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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (45 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Tras cinco agotadoras semanas, adquirí unos conocimientos rudimentarios del idioma avestan gracias a los que pude comparar ambos trabajos. Mis esfuerzos se vieron recompensados con creces: en efecto, había un mensaje cifrado de capital importancia oculto tras las aparentes imprecisiones sintácticas.

Está aceptado que los Avestas se componen de veintiuna nasks, o secciones, que han sido reconocidas e investigadas por todos los historiadores oficiales. Sin embargo, en las anotaciones ocultas, Narshakhi afirmaba haber visto un texto desconocido cuyo contenido le angustió el alma. El célebre historiador atestiguaba que en sus páginas se detallaban otras invocaciones y rituales destinados a unos dioses tan terribles como antiguos, que dormitan más allá del tiempo esperando la señal que les despierte y les corone de nuevo.

Los datos y detalles que daba eran tan precisos que empecé a tomar un cierto interés en el asunto. No comenté esto con ninguno de mis colegas ya que tal vez me hubieran tildado de loco o de crédulo. Ahora sé, para mi desgracia, que no soy ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.

Un par de meses más tarde, juntando mis escasos ahorros y escudándome en el prestigio de la organización para la que trabajo, emprendí el viaje que, finalmente, me ha conducido hasta aquí.

Me encuentro en Khiva, la ciudad fortificada, situada al suroeste del país. Sin ser la capital, esta ciudad tiene el dudoso honor de presentarse en los anales de la historia como una de las cunas del tenebroso culto al fuego. Es además la ciudad señalada por el historiador árabe como refugio secreto de la copia que todos creían destruida. Una serie de pesquisas previas me han permitido acotar la búsqueda y hoy he culminado con éxito todos estos meses de trabajo agotador.

Tras perderme con la ingenuidad que caracteriza al viajero inconsciente por las extrañamente bien pavimentadas callejas de la antigua ciudadela, de la mano de mi cetrino guía de aspecto mongol llamado Sanja, llegué hasta la entrada de una de las innumerables madrasas que salpican este inhóspito lugar.

Había un hombre guardando la entrada a la escuela coránica, enfundado en su chilaba blanca y acuclillado sobre una alfombrilla raída en la que compartían espacio una bandeja con pan, una jarra con agua y un plato exquisitamente decorado que contenía lo que me pareció ser arena. Mi condición de extranjero y de infiel ha supuesto que la discusión entre mi guía y el hombre, que resultó ser un mulah, se alargara de manera interminable, mientras yo permanecía con la cabeza baja, descalzo, tratando de mostrar una humildad y un respeto que los nervios por lo que estaba a punto de conseguir casi me hacen traicionar. Vi por el rabillo del ojo cómo me miraban, perplejos ante mis conocimientos y la inesperada petición.

Finalmente, una más que generosa donación para la manutención de la madrasa hizo su efecto. Con un chirrido de cadenas y pasadores de hierro, el recalcitrante mulah abrió varias puertas labradas con extraordinarias filigranas y me indicó que le siguiera. Sanja se quedó atrás, postrado en el suelo de la antecámara. Sus rezos llegaban hasta mis oídos como una salmodia entrecortada, en la que el miedo era la nota predominante de toda la rápida letanía que brotaba de sus labios.

La luz iba menguando a medida que nos adentrábamos en el interior de la escuela. Ocasionales y bienvenidos rayos de luz se filtraban aquí y allí a través de las celosías de madera que jalonaban las salas. Una serie de corredores se abrían a ambos lados dejando entrever recámaras donde vislumbré libros, probablemente conteniendo los ciento cuarenta suras del Corán para que los fueran memorizando los alumnos que cursaban allí sus estudios.

Finalmente, mi silencioso acompañante me señaló una recámara donde descansaba una arqueta de madera oscura, en absoluto distinta de las que había visto al pasar frente a las otras habitaciones. Me llevé la mano derecha al corazón y me incliné ligeramente ante el mulah, agradeciéndole en mi pobre ruso la amabilidad demostrada. Con un gesto vago de asentimiento y dirigiendo una última mirada de preocupación a la arqueta, se retiró y me dejó, por fin, a solas.

No sé cómo transmitir toda la emoción que me embargó cuando mis temblorosas manos hicieron saltar el complicado cierre, ni la sensación que me erizó el vello de la nuca cuando sostuve, con más cuidado y cariño que si fuera un bebé recién nacido, las enormes páginas de pergamino cosidas por un lado y cubiertas con la escalofriante caligrafía que pocos humanos, y casi osaría decir que ningún occidental, han visto jamás.

Busqué y hallé las marcas mencionadas por Narshakhi en su extraordinario mensaje, sutiles señales que identificaban el texto como auténtico, y supe entonces, con apabullante certeza, que lo que tenía ante mí era en efecto la vigésimo segunda sección perdida de los Avestas.

Pero el júbilo que sentía se apagó como una vela consumida cuando empecé a poder leer con mucha dificultad alguna palabra suelta de los pasajes de las grandes páginas y entrever el aterrador secreto que había sido cuidadosamente ocultado durante tantos siglos. Comprendí en ese momento por qué era el libro más maldito de todos los tiempos y entendí a la perfección la angustia y el asco que sintió el emperador Alejandro. Porque bajo la inocente adoración al sol se escondía la parte más oscura y terrible de un pasado del que Zoroastro tuvo conocimiento y pasó su vida tratando de combatir. En esta sección perdida se detallaban con escalofriante claridad los ya por entonces antiguos y blasfemos cultos que los seguidores del profeta trataban de contener y que el emperador macedonio creyó erróneamente que profesaban.

En aquellas páginas leí por primera vez el nombre del Dios Dormido, yaciente en su morada submarina de R’lyeh, custodiado por legiones de adoradores que aguardan impacientes su despertar. Y supe de los otros Dioses, los Ancianos, que acechan desde el borde del tiempo esperando cualquier descuido para enviar a sus horrendos servidores, y cuya sola visión, incluso en sueños, puede conducir a la locura.

Saqué mi diario y copié algunos pasajes lo mejor que supe, reproduje los símbolos y apunté los terribles vocablos que formaban las invocaciones para crear los Portales, los oscuros espejos tras los que se hallaban los mundos que los humanos habían preferido olvidar. Arranqué las páginas del cuaderno y me las escondí por entre las ropas, e hice bien, pues a la salida mi bolsa fue minuciosa pero infructuosamente registrada por el suspicaz mulah. En cuanto alcancé el exterior de la madrasa me postré frente al mausoleo de alabastro bellamente labrado de uno de los hombres santos allí enterrados, lo que sirvió para conformar al celoso guardián y al mismo tiempo sosegar un poco el alocado ritmo de mi corazón desbocado.

Caía la tarde cuando volví arrastrándome al hotel, agotado y febril. El viento ardiente del desierto seguía soplando incansable y decidí descansar un rato en las almenas onduladas de la imponente muralla de la ciudadela. Desde aquella posición elevada, Khiva se mostraba grandiosa bajo los colores flamígeros del radiante ocaso, pero yo sólo podía pensar en la crónica maldita de la secta de adoradores que fue perseguida y proscrita por incontables generaciones de gobernantes ciegos que negaban a toda costa la verdad que se ocultaba en los descarnados párrafos de sus textos sacros.

Mi concentración fue distraída por unas sombras que pasaron lentamente ante mi vista. Eran enormes bandadas de cuervos que regresaban de algún lugar del desierto que envuelve la ciudad como un manto de arena roja. Allí donde se posaban crecía una mancha de oscuridad en continuo movimiento de una densidad tal que ni siquiera reflejaba la luz del sol moribundo. El coro de graznidos era ensordecedor y las ondulaciones arquitectónicas de la fortificación provocaban ecos y reverberaciones que, por alguna razón, me inquietaron profundamente.

De vuelta en la habitación del hotel, reuní las húmedas hojas de papel que había escondido en mi cuerpo. Debido a la profusa sudoración, alguna ha dejado un retazo de símbolo dibujado en mi piel, como un aterrador tatuaje arcano.

Ahora tengo las claves para abrir y cerrar los Portales. Ahora puedo elegir entre seguir mi viaje o probar fortuna entre las ciclópeas ruinas de un pasado desaparecido. No sé si tendré valor para cruzar al otro lado de manera consciente. De todas maneras, mis tripas me dicen que mi viaje por estas desoladas tierras todavía no ha concluido.

Bukhara, 9 de agosto

No sé si creer en la suerte o en el plan de un destino más intrigante. Me he topado con un librero, un tipo menudo y de mirada huidiza que regenta algo que él llama tienda, pero que a mí me ha parecido la cueva de Alí Babá, situada en los antiguos aposentos de las concubinas que hay en el interior de la llamada Fortaleza del Arca, en la ciudad de Bukhara.

Mi nuevo guía, un joven llamado Aziz, de origen claramente mongol, de pelo negro y ojos que podrían pertenecer a un leopardo, me ha conducido por todos los bazares de la ciudad antigua, repletos de alfombras de intrincados diseños geométricos, susani de seda ricamente ornamentadas, fragantes especias multicolor y el consabido montón de cacharros inverosímiles que a un occidental como yo pueden parecerle superfluos o ridículos, pero que son esenciales para la vida cotidiana en este apartado confín del mundo.

Para llegar hasta la ciudad de Bukhara hemos tenido que atravesar un desierto salpicado de arbustos marchitos y ramajes escuálidos que se resisten a ser abrasados por el sol de justicia que ablandaba el asfalto de la maltrecha carretera por donde Yuri, mi chofer, ruso, circunspecto y hombre de pocas palabras, circulaba a una velocidad más que prudente. El cruce del río Aduransay ha sido una pesadilla, ya que primero hemos tenido que explicar nuestra presencia a unos inquisitivos soldados soviéticos que cuestionaban todos mis permisos y no entendían qué podía hacer un hombre como yo en estas tierras, salvo ser un espía británico.

Tras casi una hora de negociación y la entrega de dos botellas de mi mejor whiskey escocés aderezadas con un fajo de rublos, nos han sellado el salvoconducto y hemos podido cruzar el pontón militar flotante. Frente a nosotros se extendían cuatrocientos kilómetros de desierto, sin posibilidad alguna de repostar ni de parar a descansar un rato bajo una sombra que simplemente no existía.

Milagrosamente, el viejo automóvil Lada ha hecho honor a la cabezonería de sus constructores soviéticos y ha resistido, aunque al entrar en la ciudad ya se percibía un alarmante olor a gasolina y a neumático deshecho. Sin embargo, Yuri ha conseguido llegar con total dignidad hasta el parque de Registan, el centro neurálgico de la ciudad.

Allí, quizá por casualidad o por el destino antes mencionado, mi mirada se ha posado en un desastrado puesto de libros. Al principio, no he tenido oportunidad para curiosear su abigarrado contenido, porque enseguida ha llegado Aziz, al que había telegrafiado desde Khiva avisándole de mi llegada. Al saber de mi interés por la historia y la arqueología del lugar, el joven guía ha emprendido una interminable caminata por todos los bazares, madrasas y mezquitas de la impresionante ciudad antigua, evitando de manera escrupulosa, eso sí, el antiguo barrio judío, mal visto y medio vacío tras las expulsiones llevadas a cabo por los soviéticos en 1918.

Finalmente, agotado tras varias horas de correrías infructuosas, le he pedido que me acompañara hasta el puesto de libros, llevado por un extraño impulso que todavía no sé de dónde ha surgido. A regañadientes, ya que probablemente no sacaba tajada económica de aquel lugar, Aziz ha transigido y he conseguido algo que ni siquiera había soñado poseer.

Al principio no he conseguido encontrar nada digno de mi interés entre las docenas de versiones del Corán que había en las mesas del tinglado, pero entonces el hombrecillo de mirada penetrante me ha dicho que tenía otra tienda dentro de la fortaleza, y que allí guardaba más libros que quizá fueran de mi agrado.

La susodicha tienda ha resultado ser una minúscula habitación perdida en el laberinto de pasadizos y recámaras que forman las entrañas del antiguo palacio fortificado, y una auténtica mina de oro.

Tengo ante mí una copia en bastante buen estado de lo que llamaré los Fragmentos de Bukhara, una trascripción incompleta en árabe clásico de los Avestas, pero que carece de símbolos o dibujos. Debido a ello también se la conoce como los Poemas de Al-Azif, y sigo sin poder creer que el libro más buscado por los estudiosos de esta mitología estuviera criando polvo a trescientos kilómetros de Khiva. Pero lo que resulta más increíble es el hecho de que, a pesar de que faltan la mayoría de los textos originales, sí incluye casi la totalidad de la sección perdida.

El precio ha sido elevado, pues el hombre sabía a la perfección qué tenía en los vetustos anaqueles de madera carcomida por las termitas del recinto oscuro y polvoriento donde se apilaban, sin orden ni concierto, los objetos más variopintos e inverosímiles que alguien pueda imaginar.

Pero el premio no ha sido sólo eso: el dueño de la tienda me ha presentado a un arqueólogo ruso, de nombre Sujarev, un inmenso hombretón de edad incalculable que mañana me acompañará al lugar donde se halla una curiosa losa funeraria de piedra de la cual me ha mostrado una fotografía que ha hecho que mis nervios volvieran a aflorar y tensarse como cuerdas de violín. ¡Qué terrible símbolo, aquella estrella de cinco puntas grabada con el nombre del Profeta! ¿Qué o quién ha de ser protegido de tal forma en una tumba de la necrópolis de Chor Bkhar? Casi no puedo escribir estas líneas. La emoción me embarga por completo y tengo miedo de dormir y ser asaltado, como ayer, por los espantosos sueños que cada vez son más y más reales.

Son sueños vívidos, entrecortados, que me sobresaltan y me despiertan cada pocas horas bañándome en sudor, imágenes de lugares y tiempos que tal vez no existieron jamás, y que quizá no debieron existir. En mi mente alterada se van alternando visiones de los bajorrelieves de esos muros altísimos en los que se superponen los enigmáticos petroglifos de Sarmish. Al instante siguiente, los textos esculpidos que adornan los colosales arcos de las ciudades oníricas se mezclan de manera malsana con los terribles versos de los Fragmentos, armonizando con perfección aterradora y sugerente.

Debo descansar. Estoy exhausto y mi búsqueda todavía no ha llegado a su ecuador. Debo dormir, y procurar no soñar.

10 de agosto

Hoy he sentido, por primera vez desde que inicié el viaje, un pavor inconmensurable ante la confirmación de que mis investigaciones son, desafortunadamente para mi cordura y el destino de la raza humana, una terrible realidad. Esta mañana el sol ha dejado de brillar en el firmamento durante el instante de enajenación mental que he sufrido al verme arrodillado frente a una de las tumbas más antiguas de la necrópolis de Chor Bkhar. Vassili Sujarev, el arqueólogo, ha ordenado abrir el mausoleo a unos obreros que han huido dando gritos y haciendo el signo contra el mal cuando bajo la pila de ladrillos circundada por un cinturón de madera carcomida y hierros oxidados ha aparecido la losa de piedra esculpida con los mismos bajorrelieves que pueblan mis pesadillas.

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