atenazaba una vez más, me puse a cavar con frenesí y al rato vi recompensados mis esfuerzos al caer sobre mi rostro el resplandor de una luna enorme y brillante que se recortaba en el cielo. Aliviado, me arrastré hasta el exterior y me puse en pie. La tormenta había cesado por completo y sólo quedaba un silencio sobrecogedor, turbado únicamente por el sonido ahogado de mis pisadas sobre la arena fría.

BOOK: Despertando al dios dormido
4.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

In Ecstasy by Kate McCaffrey
Suffer the Children by Craig Dilouie
Window on Yesterday by Joan Hohl
Playschool by Colin Thompson
Inez: A Novel by Carlos Fuentes
Sacred Sierra by Jason Webster
The Glass Casket by Templeman, Mccormick
The Light-Kill Affair by Robert Hart Davis