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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (41 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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El heraldo del Apocalipsis pasó raudo a su lado y se abatió sobre el planeta azul, transformándose en su caída en una bola de fuego de enormes proporciones que oscureció la superficie. Lo que el vidente medieval Michel de Nostradamus había llamado el Gran Rey de Espanto y lo que otros habían profetizado durante centurias, el gran fragmento arrancado del Sol, el fruto de una venganza proferida mucho antes de la era de los Hombres, cayó por fin al océano Atlántico con la fuerza de un millón de bombas y desgajó de sus soportes milenarios los barrotes que retenían al Dios Dormido.

Una colosal cortina de tierra candente y detritos se alzó hacia el espacio como una brillante corona mortuoria mientras que la imparable ola de fuego y tierra avanzaba en todas direcciones, destruyendo con precisión salvaje cuanto se interponía en su paso. Las montañas se desgajaron, los valles se hundieron y una mortaja de nubes de polvo y ceniza fue cubriendo todo el planeta.

El grito de muerte de millones de almas llegó hasta la mente de Isabel, que lo contemplaba todo inmóvil, incapaz de reaccionar ante la magnitud de aquella ejecución implacable.

A través de la espesa capa de nubes oscuras que se arremolinaban con furia caótica sobre el mundo que agonizaba, algo se movió, e Isabel tuvo la visión piadosamente fugaz de un ser que trasgredía todas las leyes de la física, la materia y el concepto de la vida misma. Un ojo indescriptible la miró directamente y en su cabeza retumbó una única palabra:

—¡Despierta!

Florencia, Italia, al día siguiente

Abrió los ojos de golpe y la luz del sol hirió sus pupilas como puñales invisibles. Jadeó intentando soltarse del asiento, atrapada todavía en las postrimerías del brutal viaje onírico. Poco a poco, las terribles imágenes fueron difuminándose y desaparecieron como una fantasmagórica neblina matinal. El escenario familiar y tranquilizador de la cabina del avión que la transportaba hacia Florencia calmó un poco la carrera desenfrenada que había emprendido su corazón.

Inspiró con fuerza y miró por la ventanilla. Una franja montañosa cubierta de vegetación se deslizaba perezosamente. Miró su reloj y supuso que serían las últimas estribaciones de los Alpes Dolomitas. Debían estar ya relativamente cercanos a su destino final. Los pilotos del Shorts 360 se habían visto obligados a dar un rodeo debido a una tormenta imprevista y el viaje había durado casi toda la noche.

Isabel se recostó en el asiento, cerrando los ojos y recreándose en los recuerdos que la asaltaron de improviso, encaramándose en su mente con el frenesí de las palomas hambrientas de la plaza de Cataluña. Florencia. Había estado allí un par de veces, años atrás, una durante una convención para estudiantes de periodismo y otra con un antiguo amorío de fin de semana, con el que había conseguido pelearse sin salir siquiera del aeropuerto al que estaban descendiendo.

Suspiró, apartando de su mente los agrios recuerdos y miró de nuevo por la ventanilla. El avión estaba sobrevolando la ciudad, preparándose para la aproximación final a la pista de aterrizaje.

A Isabel le daba cierto reparo admitirlo, pero desde la altura, el abigarrado conjunto de tejados bajos le sugirió la imagen pérfida de una gigantesca costra, acuchillada en su centro por la negra herida del río Arno. La ostentosa cúpula de la catedral de Santa Maria dei Fiore, que todo el mundo conocía como el Duomo, sobresalía como un faro purulento. No sabía el porqué, pero ahora las cosas más cotidianas tenían visos mucho más bizarros e inquietantes, significados ocultos que su cerebro trataba de captar fijándose en los detalles más nimios que antes habría ignorado. Hacía dos días que sufría un dolor de cabeza leve pero constante que pulsaba en la zona occipital con latidos sordos.

Los últimos acontecimientos de Barcelona habían dado un giro de ciento ochenta grados a las cosas. Julia la había hecho salir de las alcantarillas a toda prisa y volver a su apartamento para recoger sus enseres personales. Lo que le había contado excedía con creces cualquier cosa que hubiera podido imaginar.

Aprovechando la conferencia internacional de prensa, las horrendas crías de Shub Nil Al-raz se habían introducido en los organismos de los cientos de personas allí congregadas, que ahora estarían volviendo a sus lugares de origen, portadoras inocentes de la destrucción de sus propios pueblos. Rápida e inexorable, la metástasis volvería a producirse y una nueva oleada de muerte se abatiría sobre los desventurados que estuvieran cerca de la víctima. La fría predicción del ordenador de Julia había mostrado una escalada exponencial que había cubierto la totalidad del planeta en el plazo de unas pocas semanas.

Sólo sobrevivirían unas cuantas almas, las que residieran en las tierras más remotas, de espaldas a la civilización, o las que tuvieran los conocimientos y la tecnología necesaria para combatir a un enemigo casi invencible.

Julia había recibido órdenes imperativas de volver al cuartel general, ya que todavía había que seguir la pista dejada por el profesor Baxter y, desafortunadamente, no podían hacer nada más en Barcelona.

—El tiempo es crucial para intentar detener la masacre —le dijo mientras iban a toda velocidad hacia el aeropuerto—. No —se corrigió tras una involuntaria mueca de horror—. No es una masacre, es un
genocidio
.

Antes de subir al pequeño avión, al volver la vista atrás y contemplar el lúgubre ocaso que se cernía sobre la ciudad y sus desprevenidos habitantes, Isabel no había podido retener el llanto mientras todo lo ocurrido y sus tremendas consecuencias se iban asentando en su mente. Las dos mujeres se habían quedado allí un largo momento, fundidas en un abrazo doloroso, cada una intentando consolar a la otra, aún sabiendo que no había consuelo posible, que no había nada que pudiera mitigar la irrefrenable tristeza que surge al saber que todo lo que amas va a desaparecer de manera inexorable.

El avión tocó tierra con una ligera sacudida, y momentos después pisaban tierras italianas. Los campos desiertos que se extendían a lo largo de los cuatro kilómetros que separaban el aeropuerto Amerigo Vespucci de la ciudad de Florencia conservaban el aspecto de postal que caracterizaba a la región italiana. El vehículo todoterreno se desplazó veloz entre llanos salpicados con minúsculos bosques de árbol bajo y caminos vecinales jalonados por los inevitables cipreses que conducían hasta las granjas donde se cultivaban grandes extensiones de trigo.

El aire fresco de la mañana hizo que Isabel se sintiera un poco mejor. Vio pasar los carteles de Lippi, Ponte di Mezzo, Isolotto, Soffiano, destinos de nombre evocador cuyos indicadores desfilaron fugaces mientras el sol naciente iba ganando terreno a las últimas sombras de una noche que huía hacia su fortaleza occidental.

Las calles de la ciudad más famosa de la Toscana italiana estaban igual de vacías que las de la ciudad condal, y la sensación de
déjà vu
se apoderó de Isabel al contemplar los ennegrecidos
palazzos
y las estrechas callejuelas por las que circulaban a una velocidad endiablada. Cuando parecía que iban a entrar en la plaza del Duomo, Julia giró con brusquedad y se internó por un dédalo de calles que las condujeron hasta el río. Tras cruzar el puente de la
Santa Trinitá
, se internó por un arco y detuvo el coche en una plazoleta rodeada por completo de edificios y una pequeña iglesia parcialmente tapada con lonas y andamios.

—Hemos llegado —anunció Julia, quitando las llaves del contacto y apeándose.

Las dos mujeres atravesaron un oscuro túnel hasta llegar a un pequeño patio interior porticado, en cuyo centro había un austero pozo de piedra. De cada uno de los ábsides de los pórticos pendían grandes farolas que proyectaban una luz amarillenta que confería a todo el lugar un ambiente irreal y que acentuaba la antigüedad y la sensación de recogimiento, igual que si se tratara de un claustro recóndito perdido entre las tierras resecas de la meseta castellana.

Un tramo de escalones de piedra gastada que olía a humedad las llevó hasta una galería que circundaba el patio. Las dos mujeres la recorrieron hasta encontrarse frente a una puerta de madera oscura en cuyo centro había una enorme anilla de hierro que hacía las veces de tirador.

—Bienvenida al
palazzo
Ariosto —le dijo Julia mientras empujaba la puerta que se abrió con un sonoro rechinar de goznes.

Isabel atravesó el umbral y se halló en una gran galería flanqueada por ventanales ojivales por donde se colaba la luz de la mañana, trazando grandes franjas lumínicas que desgarraban con timidez las tinieblas. En las paredes, elevando aún más la perspectiva, se alineaban estanterías repletas de libros polvorientos y enormes retratos de personajes de aspecto severo ataviados con ropas clericales.

Trató de echar una rápida ojeada a los cuadros y los libros a la vez que seguía a Julia hasta una pequeña puerta que había en el otro extremo. El claroscuro reinante no le permitía leer las pequeñas placas de bronce que había en la base de los lienzos, pero supuso que serían antiguas celebridades de la curia romana. Los gruesos volúmenes con encuadernación de lujo parecían ser códices o misales de gala, aunque la distancia le impidió leer los títulos. No obstante, a pesar de que la curiosidad la picaba, no se atrevió a desviarse de los pasos de Julia. De pronto, vio que una sombra se desgajaba de la pared y se plantaba ante ellas.

—Me preguntaba dónde te habrías metido —oyó que decía Julia a la sombra antes de fundirse con ella en un abrazo.

—No pude ir al aeropuerto —replicó la voz de una mujer que un fuerte acento ubicaba en algún país del Este—, el padre Marini me tiene anclada aquí.

Julia deshizo el abrazo y se volvió sonriente hacia Isabel.

—Isabel, ésta es Basia, mi compañera —anunció con evidente satisfacción.

La aludida avanzó un par de pasos y salió de las sombras. La luz de las ventanas le mostró una tez pálida, de larga melena negra, de la que destacaban, azules como el hielo profundo, unos ojos que la miraban con intensidad. Isabel alargó la mano pero se encontró de pronto rodeada por unos brazos fuertes y notó que Basia le daba un beso en la mejilla.

—Bienvenida, Isabel —oyó que le decía—. Después te lo contaremos todo. El padre Marini nos está esperando.

Roberto Marini contempló a las tres mujeres a través de los monitores de circuito cerrado de televisión. Las diminutas cámaras de seguridad que estaban repartidas por todo el edificio fueron captando sus imágenes a medida que se iban aproximando al centro de control. Mediante las transmisiones de radio y los últimos mensajes que había mandado desde el avión, Julia le había mantenido informado de los acontecimientos en la ciudad condal. Había rezado por el alma del desgraciado forense y por la de todos los que iban a morir en los próximos días, y había dado gracias a Dios por el hallazgo de la nueva candidata pero, sintiendo un impulso irrefrenable, fruto de la dilatada experiencia que tenía a sus espaldas, había cotejado a la nueva integración en las filas de la organización con la inmensa base de datos que poseía el sistema informático vaticano.

No era infrecuente que se reclutaran más agentes; todo lo contrario. Se producían bajas en cada encuentro con los seres del averno, y no eran tan sólo víctimas físicas. Muchos combatientes no habían podido soportar la increíble presión de la realidad contra la que luchaban y habían cruzado el umbral de la locura de manera irremediable. El incesante goteo humano requería refuerzos continuos. Habitualmente eran personas que habían visto el destino que les aguardaba de alguna u otra forma, como Isabel o la misma Julia, y que habían preferido luchar para sobrevivir.

Pero había algo más que el instinto de supervivencia en la joven mujer de cabello dorado. Los huesos cansados del padre Marini le decían con sus crujidos que la casualidad jugaba un papel poco relevante en la partida mortal de ajedrez que había entrado de súbito en una fase extremadamente agresiva.

Había demasiados hechos coincidentes: por un lado estaba la presencia de la periodista en el barco donde
casualmente
también había aparecido el profesor Baxter, desbaratando el desesperado intento internacional de cooperación y ayuda. A esto debía añadirse la perseverancia que había demostrado la mujer al seguir adelante con el enigmático caso y su accidentado encuentro con Julia en Barcelona. Eso sin olvidar la aparente presciencia que había desvelado con el relato de los sueños que asaltaban sus noches desde el trágico día de la explosión en Oak Island. Todo ello hacía que los indicadores mentales de alerta del eclesiástico señalaran la zona situada más allá de lo normal.

La organización secreta no podía permitir bajo ningún concepto que nadie que se hubiera enfrentado a las legiones del Dios Dormido, ni que fuera de manera onírica, ingresara en sus filas sin pasar por un conjunto de pruebas rigurosas y que en algunos tristes casos habían demostrado ser demasiado duras. Las amargas experiencias de un pasado reciente, donde el engaño y la traición habían tenido en jaque a
Gli Angeli Neri
, les obligaban a ser cada vez más tajantes e inflexibles con los recién llegados.

Isabel Forcada no iba ser una excepción. En la información que habían sacado a la luz no destacaba nada. Nacida en Barcelona, hija única de padres catalanes que habían regentado toda su vida un diminuto colmado sito en la calle Mallorca, se había graduado en la Facultad de Periodismo y había trabajado en calidad de ayudante en varias publicaciones menores hasta recabar finalmente en el importante diario barcelonés. Su círculo familiar se reducía en la actualidad a una tía que vivía en una residencia para ancianos en las afueras de la ciudad. Pocas parejas conocidas, todas ellas abandonadas al poco tiempo por diversos motivos y una única afición conocida: la lectura. Julia lo había confirmado al haber visto una cantidad más que impresionante de estanterías repletas con todo tipo de volúmenes en el apartamento de la calle Córcega.

Lo que más le inquietaba, sin embargo, era que las características intelectuales de Isabel Forcada coincidían a la perfección con la devastadora predicción que mencionaban ciertos objetos custodiados en una sala subterránea a la que sólo él, el nuncio papal y Basia tenían acceso. Julia no había sido informada aún de la existencia de las reliquias que Marini había logrado rescatar de las entrañas de Montecassino y de otros lugares. Sólo habían transcurrido seis meses desde su encuentro con la organización vaticana, y el eclesiástico no creía prudente confiar una información tan trascendente a una recién llegada.

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