Despertando al dios dormido (48 page)

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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

BOOK: Despertando al dios dormido
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El eclesiástico avanzó por la sala, dejando que sus manos rozaran los cristales de las múltiples vitrinas que protegían tesoros de edad incalculable. Se paró un breve instante frente a la lanza de Longinos e hizo una genuflexión. Sin poderlo evitar, un recuerdo del abad Diamare saltó a su memoria.

—¿Los camiones?

Los ojos cansados del anciano postrado en la cama le miraban con fijeza. Habían tenido que improvisar una cuarentena en casa del arcipreste Lucci, en Sant’Elia Fiumerapido, un pueblo situado a unos pocos kilómetros de las ruinas de la abadía. En cuanto los equipos de zapadores hubieron despejado la zona de minas y trampas explosivas colocadas en las defensas abandonadas por los alemanes, el anciano monje había insistido en volver desde Roma, aún estando claramente enfermo de una malaria de la que no iba a poder recuperarse.

—¿Los camiones,
padre
Marini? —repitió con la voz tomada por el edema que le anegaba los pulmones poco a poco.

—Ya están camino de Roma,
Dom
Gregorio —contestó el recién ordenado monje, mirando de soslayo la figura inmóvil de
Dom
Martino Matronola, que no se había separado del abad desde el día que los alemanes se lo llevaron a la capital italiana.

El anciano abad se permitió exhalar un suspiro que acabó con un inquietante gorgoteo. Otros camiones sin insignias habían subido hasta las ruinas al amparo de la noche para cargar los
otros
tesoros que Marini había custodiado en la sala subterránea donde había pasado casi cuatro meses de su vida.

Aunque no había cumplido los treinta, el eclesiástico había emergido de su encierro con el cabello totalmente blanco, un primer testimonio que evidenciaba la dura lucha que había mantenido contra la locura. Había esperado a que los aliados tomaran la abadía para abandonarla, de noche y con todo el mismo sigilo que había empleado con el enemigo. Gracias a la radio de los confiados soldados norteamericanos, había logrado ponerse en contacto con la diócesis romana y hablar con el abad. Dos días más tarde, Diamare,
Dom
Martino Matronola y él se habían reunido en el pueblo de Pontecorvo. El abad había convenido en llevarse al demacrado y macilento Marini a Roma e informar conjuntamente a sus superiores.

Ante un comité extremadamente restringido, Diamare había expuesto lo acontecido en la desaparecida abadía y la situación actual. Marini completó el informe y esbozó el plan que había ideado durante su estancia.

Las órdenes fueron tajantes: todo lo que albergaba la sala secreta tenía que ser transportado hasta el Vaticano. Una vez allí, la Santa Sede decidiría si daba luz verde al extraordinario plan. Si se confirmaba el proyecto, la creación de
Gli Angeli Neri
se iba a convertir en realidad, y Roberto Marini iba a ser el máximo responsable. Sólo el nuncio papal estaría por encima de cualquier decisión que pudiera tomar. Y sólo Dios juzgaría los terribles actos que iban a decidir el futuro de la Humanidad sobre la Tierra.

El abad le hizo una seña con la mano al padre Martino. Éste se levantó de la silla, inclinó la cabeza ante Diamare y salió de la pequeña habitación sin mirar a Marini, que ocupó el asiento vacante con premura.

—Veo que conserváis la cruz que os di.

El joven monje de pelo plateado asintió, mientras una vez más, los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Vuestro regalo fue lo único que me recordaba mi condición de benedictino —contestó con voz entrecortada.

—¿Por qué decidisteis leer esas herejías? En otro tiempo, os hubierais expuesto a perder la vida por ello.

Marini jugueteó un breve instante con la cruz de plata.

—Me dejé tentar por… por… —titubeó. En realidad, nunca se había preguntado qué fue lo que le azuzó a leer todo aquello. Era algo más que curiosidad, quizá el destino, quizá el propio Dios buscando un aliado entre la humanidad decadente y bárbara.

—El conocimiento puede abrir puertas que deberían permanecer cerradas para siempre —sentenció el abad, cerrando los ojos.

Marini se lo quedó mirando un breve instante. Se le veía frágil y cansado. Ya no resistiría mucho más tiempo.

—Tenéis razón,
Dom
Gregorio —contestó con voz queda—. Pero ahora que
sabemos
de la existencia de un enemigo tan formidable, podemos intentar combatirle. La ignorancia nos hubiera dejado indefensos ante esas blasfemias.

El abad sopesó las palabras de su discípulo y al final hizo un pequeño chasquido con la lengua.

—Quizá tengáis razón —replicó—. Pero en esta guerra han muerto millones de almas, y en la que vais a comenzar ni siquiera sabemos
cómo
combatir.

—Lo averiguaremos,
Dom
Gregorio —afirmó asiéndole la mano—. Dios proveerá.

El abad abrió mucho los ojos y le sonrió con dulzura.

—Que Dios os oiga, padre Marini —suspiró, dándole un apretoncito—. Que Dios os oiga.

Marini desvió la mirada hacia la puerta.

—¿Qué ocurrirá con el padre Matronola? No fue convocado a la reunión de Roma.

—No os preocupéis por él. Es un hombre discreto. Le van a nombrar mi sucesor en Montecassino y sólo con la reconstrucción de la abadía va a estar muy ocupado durante los próximos años. De todas formas, he preferido limitar el conocimiento acerca de este tema, por su propio bien y por el nuestro. En cuanto a vos…

Marini se envaró en la silla y aguardó en silencio. El abad le miró con fijeza un instante y los ojos acuosos brillaron con una inesperada humedad.

—Tendréis que desaparecer de los anales de la Orden, padre Marini. Es necesario que quedéis al margen de todo para poder mantener el secreto. Matronola se encargará de ello. No deja de ser irónico, pero en el diario de la comunidad vais a aparecer como un monje sordomudo. ¿Qué os parece?

Muy a su pesar, Marini esbozó una sonrisa. La curia romana estaba especializada en crear fachadas y símbolos sugerentes. Un sordomudo era la imagen perfecta de alguien capaz de guardar los mayores secretos.

—¿Por qué no? —dijo soltando una risita—. Creo que es la analogía más apropiada para mi futuro.

El abad se incorporó de pronto en la cama y agarró la mano de Marini con fuerza.

—Debéis estudiar las estelas —le dijo con voz temblorosa—. Es preciso descifrar su contenido. Parecen ser la clave de nuestra supervivencia o de nuestra aniquilación. Debéis concentrar todos vuestros esfuerzos en… —una tos violenta y cavernosa le interrumpió.

Al instante, se abrió la puerta y el padre Matronola entró con un vaso de agua en la mano. Marini se levantó y se dirigió hacia la salida.

—Debéis descansar,
Dom
Gregorio —dijo desde el umbral mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto—. Vendré a veros por la mañana.

El abad alzó una temblorosa mano y trazó una bendición en el aire.

—Qué Dios os dé fuerzas.

Al día siguiente, Matronola le informó, con lágrimas en los ojos, que
Dom
Gregorio Diamare había muerto mientras dormía.

Las lágrimas resbalando por sus mejillas le devolvieron a la realidad. Se enjugó la cara con el dorso de la mano y se alzó del suelo, mirando las hileras de vitrinas y objetos colocados sobre pedestales que llenaban el recinto, una reconstrucción modernizada de la sala secreta de la abadía de Montecassino.

En un rincón de la enorme habitación sin ventanas estaban colgadas cinco estelas de arcilla iluminadas por unos pequeños focos que apenas permitían distinguir la extraña y aterradoramente familiar escritura cuneiforme que las cubrían por completo. Aunque no era capaz de leer las antiquísimas runas, Marini se sabía de memoria los textos que Baxter había descifrado unos años antes, los terribles versos que Moisés, en un rapto de inspiración, había llamado las Tablas de la Ley, ocultando su verdadero significado al mundo tras la palabra de Dios y sus Diez Mandamientos, un relato más esperanzador que los historiadores se habían encargado de amplificar y adornar con imágenes de arbustos en llamas y voces divinas.

El padre Marini se situó frente a la primera estela, y en su mente aparecieron las palabras esculpidas:

Y aparecerá la Primera Dama, la Sacerdotisa,

Terrible en su esplendor decadente.

Conocerá los Textos Prohibidos

Y quebrará el Primer Sello,

Que abrirá el Portal Primigenio

Y segará la vida de un tercio de los Hombres.

La mirada del eclesiástico se desvió hacia dos grandes paños negros que colgaban de otra sección de la pared. Bajo ellos estaban los dos lienzos que habían sido el detonante de todo. Su autora, la pintora Ûte Firsch-Pieke, había tenido el terrible honor de convertirse en la Sacerdotisa. Sólo Dios sabía cuál era el atroz destino que le había deparado aquel acto imprudente. Un estremecimiento involuntario le sacudió al recordar las terribles imágenes del cataclismo que se había desatado seis meses antes. Si no hubiera sido por la intuición y la tenacidad de Julia Andrade, no hubieran llegado a tiempo de detener el ritual y ahora, mucho más que un tercio de la raza humana sería un simple recuerdo.

Marini desvió la vista hacia la segunda estela:

La Segunda Dama, la Guerrera,

Cuya espada refulge de plata y azul,

Llegará con las manos manchadas de sangre

Y se le otorgará el Poder y la Fuerza

Para salvar almas inocentes

Y diezmar las bestias de la tierra.

El segundo grupo de versos reflejaba la persona de Basia, su lugarteniente, la ex mercenaria que seguía marcando la diferencia a la hora de combatir. Su espada de color plata y azul —el rifle con la mirilla telescópica adaptada que era su arma preferida— había diezmado a los Profundos con eficacia, el mayor de los grupos de adoradores del Dios Dormido, el gran enemigo de
Gli Angeli Neri.

Una lágrima se escapó de sus ojos al recordar la trágica muerte de Fabio Lamberti, que había pasado a engrosar la larga lista de bajas que aquella guerra interminable les estaba costando. Marini se persignó y se acercó un poco más al tercer fragmento de piedra.

La Tercera Dama, la Heredera,

Poseerá el don de las Lenguas

Y destruirá el Segundo Sello

Y todas las montañas y valles

Se anegarán con la sangre

De otro tercio de los Hombres.

Había sido precisamente Julia Andrade la que había impedido que se cumpliera el augurio. Su increíble resistencia a la llamada de los Ancianos había hecho que tan sólo se pudiera romper uno de los sellos, el de la isla de Oak, en Nueva Escocia, impidiendo así en parte la hecatombe sísmica que podría haberse ocasionado si se hubiera llegado a detonar el segundo artefacto nuclear que por fortuna jamás llegó a Irlanda.

Marini frunció el ceño con preocupación. Algo en el comportamiento de Julia en los últimos días había disparado la alarma en su interior. Parecía más cansada que de costumbre, más derrotada, y lo que era más inquietante, más ensimismada y silenciosa. Julia había visto demasiado, sabía mucho más de lo que podía resistir su mente, y tenía un pasado y un legado que la hacían muy vulnerable.

Quizá debería haberle contado toda la verdad. Tal vez hubiese sido mejor que Julia estuviese preparada para la gran prueba final. No obstante, temía por su vida y su integridad mental si le era revelado el último secreto. Era preciso apartarla de todo cuanto antes pero, si era cierto lo que postulaba la cuarta estela, tal vez fuera demasiado tarde.

Y arribará la Cuarta Dama, la Escriba,

Para dar fe de aquello que acontezca.

Con ella sonará el Cuerno del Apocalipsis,

Las fauces del averno soltarán la presa envenenada

Y la Plaga liberada acabará sin remisión

Con el último tercio de los Hombres.

Isabel Forcada, la nueva incorporación, concordaba con la sucinta descripción de los enigmáticos jeroglíficos. Con ella había sonado en cierta manera el cuerno del Apocalipsis, ya que el inquietante mensaje que había llegado unas cuantas horas antes procedente del padre Alonso no presagiaba nada bueno. Como colofón, las noticias de la pandemia habían empezado a llegar de todas partes. Hora a hora, día a día, las crías de Shub Nil Al-raz habían ido invadiendo cuerpo tras cuerpo, creciendo y multiplicándose hasta provocar el fallecimiento de su impotente huésped. El número de bajas era simplemente incalculable.

Marini se plantó ante la última estela, reflejo inmisericorde del último acto en la gran tragedia humana:

Y cuando las Cuatro Damas libren la última batalla

Y la Humanidad no sea más que un recuerdo,

Del Océano embravecido surgirá al fin, triunfante,

El Olvidado Dios Dormido.

Con estos últimos versos nefastos se acababa la Profecía de las Cuatro Damas. Con estas simples palabras terminaba la milenaria historia de la Humanidad. ¿Quién había esculpido aquellos funestos caracteres? ¿Qué poder ancestral había conjurado el destino de los humanos y los Dioses Primigenios? Ésas eran las grandes preguntas que probablemente nunca obtendrían una respuesta satisfactoria. Quizá eran cuestiones cuya respuesta era mejor no saber.

Las palabras de un Diamare agonizante resonaron de nuevo en su cabeza: «El conocimiento puede abrir puertas que deberían permanecer cerradas para siempre».

Algo más seguía preocupando al eclesiástico. Las estelas hablaban de la aparición de las Cuatro Damas como algo dinámico. Cada Dama hacía posible que la siguiente entrara en escena. Pero, de ser así, ¿por qué había aparecido Isabel en escena si Julia había conseguido detener el flujo de la profecía en Irlanda? ¿Y dónde encajaba la inquietante información que el padre Alonso había comunicado desde la isla de La Palma? ¿Por qué razón el Sol había sufrido la gigantesca erupción justo en el instante del cataclismo de la costa este de Norteamérica? Sin proponérselo, el padre Marini se arrodilló, cerró los ojos con fuerza y se dispuso a orar.

Una vibración en el bolsillo le hizo volver a ponerse en pie con dificultad. Lanzó un pequeño gruñido de irritación al percatarse una vez más de que la edad le estaba pasando factura. Sacó el pequeño
busca
de la chaqueta y miró la pantalla.

—No es posible —exclamó en voz alta, abriendo mucho los ojos—. ¡Dios mío, no es posible!

Capítulo XI

El alarido intermitente de la alarma sacó de golpe a Isabel de su ensimismamiento. De repente, la quietud relativa del
palazzo
se transformó en una vorágine de pasos apresurados y gritos. El corazón le dio un vuelco. Algo grave estaba sucediendo. Tan aprisa como pudo, guardó el diario, las fotos y los archivos en sus bolsas y salió al pasillo con el tiempo justo de ver salir a Julia y Basia de una de las salas adyacentes y dirigirse a la carrera hacia la gran sala de comunicaciones. Sin pensarlo dos veces, echó a correr detrás de las dos mujeres, estrechando entre sus brazos el material de Baxter.

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