Despertando al dios dormido (21 page)

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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

BOOK: Despertando al dios dormido
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La desesperación se apoderó de nuevo de ella. ¿Qué hacia allí? Estaba presa y condenada, marcada como las cortesanas de la Edad Media, con una muesca invisible grabada a fuego de la que jamás se iba a poder librar. Con la cara arrasada, se volvió hacia la otra mujer y las dos se fundieron en un abrazo desconsolado, mientras la tormenta derramaba sus propias lágrimas sobre los cristales empañados.

Al cabo de un rato, Basia reemprendió la marcha. Ninguna de las dos volvió a pronunciar una palabra durante el resto de trayecto; Basia por respeto, Julia por temor a desenterrar más esqueletos de la fosa común en que se había convertido su vida.

Para su sorpresa, Basia no entró en la capital austríaca, sino que se dirigió directamente al aeropuerto internacional, dejó el coche en la zona de alquileres con las llaves puestas y se internó con decisión a través de tal maraña de pasillos y escaleras que hicieron desistir a Julia de tratar de adivinar a qué puerta se dirigían.

Quince minutos más tarde, con el asombro reflejado en el rostro, estaba instalada en el asiento de un pequeño avión a hélice sin marcas, al que habían accedido sin enseñar ni credenciales ni billetes ni pasar por ningún control de seguridad. A sus pies, el aeropuerto de Viena, con sus elegantes formas curvilíneas parecidas a una doble clave de fa, empequeñecía mientras el avión ascendía con suavidad.

Cuando se hubo estabilizado y se apagó el indicador que había encima de los amplios asientos, Basia se soltó el cinturón de seguridad y se volvió hacia la todavía boquiabierta Julia.

—¿Quieres comer algo? —le preguntó y soltó una risita breve cuando vio el cambio de expresión.

Julia devoró de forma muy poco educada todo lo que le fue trayendo una azafata sonriente, de ojos negros y pelo recogido en una cola corta, y ataviada con un uniforme sencillo sin insignias de colores blanco y amarillo claro.

Cuando estuvo ahíta, Basia apareció trayendo consigo el dulce olor de un suave perfume y vistiendo ropa limpia. La cascada de cabello negro azabache relucía con un tono azulado bajo el sol que entraba por las ventanillas. Con un gesto le indicó a Julia que siguiera a la azafata, que la condujo hasta un lavabo donde había una ducha minúscula pero bien surtida y una muda de ropa primorosamente plegada.

Los quince minutos que empleó no fueron suficientes para librarse del terror y del sufrimiento, pero sintió cómo el calor del agua penetraba en los poros y arrastraba la inmundicia que se había pegado a ella como una costra malsana y maloliente. Casi gritó de placer —y en algunas partes de dolor— al enjabonarse el maltratado cuerpo con una suave esponja y un exquisito jabón de delicada fragancia.

Al salir, vestida con un pantalón negro y un suéter color crema, calzada con unas zapatillas deportivas de un color crema más oscuro y el pelo cobrizo limpio y seco, Julia Andrade volvió a sentirse dueña de sí misma. Por un instante, olvidó todo lo ocurrido, cerró los ojos e inspiró profundamente el aire limpio y frío de la cabina del lujoso avión.

Cuando volvió a abrirlos, vio con cierta vergüenza que Basia la estaba observando con una expresión inescrutable. Julia desvió la mirada y se volvió a sentar en el asiento forrado de azul con diminutos anagramas blancos, dos llaves cruzadas y una mitra: la bandera del Vaticano.

A través del cristal de la ventanilla se podía observar el mar de nubes de formas caprichosas. De vez en cuando, a través de un hueco, se intuía un suelo parecido al de una maqueta inmensa que se desplazaba con lentitud, riscos y valles que envejecían la tierra, arrugas permanentes de una faz impasible surcada aquí y allí por ríos centelleando como cintas de plata.

Londres, tres días antes

El profesor Baxter había llegado a su apartamento de Morning Crescent hecho un manojo de nervios. Durante todo el trayecto había tenido la sensación de ser observado, pero todos los intentos de descubrir a sus perseguidores habían fracasado.

El pequeño piso que tenía alquilado era un reflejo en miniatura del despacho del British Museum. Abarrotado, para exasperación de la mujer de la limpieza, demostraba con rotundidad que Baxter vivía dedicado a su trabajo.

Sentado frente a la habitual montaña de objetos y papeles pendientes de ser clasificados, el profesor miraba un pequeño cuaderno con tapas de cuero con sentimientos contradictorios.

Por un lado, se sentía aterrorizado por el hecho de haber desobedecido la orden taxativa de telefonear a Florencia. Las consecuencias de la decisión de ignorar al Vaticano no serían agradables si la historia era fidedigna.

Sin embargo, la aparición de la española había insuflado una débil esperanza de cambio en la terrible perspectiva que los agentes pontificios le habían augurado años atrás. No podía por menos que sentirse aliviado al ver que, por fin, alguien más había visto la verdad. Para bien o para mal, iba a desencadenarse una sucesión de acontecimientos que iban a cambiar la civilización tal y como ahora se conocía, con independencia del resultado final.

Era el fin del mundo, quizá no el Apocalipsis que profetizaban los textos sagrados, sino un cambio que iba a abrir los ojos de los adormecidos y prepotentes humanos.

Una sombra se movió sobre la mesa. Baxter se giró en redondo hacia la ventana. Una silueta de proporciones gigantescas oscureció brevemente la luz de la luna que se esforzaba en taladrar la neblina de la noche.

Movido por un instinto urgente, Baxter se puso a garabatear frenéticamente en el cuaderno de notas, pero fue interrumpido bruscamente cuando la ventana y parte de la pared de madera se rompieron en mil pedazos. Un aleteo membranoso, casi húmedo, sonó a su espalda al tiempo que notaba cómo algo parecido a unas enormes cuchillas le desgarraba los costados.

Fue arrancado de la silla y arrastrado a toda velocidad hacia el hueco desgajado, aferrando entre sus manos el testimonio escrito, su última esperanza de redención, con las páginas revoloteando enloquecidas, y fue alzado, sin esfuerzo aparente, por la monstruosa figura alada que se perdió rápidamente en la negrura de la noche.

Capítulo XI

Medio adormilada por el sol que amenazaba con derretir el cornete de vainilla, Julia estaba recostada bajo la sombrilla multicolor que su padre había plantado antes de irse a dar un baño con su madre.

Entreabrió los ojos y vio a su padre haciéndole señas para que se acercara. Un poco a desgana, abandonó la sombra del parasol y se reunió en la orilla con sus padres, mojándose los pies y retrocediendo a saltitos cuando venía una ola. Después se metió en el agua y empezó a nadar junto a ellos, que describían círculos a su alrededor como tiburones sonrientes y felices.

Poco a poco, las fuerzas de Julia fueron menguando, sus movimientos se tornaron más espasmódicos y su respiración más entrecortada. Aparentemente ajenos, sus padres continuaban danzando en círculos y también se sumergían de vez en cuando sin dejar de sonreír. De repente, notó que la agarraban de las piernas y se hundió, braceando desesperadamente para volver a la superficie. Se estaba quedando sin aire y no podía desprenderse de lo que fuera que la estaba sujetando con fuerza.

Bajó la vista y vio con incredulidad y terror que era su padre quien la mantenía bajo el agua a pesar de sus evidentes muestras de ahogo. Intentó zafarse pero sintió que alguien la sujetaba por los brazos. Inmovilizada, boqueando un último estertor que dejó una estela de burbujas que destellaban bajo el sol, miró sin comprender a sus padres, que seguían sonriendo y sujetándola. En sus cuellos había unas tremendas heridas que palpitaban sin sangre, y sus ojos eran demasiado grandes y la miraban sin parpadear mientras los tres se hundían en la oscuridad del mar…

Londres

Se despertó con el corazón desbocado y se revolvió como una gata para zafarse de las manos que intentaban colocarle el cinturón de seguridad. Abocada a la realidad de golpe, un poco sudorosa a pesar del suave chorro de aire que le daba en la cara, vio que una azorada azafata le señalaba con una sonrisa tímida el indicador de seguridad iluminado. Julia murmuró una disculpa y acabó de abrochárselo mientras notaba que se ruborizaba.

Basia la miraba con una expresión extraña pero no hizo ningún comentario. Julia atisbó por la ventanilla y vio que el avión se aproximaba a una lengua refulgente de agua azul oscuro que parecía ser el Canal de la Mancha. Quedaban pocos minutos de vuelo para llegar a Londres.

El pequeño avión aterrizó de manera elegante en un diminuto aeródromo a las afueras de Londres. Un Toyota Celica negro de aspecto inmaculado y matrícula inglesa les esperaba a pie de pista.

Basia ocupó de nuevo el asiento del conductor, ahora a la derecha, y Julia se aferró a la puerta, dispuesta a jugarse otra vez el tipo en las estrechas carreteras británicas. Pero esta vez la velocidad fue moderada y la conducción normal.

Poco tiempo después, estaban en la segunda planta del British Museum, llamando a la puerta del despacho del profesor Baxter. Nadie respondió, pero una mujer con cara de pájaro que salió de un despacho contiguo les informó de que hacía tres días que el profesor no venía a trabajar.

—Probablemente esté enfermo —dijo antes de cerrar la puerta de su nido y alejarse por el pasillo—. Pregunten en recepción.

Basia y Julia se miraron durante un largo instante, cada una considerando alarmantes posibilidades que llegaron a la misma conclusión. Sin mediar palabra, Basia extrajo un pequeño estuche de un bolsillo, eligió un par de estiletes delgados con estrías en la puntas y empezó a manipular en la cerradura. Como si lo hubiera hecho toda su vida, Julia se apostó en las inmediaciones de la escalera y se mantuvo alerta hasta que se oyó un chasquido y Basia desapareció en el interior del despacho.

Cuando se reunió con ella, vio que estaba registrando la mesa abarrotada. Julia se puso a mirar las montañas de papeles que cubrían el suelo, buscando algo que le llamara la atención. Momentos después, una exclamación ahogada de Basia atrajo su mirada: en la mano sostenía un grueso sobre acolchado de color amarillo que llevaba escrito el nombre de Julia. De su interior salió un disco compacto y un fajo de papeles con símbolos y anotaciones.

—Son las transcripciones de los fonemas —susurró Basia mientras les echaba un vistazo—. Pero no sé lo que puede haber en el disco…

La frase se le quedó a medias cuando se oyeron pasos en el pasillo. Como una sola persona, las dos se agazaparon tras el escritorio. Julia sentía latir su corazón con fuerza. La puerta del despacho contiguo se abrió y se cerró. El pájaro estaba de vuelta en el nido.

—Salgamos de aquí —susurró Basia en su oído, poniéndose en pie.

Mientras se levantaba, Julia vio por el rabillo del ojo algo blanco que había quedado medio encajado bajo una de las patas de la mesa.

—Espera —susurró inclinándose para recogerlo. Era una tarjeta de visita que tenía dibujado un emblema parecido a un ojo y que le resultó terriblemente familiar. A su lado estaba escrito Starfish Alliance y las palabras Gregory Henkshee, investigador, en el centro. Con la angustia creciendo en su interior y las lágrimas anegándole los ojos, le pasó la tarjeta a Basia. Una vez más, habían llegado demasiado tarde. La mirada que le devolvió su compañera mezclaba la ira con la tristeza y el apretón que le dio en el brazo fue esta vez mucho más largo y fuerte.

Basia condujo el coche hasta un gran edificio de piedra que había a un par de kilómetros del aeródromo. Por su impresionante aspecto parecía tratarse de un antiguo palacio y estaba rodeado por un gran jardín con robles enormes y césped bien cuidado. El coche se acercó hasta una gran puerta de madera y hierro al lado de la cual se podía leer sobre una placa dorada «Ristorante italiano Il Palazzo».

El corpulento portero que había en la garita de la entrada se llevó la mano al oído con un gesto muy familiar, hizo una seña a Basia con la cabeza, y despertó las sospechas de Julia de que el lugar era algo más que un simple restaurante de lujo.

Una gran escalera las llevó hasta el vestíbulo, decorado con cortinajes de terciopelo rojo y muebles antiguos y recargados. Basia se dirigió al fondo y abrió una puerta anodina que resultó ser un ascensor. Insertó una llave en el panel y pulsó un botón rotulado con las letras B5. La cabina empezó a descender.

La gran sala subterránea en la que se encontró Julia cuando se abrieron las puertas no tenía nada que envidiar a un plató de rodaje de una película policíaca o de espías. Tenía forma circular y dos pisos de altura. La parte superior era una galería con barandas metálicas, y los dos pisos estaban divididos en cubículos mediante mamparas de cristal.

En el centro de la parte baja había una mesa ovalada con sillas metálicas a su alrededor, una de las cuales estaba ocupada por un hombre mayor vestido con un traje negro, con el cabello blanco cortado a cepillo y que observaba a Julia mientras se iba acercando. Al llegar a la mesa, ésta observó que el hombre lucía alzacuello y una pequeña cadena con una cruz de plata.


Benvenutta
,
signorina
Andrade —dijo con una sonrisa, estrechándole la mano con cordialidad y firmeza. Sus ojos oscuros irradiaban autoridad y determinación—. Soy el padre Roberto Marini, responsable de las operaciones en esta parte de Europa. Toma asiento, hija mía,
prego
—añadió en un castellano casi sin acento, señalando la silla contigua.

Julia descubrió con cierta aprensión que Basia se había quedado atrás. Se había metido en un compartimiento de la planta baja lleno de pantallas y estaba hablando con uno de los hombres que había en él. Cuando vio que la miraba sonrió e hizo un ligero gesto de asentimiento con la cabeza.

—Me alegra sobremanera que hayas decidido unirte a nosotros —continuó diciendo el padre Marini—. Necesitamos mucha gente para seguir con esta lucha de desgaste. Supongo que la
signorina
Przytycka te habrá puesto al corriente de nuestra situación y que tendrás una imagen clara de quiénes somos y a qué nos enfrentamos.

Sin esperar respuesta, pulsó una serie de botones en un panel de control, iluminando el centro de cristal de la mesa. En él apareció un gran planisferio con puntos de colores. Los azules eran los más numerosos y estaban repartidos por los cinco continentes, especialmente agrupados alrededor de un conjunto de islas al sur del océano Pacífico. Julia observó con inquietud que en España había dos puntos azules, uno en el área costera de Galicia, cerca de Vigo y otro en Cataluña, por encima de Barcelona. Portugal tenía asimismo media docena de puntos azules y tan sólo un par de amarillos, uno en el Norte y otro en el extremo Sur.

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