Read Despertando al dios dormido Online

Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (53 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
11.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Julia sostuvo la gélida mirada, percatándose de que, en ese momento, los ojos de la joven de cabello negro habían perdido el poder que tenían sobre ella. «Esta vez será diferente —pensó procurando que la expresión de su cara no la delatara—, oh, sí, muy diferente.»

—No te preocupes, Basia —replicó con falsa dulzura—. Estoy preparada. No me pasará nada, confía en mí.

Basia siguió sujetándola por el brazo un instante más, mientras sus ojos escrutaban indecisos la expresión extrañamente serena de Julia, rota por el salvaje brillo que reflejaban sus pupilas dilatadas. Finalmente, con un suspiro, retiró la mano.

—De acuerdo —susurró con voz ronca—. Que todo el mundo tome posiciones, no sabemos qué puede haber ahí detrás.

Los soldados se distribuyeron frente a la losa y el sonido del frenético amartillar de las armas llenó la caverna de ecos metálicos. Julia se aproximó hasta tocar la roca con los dedos. Pasó la mano por el arco muy despacio, sintiendo en las yemas las infinitas fisuras de la antigua piedra. Una sensación indescriptible la hizo estremecer súbitamente. Una repentina oleada de placer la invadió. Sus dedos ansiosos danzaron sobre las runas que flanqueaban los cuatro extremos de la losa. De nuevo, el éxtasis que había experimentado seis meses antes en la pequeña isla irlandesa se apoderó de su cuerpo súbitamente rígido. Cerró los ojos y vio en su mente, clarísimas, diáfanas, las palabras que sus manos acariciaban. Una voz familiar se filtró en su cabeza, la voz contra la que había luchado desde su infancia, que pronunciaba una y otra vez su nombre.


Julia, Julia

De pronto
supo
qué debía decir. Las imágenes soñadas una y otra vez volvieron a su mente, las maravillosas visiones de las ciudades sumergidas, de los templos derruidos, de toda la historia que había sido relegada por los
otros
dioses al olvido de los milenios. Asistió, una vez más, al cruel encierro que ahora estaba a punto de finalizar. Vio cómo los Antiguos lanzaban el conjuro que selló para toda la eternidad al Dios Dormido y sintió nacer en su alma la misma rabia e impotencia que sintieron sus arcanos seguidores, que se unieron y lucharon codo a codo contra el paso de los eones, intentando no olvidar jamás, tratando de mantener viva la imagen del Dios prisionero en algún oscuro rincón de la mente humana, sin dejar de alimentar la chispa débil y frágil que un día haría posible la resurrección de una leyenda.


Fhtagn, iä, Cthulhu
.

Su voz, transformada en algo que no puede describirse como humano, desató los ecos de la gruta sepultada por las arenas, antaño la entrada de la hermosa ciudad donde se adoraba al Dios Dormido. La montaña milenaria se desperezó con un suave temblor que hizo caer agua y polvo del techo.


Ash’dmf asd’fhtagthn shuddagh
.

Basia se revolvió en su puesto, extremadamente inquieta. La situación estaba tomando un cariz que no había tenido en cuenta hasta ese momento. Había adivinado que Julia, a pesar de la fachada de serenidad que exhibía, estaba perdiendo la batalla contra la demencia. No sabía qué iba a ocurrir cuando finalizara el conjuro que estaba pronunciando la española, ni tampoco qué iban a encontrar tras el portal de piedra. Observó una vez más la colocación de los soldados, que miraban nerviosos hacia todos lados, con las armas a punto. Un puñado de hombres y mujeres que eran verdaderos Ángeles Negros, que una vez más, quizá la última, se iban a enfrentar al horror que les acechaba con fe inconmensurable y con la convicción de que todavía podían derrotarlo y con ello permitir la supervivencia de toda una civilización cuyo destino pendía de un hilo muy desgastado.


Plug’fahn fhta’s dfhtagf askadn fhth’th iä
.

Isabel estaba petrificada. Sentía los músculos agarrotados y tensos como cuerdas de violín. El eco de los fonemas imposibles que Julia parecía pronunciar con increíble facilidad rebotaba una y otra vez en las paredes de la caverna y la golpeaba con un sadismo salvaje. El significado del sortilegio se estaba haciendo patente en su cerebro.

Era el Segundo Sello citado por la profecía, el que destruiría a otro tercio de los hombres sumiéndolos en un baño de sangre que anegaría valles enteros. Miró a Basia sin comprender. ¿Por qué estaba dejando que se rompiera el Sello? ¿No se daba cuenta de que estaba condenando a millones de humanos inocentes? El caos de pensamientos y voces que resonaban en su cabeza dolorida le impedía darse cuenta de que aquella acción desesperada era su última posibilidad, de que la mayoría de los humanos ya estaban muertos y que el baño de sangre que se había extendido por todo el planeta tenía allí su raíz, su centro de mando, parapetado tras la losa de piedra protegida por el poderoso encantamiento. Desvió la vista y la posó en las golosas manos de Julia, justo en el instante en que sus dedos tocaron el cuarto grupo de símbolos.

—¡Ph’nglui iä fhtagn wgah’nagl!

Un sonido sordo, parecido al de una inmensa burbuja de aire al salir a la superficie, anunció la apertura del portal. A Basia le pareció que Julia empujaba la enorme losa con suavidad y sin el menor esfuerzo, pero una observación más atenta le hizo ver que los dedos de la Heredera se habían hundido en la roca unos centímetros, que se había vuelto borrosa y parecía danzar en el aire como un mar de hormigas enfurecidas. Una fetidez indescriptible se extendió por la caverna. El terrible olor a podredumbre marina, magnificado hasta límites inimaginables, obligó a todos a recular y tratar desesperadamente de encontrar asidero en la roca cercana, a todos menos a Julia, que continuaba de pie, impertérrita, aspirando grandes bocanadas de aire con aparente deleite y contemplando los patrones caóticos de los remolinos arenosos en que se había convertido la losa.

En ese instante, se sentía completamente feliz. Había conseguido por fin completar su destino, había abierto la puerta, había respondido a la llamada y ya estaba un poco más cerca de su Dios. Todos sus miedos se disolvieron como rocío. Se volvió para compartir el momento de júbilo con Basia pero la sonrisa se le congeló en los labios.

Todo pasó tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de intentar zafarse. Al darse la vuelta, Julia se topó con la cara de Basia a escasos centímetros de la suya. La polaca se había acercado por detrás con sigilo, y antes de que pudiera reaccionar, atrapó y retorció una de sus muñecas de tal modo que la dejó tumbada en el suelo casi antes de notar que se estaba cayendo. De repente, se encontró inmovilizada. El dolor del brazo era tan insoportable que no podía gritar, sólo jadear en busca de un aire que no llegaba a sus pulmones. La Guerrera, haciendo gala de la fluidez de movimientos que la caracterizaba, la sujetó con una mano contra el suelo mientras que con la otra hizo aparecer el medallón que le colgaba del cuello y se lo aplicó sobre la frente sin mediar palabra.

La oscuridad que había reinado durante centurias se rompió al fin. Un errático resplandor apareció en lo alto de la inmensa caverna. Los ojos se abrieron de nuevo. El momento crucial había llegado. La Heredera estaba allí. Giró la cabeza deforme pero en esta ocasión no emitió ni un sólo ruido. Esta vez intuía el peligro que emanaba de la otra Dama, la temible Guerrera, dispuesta a todo para conseguir frenar el avance de una guerra que sin embargo ya no podría ganar. No obstante, su poder podía infligir un daño innecesario y tal vez retrasar lo inevitable. Su Dios aguardaba impaciente y ya no podían permitirse ningún error.

La Sacerdotisa lanzó su llamada lejos, lo más lejos que pudo permitirse sin debilitar las defensas que mantenía erigidas a su alrededor. Debía conservar a cualquier precio la prole que había empezado a concebir y que se acumulaba en la caverna subterránea. Iban a ser los primeros en su especie, un nuevo ejército de servidores que ocuparían el lugar que los humanos habían dejado vacante gracias al éxito del plan que habían llevado a cabo los Dioses Primigenios.

Tras una espera de milenios, la Sacerdotisa lo había cambiado todo y ahora, por fin, las estrellas se iban a alinear correctamente.

Basia había estado observando a Julia desde su llegada a Uzbekistán. Los últimos días habían sido extremadamente duros para todos, especialmente para la pobre Isabel, que sólo había tenido unos pocos días para digerir lo que otros habían tardado meses y años en asumir. Su trágica participación en el ataque del
palazzo
Ariosto había desbordado los límites de su resistencia y Julia le había entregado su Estrella de los Ancianos para mitigar el sufrimiento. A partir de ese momento, Basia había ido constatando los sutiles cambios que se habían ido produciendo en la indefensa Julia. Cuando creía que nadie la miraba, la expresión de la española se endurecía, y en su mirada esquiva asomaban los primeros indicios de una incipiente locura. Los gemidos y los gritos que profería en sueños la habían despertado casi cada noche. Casi no había pronunciado palabra desde que habían salido de Florencia. Durante uno de los descansos en la caminata hacia las ruinas, Basia había comprobado el arma de Julia con disimulo y había constatado que aún no había disparado ni una sola vez contra los atacantes. Esto había confirmado sus sospechas de que la pérdida de la protección que ofrecía el medallón había iniciado un proceso quizá irreversible. Fingió seguirle el juego y había accedido a la apertura del portal sabiendo los riesgos que corría al hacerlo. Era su última oportunidad y nadie más estaba capacitado para acometer la tarea. De momento, el plan había salido bien, el paso estaba franco y la estrella de los Ancianos había neutralizado a Julia.

Pero no había tiempo que perder en cavilaciones o hipótesis. El tercer párrafo de los versos de la profecía, que tanto preocupó al padre Marini, se había convertido por fin en aterradora realidad. Julia, la Heredera, poseedora del don de lenguas, había roto el segundo sello, y ahora, si no intervenían con rapidez, los escasos supervivientes de la matanza a escala planetaria que se había iniciado iban a perder su única posibilidad de salvación.

Basia dirigió a los equipos hacia la entrada, mientras hacía señas a Isabel para que se ocupara de la inconsciente Julia. Después, se introdujo a través del mar de arena en movimiento. Una breve pero intensísima sensación de abrasión le recorrió todo el cuerpo. Un millar de candentes agujas penetraron por todos sus poros y por un terrible instante, tuvo la impresión de estar desmoronándose como una duna bajo el viento. A pesar del repentino pavor que se apoderó de ella, se obligó a seguir adelante y de pronto se halló de pie en una plataforma de piedra cuyo final desaparecía tragado por una oscuridad impenetrable.

Paso a paso, el grupo se fue acercando al extremo y Basia comprobó que se hallaban en una especie de balconada desde la que se dominaba un espectáculo tan impresionante como aterrador.

Si hubiera quedado alguien vivo en las riberas del río Amu Aduransay, que seguía intentando librarse de su creciente carga de muerte empujándola con obstinación hacia un mar indiferente, le hubieran llamado poderosamente la atención las extrañas formas que remontaban el curso del agua. Quizá hubiera identificado como delfines a las criaturas que nadaban raudas y silenciosas, impelidas por la urgente llamada que habían recibido de su Sacerdotisa. Pero nadie las vio, ya que las larvas de Shub Nil Al-raz habían completado su horroroso trabajo con total eficiencia en aquella parte de Asia Central.

Tan sólo las bandadas de incontables cuervos, cuyo habitual frenesí se había convertido en desenfrenada locura por la ingesta de tanto cadáver, observaron el paso de las innumerables criaturas acuáticas con cierto regocijo. Su limitada inteligencia intuyó que aquello significaba más comida, tal vez más fresca que los abotargados despojos que, desparramados por doquier, se pudrían al sol o flotaban perezosos en las ponzoñosas aguas. Con un coro de excitados graznidos, los carroñeros levantaron el vuelo y siguieron el trazado del río.

—No tenemos suficientes explosivos para volar todo esto.

Basia se mordió los labios y asintió en la oscuridad. Las palabras sobrecogidas del soldado al ver el estremecedor panorama a través de los binoculares infrarrojos equivalían casi a una sentencia de muerte. Sólo una acción suicida podría intentar acabar con la pesadilla que colgaba del techo de la inmensa caverna subterránea, algo que recordaba en su horror a la reina de un hormiguero imposible, una grotesca soberana con el abdomen monstruosamente hinchado, casi translúcido, que dejaba entrever los ominosos bultos que se agitaban en su interior, débilmente silueteados a la luz de las fosforescencias que tapizaban los muros de la cueva con un suave resplandor azul verdoso. A su alrededor rebullía una legión de Profundos, que a modo de diligentes obreras, parecían ocuparse de las masas gelatinosas que pendían de las paredes y cubrían el suelo que no estaba anegado con el agua oscura del enorme lago que había en su centro.

Pero lo peor de todo era el torso de la monstruosidad colgante y la cabeza deforme, oscilante, de facciones brutalmente distorsionadas pero en las que todavía se podían encontrar vestigios de su anterior naturaleza humana. Basia se estremeció sin poder evitarlo. Aquel despojo casi irreconocible había sido una persona, y el terrible precio que había tenido que pagar por el error cometido al creer en las falsas promesas de los seres impíos e inmisericordes estaba expuesto al mundo en la enorme cueva subterránea. Allí, suspendida entre dos ciclópeas columnas, pendía el triunfo de los Antiguos, el híbrido creado mediante la magia y el engaño, el medio sin el cual la raza de los Profundos se habría extinguido sin remedio mucho tiempo atrás.

Las algas que hacían las veces de ligazón y soporte oscilaron y lo que una vez había sido Ûte Firsch-Pieke, la pintora que había creído ciegamente en las teorías de Madame Blavatsky, que había culminado su monumental obra, que había visto demasiado, que había sido torturada, alterada quirúrgicamente, tratada con magia más antigua que el mundo para convertirse en algo que las peores pesadillas no habrían podido imaginar, la que la profecía apocalíptica de un anónimo profeta del pasado llamaba la Sacerdotisa, abrió de nuevo los ojos y fijó su mirada en el lejano balcón de piedra.

Basia se giró al oír la exclamación de Julia. Ésta estaba mirando la lejana forma con los ojos muy abiertos, y sus labios se movían en silencio. Basia adivinó que estaba rezando, aunque no quiso saber a qué Dios. La Sacerdotisa estaba tratando de comunicar con la Heredera, minando las pocas defensas que le quedaban, atrayéndola con su cántico envenenado al terrible lado oscuro que la había engullido.

BOOK: Despertando al dios dormido
11.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sweet Temptation by Wendy Higgins
The Wonder of You by Susan May Warren
In Between the Sheets by Ian McEwan
The Game Series by Emma Hart
Exposed by Fate by Tessa Bailey
SEALs of Honor: Dane by Dale Mayer
Trapper Boy by Hugh R. MacDonald
The Devil's Analyst by Dennis Frahmann