–¿En el coche?
–Claro. –La puerta trasera se abrió, como invitándole.
–¿Hacia dónde vamos a ir?
–Oiga –dijo Norbert bajando la voz una octava y dulcificándola–. No perdamos más tiempo. Entre.
Morrison sintió algo duro contra su costado y se retorció a fin de poder ver de qué se trataba. Sintió que aquello, fuera lo que fuese, le empujaba. La voz de Norbert era ahora un murmullo:
–Tranquilo ya, Al. No armemos un alboroto.
Morrison entró en el coche y de pronto sintió mucho miedo. Sabía que en la mano de Norbert había una pistola.
Morrison se deslizó hasta la mitad del asiento trasero, preguntándose si podría alcanzar la otra puerta y volver a salir. Incluso si Norbert estaba armado, ¿se decidiría a utilizar el arma en el aparcamiento de un hotel, con cientos de personas a menos de treinta metros? Después de todo, incluso si el arma llevaba silenciador, su súbito colapso llamaría la atención.
Pero la posibilidad se desvaneció rápidamente cuando un tercer hombre entró por la otra puerta, un hombre grueso que gruñó al inclinarse para entrar y que miró a Morrison, si no con malevolencia, con una expresión que ciertamente carecía de toda traza de amistad.
Morrison se encontró comprimido entre dos hombres e incapaz de cualquier movimiento. El coche arrancó suavemente y adquirió velocidad al llegar a la autopista.
Morrison preguntó con voz entrecortada:
–¿Qué es todo esto? ¿A dónde estamos yendo? ¿Qué se proponen hacer?
La voz de Norbert, devuelta a su tono normal, y sin su afabilidad sintética, sonó siniestra:
–No tiene que preocuparse, doctor Morrison. No tenemos intención de lastimarle. Sólo lo queremos con nosotros.
–Estaba con ustedes allá. –Intentó señalar el «allá», pero el hombre que tenía a la derecha se inclinó sobre él y no pudo sacar la mano para señalar.
–Lo que queremos es tenerlo con nosotros..., en otra parte.
Morrison trató de mostrarse amenazador:
–Oigan, me están secuestrando. Y esto es una falta grave.
–No, doctor Morrison, no lo llame secuestro. Llamémoslo un acto amistoso pero algo forzado.
–Lo llame como lo llame, es ilegal. ¿O son ustedes de la Policía? Si es así, identifíquense, díganme lo que he hecho y de qué se trata.
–No lo acusamos de nada. Ya se lo he dicho. Sólo lo queremos con nosotros. Le aconsejo que no se agite, doctor, y conserve la calma. Será mejor para usted.
–No puedo conservar la calma si no sé de qué se trata.
–Haga un esfuerzo –aconsejó Norbert secamente.
A Morrison no se le ocurrió nada más que decir que pudiera ayudarle de alguna forma y, sin llegar a calmarse, guardó silencio.
Ya habían aparecido las estrellas. La noche era tan clara como lo había sido el día. El automóvil sorteó el tráfico consistente en millares de coches, cada uno de los cuales llevaba a alguien al volante yendo tranquilamente a sus ocupaciones cotidianas sin la menor sospecha de que en un coche cercano se estaba cometiendo un crimen.
El corazón de Morrison seguía desbocado y le temblaban los labios. No podía evitar sentirse nervioso. Le habían dicho que no iban a lastimarle, pero ¿cómo podía confiar en ellos? Hasta aquel momento todo lo que el hombre que estaba a su izquierda le dijo, había sido una mentira.
Intentó calmarse, pero ¿a qué órgano de su cuerpo debía dirigirse a fin de lograr la calma? Cerró los ojos y se obligó a respirar profunda y lentamente..., y a pensar de un modo racional. Era un científico.
Tenía
que pensar racionalmente.
Debían ser los colegas de Ródano. Le llevaban a Jefatura donde aumentaría la presión para obligarle a aceptar la misión. Pero no lo conseguirían, no podían. Era un americano y esto significaba que debía tratársele de acuerdo con ciertas reglas establecidas, ciertos procedimientos legales y ciertas formas de acción habituales. No podía ocurrir nada arbitrario, nada improvisado.
Volvió a respirar profundamente. Debía limitarse a seguir diciendo
no
. No podrían hacer nada.
Notó un bandazo y abrió los ojos.
El coche había salido de la carretera y se metía por un camino de tierra. Maquinalmente, preguntó:
–¿A dónde vamos?
No obtuvo respuesta.
El automóvil fue dando bandazos por un trecho considerable y a continuación se metió en un campo, oscuro y siniestro. A la luz de los faros del coche, Morrison distinguió un helicóptero, sus rotores girando lentamente y el motor ronroneando apenas.
Era uno del nuevo tipo, con sus ondas sonoras suprimidas, su superficie capaz de absorber, más que de reflectar, las ondas del radar. Su nombre popular era «silencóptero»
A Morrison se le cayó el alma a los pies. Si utilizaban un silencóptero, que era sumamente caro y muy raro, es que le estaban tratando como a una presa poco corriente. Estaba siendo tratado como un pez gordo.
«Pero yo
no
soy un pez gordo», pensó desesperado.
El automóvil se detuvo y los faros se apagaron. Todavía se oía el leve ronroneo y había unas luces violetas, apenas visibles, marcando el punto en que esperaba el silencóptero.
El gordo que estaba a la derecha de Morrison abrió la portezuela y con otro gruñido se esforzó por salir del coche. Su manaza alcanzó a Morrison. Éste trató de retroceder, insistiendo:
–¿A dónde me llevan?
El gordo lo agarró por el brazo.
–Salga. Cállese ya.
Morrison se sintió medio levantado, medio sacado del coche. Su hombro le dolía como era de esperar, teniendo en cuenta que casi se lo habían dislocado.
Pero se olvidó del dolor. Era la primera vez que oía hablar al gordo. Las palabras eran en inglés, pero el acento era positivamente ruso.
Morrison sintió frío. Los que se habían apoderado de él no eran americanos.
Morrison había entrado en el silencópetero..., aunque esto no era una descripción precisa de lo que había ocurrido. Entrar implica una acción voluntaria y él había sido decididamente empujado dentro del vehículo.
Se había abierto paso en la oscuridad y sentado entre los mismos dos hombres que en el coche. Era como si nada hubiera cambiado aunque el zumbido de los rotores era claramente más hipnótico de lo que había sido el del motor del automóvil.
Después de una hora, o quizá menos, salieron de la oscuridad del aire y bajaron hacia la oscuridad del océano. Morrison decía el océano porque podía olerlo y se daba cuenta de los jirones de niebla en el aire, y hasta podía distinguir, muy vagamente, la oscura masa de un barco. Oscuridad sobre oscuridad.
¿Cómo podía el silencóptero llegar hasta el océano y descubrir un barco? (El barco adecuado, estaba seguro.) Incluso en su medio estupor angustiado, la mente de Morrison no podía evitar pensar en soluciones. Indudablemente, el piloto del silencóptero había seguido una onda seudoaccidental, bien protegida. Esta radio onda parecía accidental pero, dada su clave, podía localizarse e identificarse su procedencia. Debidamente hecho, la seudoaccidentalidad no podía ser penetrada ni siquiera por una computadora avanzada.
El barco no era más que un lugar de parada temporal. Se le permitió utilizar el baño, tuvo tiempo para una comida apresurada consistente en pan y una misma falta de ceremonia que había empezado a aceptar como algo inevitable, en un avión más bien pequeño. Era para diez pasajeros (contó maquinalmente) pero excepto por los dos pilotos y, ubicados detrás, los dos hombres que se habían sentado a ambos lados de él en el coche y en el silencóptero, estaba solo en el avión.
Morrison miró hacia atrás a sus guardianes, a los que acababa de descubrir en la escasa luz que llenaba el interior del aparato. Había espacio suficiente, así que no tenían por qué apretujarlo. Ni necesitaban hacerlo por miedo a que huyera. Aquí sólo podía saltar a la cubierta del barco. Y una vez el avión despegara, sólo podía saltar al aire, con nada por debajo de él más que agua y profundidad desconocida.
Medio adormecido se preguntó por qué no despegaban y entonces se abrió la puerta para admitir a otro pasajero. Pese a la penumbra la reconoció al instante.
Solamente doce horas antes la había visto por primera vez, pero, ¿cómo podía él haber avanzado desde aquel primer momento de su encuentro, al presente, en sólo doce horas?
Boranova se sentó a su lado y le dijo a media voz:
–Lo siento, doctor Morrison –le habló en ruso.
Y, como si aquello fuera la señal, aumentó el ruido de los motores y se sintió apretado contra su asiento al despegar casi verticalmente.
Morrison contempló a Natalya Boranova, tratando de poner en orden sus pensamientos. Sintió el vago deseo de decirle algo de modo suave, imperturbable, pero no hubo oportunidad.
Su voz estaba enronquecida e incluso después de aclararse la garganta, lo único que pudo decir fue:
–He sido secuestrado.
–No pude evitarlo, doctor Morrison. Lo lamento. Sinceramente, tengo un deber que cumplir. Comprenda. Tenía que llevármelo por persuasión, si podía. De lo contrario... –Y dejó la frase sin terminar.
–Pero no puede actuar así. No estamos en el siglo XX. –Se atragantó en su esfuerzo por apagar su indignación a fin de poder hablar con sensatez–. No soy un prisionero. No soy un desamparado. Se me echará de menos. La Inteligencia americana sabe perfectamente que estuvimos hablando y saben también que usted quería que me fuera a la Unión Soviética. Sabrán que he sido secuestrado, puede que ya lo sepan, y su Gobierno se verá metido en un incidente internacional que no le interesa.
–Nada de eso –respondió Boranova en tono sincero, mirándolo a los ojos–. Nada de eso. Por supuesto que su gente sabe lo que ha ocurrido, pero no han objetado nada. Doctor Morrison, las operaciones de la Inteligencia de la Unión Soviética se distinguen tanto por su avanzada tecnología como por más de un siglo de estudio de la psicología americana. No dudo de que su servicio de Inteligencia está igualmente avanzado. Es esta igualdad de pericia, que comparten otras muchas unidades geográficas del planeta, la que ayuda a mantener la cooperación. Cada uno de nosotros está firmemente convencido de que nadie está más avanzado en su camino.
–No sé a lo que se refiere –murmuró Morrison. El planeta iba penetrando la noche hacia el amanecer del Este.
–Lo que interesa más ahora a la Inteligencia americana es nuestro intento de miniaturización.
–¡Intento! –exclamó Morrison en tono sarcástico y divertido.
–Intento con éxito. Los americanos no saben nada del éxito No saben si el proyecto de miniaturización no es sino una máscara tras la que se esconde algo totalmente distinto. Saben que estamos haciendo algo. Estoy segura de que poseen un mapa detallado del área donde la Unión Soviética lleva a cabo sus experimentos..., cada edificio, cada convoy de camiones. Indudablemente, tienen agentes que hacen cuanto pueden para penetrar el proyecto.
«Naturalmente, hacemos cuanto podemos, para evitarlo. No nos indignamos. Sabemos mucho acerca de los experimentos americanos sobre antigravedad y sería ingenuo adoptar la actitud de que nosotros buscamos y ellos no, de que podemos lograr nuestros éxitos, pero que los americanos no deben hacerlo.
Morrison se frotó los ojos. La voz tranquila, apagada, de Boranova le hacía darse cuenta de que había pasado su hora habitual de acostarse y de que tenía sueño. Dijo:
–¿Qué tiene que ver todo esto con el hecho de que mi país se sentirá amargamente agraviado por mi secuestro?
–Óigame, doctor Morrison. Compréndame. ¿Por qué iban a sentirlo? Le necesitamos, pero ellos no pueden saber por qué. No tienen motivos para suponer que haya algo valioso en sus ideas neuróticas. Deben pensar que estamos siguiendo una pista falsa y que no sacaremos nada de usted. No tienen la menor objeción en meter a un americano en el proyecto de miniaturización. ¿No cree que razonan de este modo, doctor Morrison?
–No sé cómo pueden razonar –respondió cautelosamente Morrison–. Es algo que no me interesa.
–Pero estuvo usted con un tal Francis Ródano cuando me abandonó tan súbitamente. Ya ve, incluso sabemos esto. ¿Le importaría decirme que
no
le sugirió que jugara con nosotros y fuera a la Unión Soviética a fin de encontrar cuanto pudiera?
–¿Quiere decir, que quiere que haga de espía?
–¿Y no es así? ¿No se lo sugirió?
De nuevo Morrison ignoró la pregunta. Sólo dijo:
–Y como usted está convencida de que voy a jugar al espía, me mandará ejecutar antes de que pueda hacer lo que usted quiere que haga. ¿No es eso lo que les ocurre a los espías?
–Ha visto usted demasiadas películas antiguas, doctor Morrison. En primer lugar, trataremos de que no descubra nada importante, absolutamente nada. En segundo lugar, los espías son una mercancía demasiado valiosa para destruirla. Son útiles como unidades negociables con cualquier agente nuestro que pueda estar en manos americanas..., o en manos extranjeras en general. Creo que los Estados Unidos adoptan la misma actitud.
–Pues, para empezar, señora, yo no soy un espía. Ni voy a serlo. No sé nada sobre operaciones de la Inteligencia americana. Y tampoco voy a hacer nada por usted.
–No estoy segura respecto de eso, doctor Morrison. Creo que va a decidir trabajar con nosotros.
–¿Qué se propone? ¿Matarme de hambre hasta que acepte? ¿Azotarme? ¿Encerrarme solo, incomunicado? ¿Mandarme a un campo de trabajo?
Boranova frunció el ceño y movió lentamente la cabeza en lo que parecía un auténtico sobresalto.
–Realmente, doctor, ¿qué es todo esto que sugiere? ¿Hemos vuelto acaso a los días en que se proclamaba a gritos que éramos el imperio del mal e inventaban historias de horror sobre nosotros? No digo que no pudiéramos sentir la tentación de emplear la dureza si sigue negándose con intransigencia. La necesidad nos empuja a veces, sabe... Pero estoy convencida de que no tendremos que recurrir a ello.
–¿Por qué está convencida?
–Porque es un científico. Porque es un hombre valiente.
–¿Yo valiente? Señora, señora, ¿qué sabe usted de mí?
–Que tiene un punto de vista peculiar. Que lo ha mantenido durante todo este tiempo. Que ha visto hundirse su carrera. Que no ha convencido a nadie. Y que, pese a todo, sigue firme en su idea y no cede en lo que cree que es cierto. ¿No es ésta la forma de obrar de un valiente?
–Sí. Sí. Es un tipo de valentía –asintió Morrison–. Pero en la historia de la Ciencia hay millares de locos que se aferran a su idea durante toda la vida, en contra de la lógica, de la evidencia, en contra de su propio interés. A lo mejor soy uno más.