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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (47 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Pero había algo más, algo que al principio no supe identificar. Sin embargo, al rato de andar, vi con extrañeza que estaba proyectando dos sombras en la arena, y al alzar la cabeza al cielo me quedé petrificado, pues en la negrura insondable cuajada de estrellas brillaban no una, sino dos lunas desiguales de un color blanco enfermizo.

Incapaz de reaccionar, caí de rodillas y me froté los ojos con fuerza, con la esperanza infantil de que todo fuera un maldito e inquietante sueño. Pero todo seguía allí cuando los volví a abrir, el desierto vacío y las dos lunas gibosas.

¿Dónde estaba? ¿Qué inimaginable suceso me había transportado hasta aquel extraño lugar? ¿Cómo podría volver? De pronto, el silencio fue roto por un aterrador sonido, como un aleteo lejano de alas cartilaginosas y húmedas. Miré hacia la bóveda celeste y vislumbré una sombra grotesca e imposible cruzar por delante de la mayor de las lunas. Convertido de golpe en presa, busqué con desespero algún sitio donde guarecerme y vi que la única opción era volverme a meter en la cueva.

Pero ya no era un simple agujero excavado en el suelo. La luz de las lunas mostraba con claridad diáfana un arco completo de enormes dimensiones que soportaba una edificación tan ciclópea como monstruosa en su arquitectura, coronada por torres colosales cuyas lejanas cúspides se perdían en el cielo. Toda la mampostería del titánico edificio era de una piedra negra, brillante, parecida al basalto pulimentado, que reflejaba el fulgor de los dos satélites de aquel lugar irreal.

Una corriente de aire helado que procedía del arco me hizo estremecer. Transido de miedo y frío, me introduje bajo él hasta que estuve seguro de estar cubierto por la oscuridad. Mis manos tocaron los muros y de nuevo mis dedos apreciaron la extraordinaria calidad de los bajorrelieves que adornaban el imponente arco. Me interné un poco más, y al hacerlo vi que unos metros más adelante, a ambos lados, se abría un gigantesco corredor porticado cuyo final se perdía más allá de mi visión. El resplandeciente fulgor de las dos lunas me permitió comprobar la talla exquisita de los enormes bloques de piedra, y pude apreciar que sus junturas eran incluso más perfectas que las de la civilización maya, casi inexistentes, tan sólo finísimas líneas que no destacaban de los caracteres y figuras que llenaban las paredes por completo.

Si la mencionada civilización maya era hasta entonces el referente en cuanto a arte esculpido, lo que vieron mis asombrados ojos estaba mucho más allá de cualquier calificación artística, y no tan sólo por la forma en que estaban definidas las tremendas figuras, sino por la historia que relataban los odiosos contornos.

No creo que nadie haya visto jamás las representaciones de deidades que sólo había intuido en alguna pesadilla provocada por la lectura de alguno de los libros impíos que había conseguido hojear a escondidas. Sin embargo, jamás había comprendido el alcance de lo que representaban los extraños y a la vez familiares jeroglíficos vagamente parecidos a la escritura cuneiforme.

Pero allí, plantado en aquel otro universo iluminado por las dos lunas rientes, comprendí de repente que todo era espantosamente cierto, tanto lo que había escrito en el infame Libro de los Nombres Muertos, en las carcomidas páginas del Unausprelichen Kulten de von Juntz, en las insinuaciones contenidas en las malsanas conferencias de Madame Blavatsky, y en tantos otros libros que la Iglesia había condenado al fuego por herejía.

Debo suponer que caí desvanecido y que conseguí salir de allí de alguna manera que no soy capaz de recordar. Quizá la falta de oxígeno en la cueva propició la fantástica alucinación.

No lo sé ni creo que quiera saberlo.

Lo único que alberga mi memoria son retazos inconexos de una cabalgada desesperada a lomos de un camello aterrorizado, en medio de una tempestad de arena recrudecida. Recuerdo también caer, por fin, ante los alarmados mercaderes que pasaban la noche en un caravanserai cercano a Nurata. Dios me libre de recordar nada más de esa noche aciaga, pues mi maltrecha cordura no soportaría ningún golpe más.

Ahora debo parar, pues mis manos ya no son capaces de sostener la pluma por más tiempo. Que Dios nos ampare a todos.

Samarcanda, 15 de agosto

¡Tres días! He despertado tras haber estado tres días en un estado comatoso, febril, plagado de sueños que sigo sin querer recordar. Para mi asombro y temor, ya no me hallaba en el caravanserai, sino en un hospital de campaña del ejército ruso al cual me habían trasladado unos camilleros impelidos por las demandas de los airados mercaderes. Al parecer, mis gritos delirantes turbaban en extremo a los que allí se hospedaban, ya que mascullaba frases y nombres que jamás deberían ser pronunciados, ni siquiera en sueños.

No puedo recriminar su actitud, ya que todo lo que he visto y oído ha mermado con toda seguridad mis defensas mentales. Sin embargo, he de reconocer la honestidad de estas gentes, pues todo mi equipo y mis pertrechos han sido asimismo trasladados hasta aquí, lo cual, por otro lado, es inquietante en extremo, pues significa que mis dos supuestos guías regresaron al campamento después de finalizar la ceremonia —recemos para que fuera sin éxito—, recogieron todo y volvieron a Nurata.

No obstante, ninguno de los oficiales a los cuales he preguntado sabe nada en absoluto y de no ser así, guardan el secreto celosamente. Dudo que vuelva a ver a los dos kazanes. Dudo asimismo de mi capacidad para encontrar de nuevo las ruinas y por supuesto no puedo, y en honor a la verdad no quiero, demostrar al mundo su existencia ni su horrendo propósito.

El médico me ha dicho que puede darme el alta en dos o tres días. Probablemente me uniré a una columna del ejército que parte hacia Kabul y desde allí buscaré algún enlace que me lleve de vuelta a Londres.

Todo lo que he conseguido supera con creces mis mayores expectativas. Con todo este material puedo pasar investigando los próximos dos o tres años. Sólo con los Fragmentos de Bukhara puedo mantenerme ocupado estudiándolos durante meses, por no hablar de los Aventas, cuya interpretación puede llenar más de una vida.

17 de agosto

Ayer pasé todo el día entrando y saliendo de un sueño recurrente y mórbido, a la vez fascinante y pavoroso, cuyo significado me asusta en extremo. Soñé con la ciudad prohibida, Irem, con sus torres ciclópeas y sus colosales mamposterías roídas por el paso de incontables eones.

Me vi paseando por sus avenidas, entrando en los altísimos portales decorados con increíbles arabescos trazados por manos que no pertenecieron a ninguna raza conocida. Admiré sus fuentes, ahora secas pero de las que alguna vez brotó la esencia de la vida, el esquivo elixir que los científicos han tratado inútilmente de buscar para justificar nuestra anómala presencia en este universo.

Leí los nombres y la historia oculta detrás de cada uno de los bajorrelieves que adornan sus muros y conocí la verdad desnuda y cruel que se agazapa tras las leyendas más antiguas que el hombre ha conseguido traspasar de generación en generación.

Digo esto porque sé a ciencia cierta que el pasado de nuestra civilización no se basa en conjeturas darwinianas o teorías cósmicas propuestas a raíz de complejos cálculos matemáticos empíricos.

¡Oh no! Todo lo que fuimos, lo que somos y lo que tal vez seremos no proviene tampoco de algo mucho más extraordinario e inexplicable como pueda ser el capricho de un ser supremo de origen divino. Puede sonar a herejía o a los delirios de un demente, pero todo lo que yo y otros muchos hemos ido recopilando y estudiando, y todo lo que se ha descubierto en los parajes más inhóspitos del planeta lo demuestra con claridad cegadora.

En Irem están nuestros orígenes y nuestro verdadero destino, en sus entrañas se ocultan los Guardianes de toda esta sabiduría y en las profundidades ignotas de sus templos derruidos duermen su sueño eterno nuestros verdaderos progenitores. Allí está también la Sacerdotisa, la Madre, esperando a que las estrellas se alineen por fin y se vuelvan a abrir las Puertas de un mundo que le ha sido vetado durante inacabables centurias.

Estoy asustado, porque soñar con Irem significa asimismo que Ella sueña contigo, y su apremiante llamada es muy difícil de ignorar. Pues una vez has oído la voz de la ciudad prohibida no puedes descansar hasta unirte a ella y completar tu destino. Pero para conseguirlo has de sacrificar tu existencia en este plano, pasar a través del Portal que alumbra la Lámpara de Al-Azhred y renunciar para siempre a todo lo que has vivido para poder entregarte, en cuerpo, alma y mente, a un Dios que es mucho más, que lo es Todo.

Los Poemas de Al-Azif me han abierto los ojos.

Los Fragmentos de Bukhara me muestran el camino, pero todavía no soy capaz de ver el Umbral. Además, tengo miedo a ser rechazado, a no ser bienvenido, a quedarme atrapado para toda la eternidad en el limbo de negrura aterradora que existe entre ambos mundos.

¡Iä, iä, Cthulhu fhtagn!

20 de agosto

No soy capaz de reconocer ni mi letra ni mis palabras en la anterior entrada del diario. Es como si alguien totalmente desconocido y profundamente perturbado hubiera mancillado mis páginas privadas.

Según el médico, que ahora me mira con una expresión peculiar, como quien contempla un raro espécimen, he estado despierto los dos últimos días, con la mirada perdida más allá de mi camastro, sin comer, sólo ingiriendo algún líquido y garabateando incansablemente sin tan siquiera mirar el papel. No me ha dicho nada, pero creo que está reconsiderando la decisión de darme el alta. Lo malo es que no puedo recriminárselo.

A pesar de todo, debo volver a Londres cuanto antes y buscar ayuda. El Libro es demasiado poderoso y la experiencia del desierto me ha debilitado más de lo que creí en un principio. Esta tarde parte la columna del ejército y, aunque sea a rastras, intentaré salir de este malhadado lugar. Viajar con los soldados me irá bien, pues la disciplina y la marcialidad me obligarán a cambiar mis hábitos y ahora mismo, lo que más necesito es tratar de calmar mi mente y poner algo de orden en el caos en que estoy sumido. Meteré todo lo que he obtenido en el fondo de mi equipaje y procuraré no pensar en ello hasta llegar a mi casa.

Isabel sacudió la cabeza, anonadada por todo lo que allí se contaba. En ese punto habían sido arrancadas unas cuantas hojas, tal vez por accidente o con plena intención. Sin embargo, la última entrada del maltratado diario todavía contaba algo mucho más atroz…

(Sin fecha)

Ésta es, posiblemente, la última vez que escribo en este diario. Hace días que noto su presencia, esperando el momento propicio, aguardando con infinita paciencia un descuido que por ahora he logrado no cometer.

Sé demasiado, lo sé todo, tanto que incluso ELLA tiene miedo. Julia, la española, ha debido ponerles sobre mi pista con sus averiguaciones insensatas. He tratado de alejarla, de impedir que se acercara a la verdad, pero hay algo en esa mujer de mirada húmeda que me inquieta profundamente. Tal vez le entregue los objetos que atesoro desde hace más de cincuenta años. Es posible que el mundo ya esté preparado para afrontar su terrible destino. No estamos solos en el universo, pero sólo unos pocos hemos llegado a comprender la espantosa naturaleza de esos seres apocalípticos, cuyo lento plan ha ido gestándose a lo largo de los eones.

He sufrido lo indecible para conservar un mínimo de cordura, y he conseguido guardar el secreto y mantener la custodia del libro, pero tal vez mi amor propio y mis constantes negativas al grupo vaticano hayan sido también mis mayores errores. La Sacerdotisa ya debe estar preparada, y es imposible deshacer lo hecho. Que Dios me perdone y se apiade de mi alma.

¡Esa sombra de nuevo! Hay algo ahí fuera, algo cuyo perfil monstruoso, recortado un instante al pasar volando frente a la luna, recuerdo con espantosa claridad.

¡Dios mío! Un ruido muy fuerte en la ventana… ¡Esa garra!

Capítulo X

El padre Marini abrió la puerta del ascensor y esperó a que se cerrasen las puertas interiores. Entonces, el eclesiástico se quitó la cruz de plata y la insertó con sumo cuidado en un orificio diminuto que había bajo los controles y que habría pasado desapercibido para cualquiera que no supiera de su existencia y propósito.

El único recuerdo que conservaba de su mentor, el abad Diamare, giró sin esfuerzo en el agujero y puso en marcha el aparato elevador. Se oyó un zumbido suave y la caja empezó a descender. Al cabo de un largo momento el ascensor se paró con un silbido neumático. Cuando las puertas se abrieron, el sacerdote se halló frente a otra doble puerta metálica dotada de un panel electrónico que brillaba en la semipenumbra con una luz azulada. Marini marcó un largo código en el teclado y aguardó.

Una serie de chasquidos metálicos anunciaron la apertura de la que resultó ser una puerta giratoria concebida asimismo como esclusa. Avanzó, se situó en el centro y se quedó muy quieto, con los ojos cerrados. Una cascada de líneas de luz de un color azul intenso iniciaron una danza sobre su cuerpo. Un sonido parecido al de una exhalación contenida le indicó que la esclusa se había abierto y que el paso estaba franco. Siguió avanzando y se encontró en el centro de un largo corredor que tenía una compuerta redonda en cada extremo. Giró a la derecha y se acercó a la compuerta en cuyo centro había una manivela giratoria.

Tecleó otro largo código de acceso en un terminal que había incrustado en la pared. Se escuchó un zumbido, y un tentáculo de acero emergió de una ranura. En la punta había un ocular de goma, parecido al de una cámara de video. Se inclinó sobre él y aplicó el ojo derecho. Se oyeron una serie de ruidos motorizados y un intenso haz verde bañó su pupila durante un brevísimo instante. Un momento después, la gran compuerta emitió un suspiro metálico y empezó a abrirse hacia afuera con lentitud. En el interior destellaban los guiños de los tubos fluorescentes que se iban encendiendo.

Mientras esperaba a que se abriera por completo, Marini se volvió y contempló con expresión dura la otra gran compuerta que había en el extremo opuesto del pasillo. Tras la mampara de acero y titanio estaba la última esperanza de supervivencia de la raza humana, el secreto mejor guardado de
Gli Angeli Neri
, pero también el más cruel. El protocolo, cuyo nombre en clave era Fénix, definía su utilización de manera inequívocamente precisa sólo en las circunstancias más extremas.

Se volvió con un suspiro, cruzó el umbral y bajó por una rampa iluminada por una hilera de luces disimuladas en el techo. Unas puertas correderas de cristal se deslizaron en silencio al llegar al otro extremo y Marini penetró en una sala parcamente alumbrada. Un espeso silencio hacía que los pasos resonaran con insólita fuerza.

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