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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (42 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Las noticias que llegaban a diario detallando la enfermedad misteriosa y letal que estaba asolando barrios enteros de las principales ciudades del mundo eran una trágica prueba de que la profecía de las Cuatro Damas se estaba cumpliendo con precisión aterradora. Un lúgubre vaticinio al que también se aludía con curiosa vaguedad en varios códices que habían sido supuestamente arrojados al fuego por la Inquisición. Un augurio que se había hallado en escritos de antigüedad incalculable que pertenecían al famoso índice de libros prohibidos por la iglesia en el siglo XIV.

Varias culturas muy anteriores al Cristianismo narraban de manera casi exacta los mismos eventos catastrofistas. La figura simbólica de Ouroboros, la serpiente que devoraba su propia cola, describía a la perfección lo que representaba aquel nuevo ciclo en la historia del mundo: El Fin del Primero es el Principio del Último. La Humanidad había finalizado su andadura. Ahora llegaba el tiempo de los Dioses.

Sin embargo, algunas versiones de la profecía hacían constar que durante el transcurso del conflicto final, dos de las Cuatro Damas representarían al Primero y las otras dos al Último, transformándose por tanto en enemigos mortales. Mientras miraba las caras sonrientes de las tres damas en los monitores, Marini apretó las mandíbulas con preocupación. ¿Cuál de las tres jóvenes sería tentada por las falsas promesas de los Dioses Primigenios? Isabel era la gran incógnita, puesto que Julia había estado bajo tratamiento, y en cuanto a Basia…

Isla Karkar, Papua Nueva Guinea, marzo de 1997

—No saldremos de ésta con facilidad, Basia.

La mujer de pelo negro y ojos de un azul casi transparente miró al hombre de cabello rizado, ojos oscuros y tez morena que se frotaba con precaución las muñecas despellejadas y llenas de moretones.

—Ya se nos ocurrirá algo, Fabio —masculló forcejeando a su vez con las cadenas que la ataban a las argollas.

En su fuero interno, sin embargo, Basia Przytycka no las tenía todas consigo. Fabio Lamberti había expresado en voz alta sus propios temores. La operación
Oyster
había acabado en desastre. Un mes antes, la organización paramilitar llamada Executive Orders había enviado setenta mercenarios al pequeño archipiélago del Océano Pacífico para acabar con la rebelión popular organizada a raíz de un conflicto obrero en las minas de cobre de Bougainville. Sir Julius Chan, el malquerido líder político del país, los había contratado y les había dado orden de hostigar a los rebeldes, partidarios del general Jerry Singirok, la cabeza visible de la rebelión que desafiaba a Chan.

Para sorpresa de los confiados soldados de fortuna, la población se había envalentonado y les había plantado cara, obligándoles a refugiarse en los bosques frondosos y húmedos de la isla principal. Para colmo, las técnicas avanzadas de camuflaje que empleaban los mercenarios no habían podido rivalizar con el instinto natural de los que habían nacido y crecido entre las enormes raíces que sobresalían del suelo húmedo como tentáculos de algún animal imposible.

Los aborígenes de la zona les habían localizado con suma facilidad y habían comunicado su posición a las tropas leales al general rebelde. Sesenta y ocho mercenarios cabizbajos y encolerizados aguardaban la humillante deportación en la cárcel de la capital, Port Moresby.

Basia y Fabio habían decidido tratar de escapar trasladándose en bote hasta la pequeña isla Karkar, a doce kilómetros al norte de la provincia de Madang. Un mercenario capturado perdía muchos puntos en la cotización del mercado de soldados de fortuna. Para complicar aún más las cosas, la intervención de las fuerzas aéreas australianas había impedido la entrega de los suministros y del equipo de apoyo que habían solicitado. Privados de casi todo, los quinientos kilómetros cuadrados de selva tropical impenetrable habían supuesto una dura prueba de supervivencia para los avezados mercenarios.

La isla, casi completamente circular, cubierta de cedros y
kwilas
, estaba coronada en su centro por el majestuoso cráter del volcán Bagiai, en cuya ladera habían establecido un minúsculo campamento. Desde allí habían vuelto a contactar por radio con los equipos de evacuación de la organización paramilitar, que les habían aconsejado esperar hasta que se enfriase un poco la situación política y buscar un momento más propicio para sacarles del país con discreción.

Pero la Naturaleza se había encargado de trastocar el plan. Dos noches después de su llegada al islote, el Bagiai había empezado a soltar vaharadas de gas tóxico que se desparramaron por los escarpados flancos del cráter como un aliento emponzoñado.

Los dos mercenarios se habían despertado sofocados, tosiendo con violencia y con los ojos irritados. Al principio creyeron que los soldados de Singirok les habían descubierto y les atacaban con gases lacrimógenos, pero los profundos retumbos que el viento les traía desde el volcán les hicieron ver su error con rapidez. Su desesperada huida montaña abajo no había servido para nada y al final, magullados, mareados, exhaustos y con los pulmones ardiendo, se habían desplomado entre las traicioneras raíces aéreas de los árboles y habían perdido el conocimiento.

Cuando despertaron, se hallaron encadenados de manos y pies a unas argollas de hierro profundamente hincadas en la tierra. Estaban rodeados por una empalizada hecha con lajas de madera que sólo les dejaba ver la parte superior de los árboles de copa alta y frondosa que tamizaban un poco el ardiente sol. Las cadenas que les sujetaban tenían la medida justa para permitirles moverse un poco, pero no para llegar hasta el portón del cercado.

Nadie apareció para darles explicaciones ni para hablar con ellos. Sólo una vez al día, al caer la noche, un extraño individuo de piel casi negra y ojos acuosos, ataviado únicamente con el tradicional
koteka
, un largo mango de calabaza que le tapaba las partes íntimas y poco más, dejaba en el suelo unas escudillas de barro con agua y una pasta marrón de aspecto nada apetitoso y se retiraba sin decir palabra.

Los reiterados intentos de comunicar con aquel inquietante personaje habían sido estériles y de momento, en los tres días de cautiverio que llevaban, nadie les había informado de su situación.

El hecho de estar presos no preocupaba en exceso a los mercenarios. Formaba parte del juego de la guerra al que se habían apuntado al ingresar en las filas de la EEOO. Sin embargo, la desinformación y la indiferencia que mostraban sus desconocidos captores era lo que más les inquietaba. En un escenario de combate normal, ya habrían sido entregados a las autoridades y expuestos a la humillación pública en algún ridículo juicio.

Por otra parte, si la intención de los extraños aborígenes era acabar con sus vidas o exigir un rescate a sus jefes, los dos prisioneros habrían disfrutado del dudoso honor de soportar la retórica triunfalista y megalómana de algún ilustre personajillo local investido para la ocasión. Pero el silencio y la incomunicación a que estaban sometidos no presagiaban nada bueno.

Basia atisbó por una rendija de la empalizada, estirándose cuanto pudo para abarcar más panorama. Las cadenas se le clavaron en las muñecas maltrechas y en los tobillos sangrantes, dolorosos testimonios que evidenciaban los pírricos límites de su libertad.

Apretó los dientes con rabia y trató de ignorar el dolor concentrándose en lo que podía ver desde allí. Por encima de las copas de los árboles asomaban con timidez los tejados en forma de proa de lancha de algunas cabañas, en cuya madera medio podrida crecían líquenes y musgos multicolor. Al fondo, las dos franjas de azules contrastados del cielo y el mar de Bismarck trazaban una indivisible línea recta que se perdía a ambos lados de su visión. No había nada que sugiriera su posición o que alentara el intento de fuga.

Suspiró con frustración y volvió a sentarse en el húmedo suelo, masajeándose con cuidado los pies lacerados. Les habían quitado todo el equipo, incluyendo botas y calcetines. Unos cuantos días antes había finalizado oficialmente la época de los monzones, pero seguía lloviendo esporádicamente y el suelo del inmundo cercado se había convertido en un barrizal. La primavera austral no era fría, pero estar encerrada en paños menores como un animal, día y noche, era algo que Basia no iba a poder soportar mucho más tiempo a pesar del duro entrenamiento y la experiencia que acumulaba. Los mosquitos habían atacado con crueldad cada anochecer y ambos mercenarios tenían el cuerpo salpicado de ronchas purulentas. Se habían visto obligados a hacer sus necesidades en un rincón de la cerca, y el hedor a excremento y orina no ayudaba en absoluto a mejorar su estado de ánimo.

—Nunca me has contado cómo te metiste en este negocio.

Basia miró por un momento al corpulento italiano sin decir nada. Después se encogió de hombros y se apartó las sucias greñas de pelo de la cara.

—No se gana mucho dinero siendo tiradora olímpica —respondió al tiempo que seguía frotándose los pies magullados.

Fabio hizo un ruidito de aprobación.

—Mmm. ¿Competías con el equipo nacional de Polonia?

—Sí —suspiró Basia mientras cambiaba de posición por enésima vez—. Estuve en los juegos de Barcelona.

—¿En el 92? —inquirió Fabio, entrecerrando los ojos—. Ah, sí, el toque del arquero prendiendo el pebetero olímpico fue magnífico.

Basia asintió mientras revivía en su mente la emoción de la grandiosa ceremonia de apertura en la que había participado.

—¿Ganaste alguna medalla?

La polaca rió sin ganas al tiempo que negaba con la cabeza.

—Lo único que ganó ese año el equipo femenino fue un bronce y unas cuantas broncas del jodido entrenador.

El tono de la voz indujo al italiano a guardar silencio.

—Después de aquello —prosiguió la mujer tras una pausa—, las cosas fueron empeorando. El seleccionador oficial me rechazó y de pronto, me vi en la calle, sin trabajo y sin futuro.

La mercenaria trazó un círculo en el fango del suelo con un dedo.

—La vida en Varsovia no es nada fácil si eres mujer y estás sola —dijo mirando el dibujo—. Así que preferí viajar a los Estados Unidos y probar fortuna con los
mercs
antes que tener que rendir cuentas a un chulo en algún garito de mala muerte. Aunque no esperaba acabar así —añadió tirando una vez más de las cadenas.

Fabio la miró un momento con una expresión extraña en sus ojos oscuros.

—El que vivas o mueras depende de la configuración del campo de batalla; el que sobrevivas o perezcas depende de la forma de la batalla. Como tú has dicho, ya se nos ocurrirá algo.

Basia no pudo reprimir una amarga carcajada.

—Estoy impresionada —exclamó con tono burlón—. ¿Sun Tzu?
[8]

—Mei Yaochen, uno de los comentaristas —repuso el mercenario con una sonrisa cansada mientras se acurrucaba en un rincón y cerraba los ojos—. No tiene ningún sentido, pero, cómo has podido observar, impresiona a las chicas.

Al caer la noche, Basia vio cómo su compañero de armas se acuclillaba colocándose en una cierta posición. El italiano iba a pasar a la acción.

—Fabio… —siseó, mirando la cerca de soslayo—, ¿qué estás haciendo?

—Shhh… —contestó el otro, con la vista fija en la destartalada puerta—. Se me ha ocurrido algo. Además, estoy harto de estar atado como un galeote, esperando a que pase alguna cosa. Al menos sabremos de qué pasta están hechos estos tipejos.

—Vas a conseguir que nos maten —espetó Basia con furia.

—¿Qué más da antes que después? —contestó Fabio con aspereza mientras flexionaba ligeramente las piernas—. Lo que está claro es que aquí se está cociendo algo más y querría saber qué es antes de entonar el último
arrivederci Roma
.

Basia iba a replicar cuando se abrió el portón para dar paso al inexpresivo individuo que traía las escudillas. Dio dos pasos y se agachó para dejar los cacharros en el suelo. Entonces alzó con brusquedad la cabeza al percatarse de que Fabio estaba en un lugar distinto al de siempre. Quiso levantarse alarmado, dejando caer las vituallas con precipitación, pero ya era demasiado tarde.

Fabio se lanzó hacia él con la cabeza por delante como un futbolista y las dos testas impactaron con un crujido sonoro. El nativo salió despedido hacia atrás, se golpeó la nuca contra la empalizada y se desplomó como herido por un rayo.

Fabio se alzó del suelo, frotándose la frente y riendo a mandíbula batiente.


Gotcha!
[9]
—exclamó mientras un hilillo de sangre le resbalaba por la cara. Con una expresión de gozo salvaje en el rostro ensangrentado, el mercenario se sentó en su rincón y se restañó la herida con la manga de la mugrienta camiseta.

Al poco tiempo, el portón se abrió otra vez y un nuevo individuo asomó la cabeza con precaución. Basia se dio cuenta entonces de que los dos tipos eran prácticamente indistinguibles, y que podían haber estado viniendo cada día distintos aborígenes sin que ninguno de los dos mercenarios se diera cuenta. No pudo evitar que un estremecimiento le recorriera la espalda. Había algo malsano, casi endogámico en los rasgos cubiertos de pelo negro y rizado y los estrambóticos adornos de plumas de ave que les atravesaban la nariz.

Viendo a su compañero caído y la sangre en la frente de Fabio, el tipo dio unas voces y se arrodilló junto a su desvanecido congénere, dándole unos suaves empujones mientras murmuraba algo que no llegó a oídos de los cautivos. Un instante después, otro clon de los nativos hacía su entrada, mirando a la pareja maniatada con expresión de odio. Fabio siguió riendo con socarronería y Basia se limitó a sostener la mirada del iracundo captor lo mejor que pudo.

Un gemido del caído apartó la atención del recién llegado, que se inclinó sobre él.


Kadi mu aga umo-so
[10]
—gimió el herido mirando al italiano con expresión de miedo, que seguía mostrando una sonrisa lobuna en el rostro.

El último en entrar se encaró con los dos presos y les soltó una parrafada incomprensible con voz airada mientras les señalaba con el dedo varias veces. Lo único que Basia pilló al vuelo fue la repetición de una palabra pronunciada con más énfasis que las otras:
Kazulu
. Al final, el orador les dedicó una sonrisa salvaje que desveló unos caninos extremadamente afilados que provocaron un nuevo escalofrío en la joven polaca. Después, los dos tipos ayudaron al caído a incorporarse y salieron de la empalizada.

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