Pequeños animales, a los que no prestaron atención, huían rápidamente entre los brezos, con un rumor de hojas removidas. Se oía claramente el rebullir de las ardillas entre las ramas altas de los árboles, así como el aletear de algún ave, cuyos cantos callaban momentáneamente mientras ellos pasaban cerca.
—Calla… Para un momento —dijo ella—. No te muevas. Mira.
Era un elfo, como aquel que en otra ocasión viera junto al Vikingo. El menudo ser casi transparente, con las sedosas alas extendidas tras el cuerpo, la cabeza en forma de lágrima con un rostro diminuto, aniñado, y unas pequeñas piernas esbeltas, pasaba silenciosamente, tras los troncos de unas encinas próximas. Algo como una leve música pareció llegar a sus oídos… Aquel ser tenía una fragilidad y un encanto tal, que Sergio ni siquiera pensó que pudiera resultar peligroso. En las sedeñas alas algo como un arcoiris de colores variaba y cambiaba bajo la luz del sol… Sin embargo, el ser debió darse cuenta de su presencia, porque el diminuto rostro giró velozmente a los lados, y en un segundo se perdió de vista.
—Es un elfo —dijo Edy—. Hay muchos aquí…
Ella se apoyó en el hombro de Sergio para quitarse los zapatos, y durante un momento sus miradas se cruzaron. El hubiera querido que esa mano siguiera posada donde estaba, pero sólo duró un instante… Después, ambos, llevando ella en la mano los dos flexibles mocasines de ante, continuaron hacia el interior…
Un conejo cruzó raudo por un claro, sin dar a Sergio ni siquiera tiempo para levantar la pesada Bessie.
—Déjalo… Tenemos carne en casa. Esta mañana me ha traído Mansour un cuarto de ciervo. El lago estaba allí, iluminado por el sol, en un amplio claro del bosque rodeado por los añosos troncos, subrayado por macizos de un intenso verde, cubiertos de capullos rojos. No era muy grande, apenas de unos sesenta metros de diámetro; pero constituía un lugar tranquilo y agradable, apto para sentarse en la hierba, a la sombra, comer algo, mirar al cielo y a los pájaros que cruzaban raudamente, y olvidarse de todo.
«Olvidarse de todo…» pensó Sergio. «Si ello fuera posible…»
Se sentaron bajo la copa de una gigantesca encina, uno junto al otro, y comieron los bocadillos y bebieron la cerveza. Sergio dejó descuidadamente la vieja Bessie apoyada en la corteza. Poco a poco, la vida animal del bosque, que se había silenciado al percibir su llegada, comenzó a rebullir de nuevo. Al lado opuesto del lago surgió una jabalina, seguida de una camada de rayones, de pelaje leonado y castaño… La jabalina dio un par de colmilladas a un grueso tronco y después azuzó a sus pequeños hacia el interior del bosque… El animal que surgió a continuación era algo totalmente desconocido para Sergio; una especie de gran gato de suave pelaje blanco y negro, con orejas redondas y una ancha sonrisa prácticamente humana en un rostro burlón… Emitió un parloteo cantarín, y se sentó sobre las patas traseras, a unos veinte metros de ellos…
Sergio iba a tomar la escopeta, por si acaso, pero la mano de Edy le detuvo mientras la muchacha negaba con la cabeza.
—Es un chester —dijo—. Es inofensivo… Verás lo que hace, si nos ve.
El chester dio tres o cuatro pasos más hacia adelante, y volvió a sentarse sobre las patas traseras, mirándoles fijamente. Era evidente que los había visto, porque los grandes ojos claros, con la niña redonda, sin la característica pupila alargada de los felinos, estaban fijos en ellos, con una clara expresión de curiosidad casi humana.
—Co-mi-da —dijo, con una voz infantil—. Co-mi-da.
—Nos lo hemos comido todo, chester —contestó Edy—. Márchate.
—Co-mi-da —repitió el chester, sonriendo deslumbrantemente y alzando una muelle pata blanca y negra. Por un instante, a Sergio le pareció que podía ver a través del gran cuerpo peludo; y luego comprobó que el chester semejaba vibrar bajo la luz del sol, como si su materia fuese algo sumamente escaso y diluido.
—Co-mi-da —repitió el chester, poniéndose en pie. Después, en vista de que no le hacían caso, les dirigió una última sonrisa y se internó en el follaje.
Durante un rato permanecieron silenciosos, contemplando el lugar por donde había desaparecido el curioso animal. Cuando Sergio volvió la cabeza, se dio cuenta de que los alegres ojos grises de Edy estaban fijos en él, con expresión pensativa.
—¿En qué piensas, Edy? —dijo.
—En muchas cosas… —contestó ella—. ¿Y tu?
—También en muchas cosas…
Estaba atardeciendo; los rayos del sol eran ya oblicuos, atravesando sesgadamente la espesura y trazando largas sombras que iban a reflejarse en el transparente lago.
—Será mejor que volvamos —dijo Edy, y parecía haber una cierta tristeza en su voz.
En la superficie del agua hubo una ondulación, y, repentinamente, las ondas se tiñeron de oro fundido. «Espera, Sergio». La mano de Edy le obligó a inclinarse. «Espera —repitió ella en voz muy baja— tiéndete ahí, a mi lado; que no nos vea… Si es una náyade, verás qué maravilla…». Obedeciendo, Sergio se tendió junto a ella, sobre la hierba, y automáticamente, sin pensarlo, le pasó la mano por la cintura. Ella volvió la cara hacia él, iluminada por una sonrisa… y Sergio sintió temblar un poco el elástico cuerpo bajo su brazo… «Es hermosa —pensó— y es una mujer estupenda… No debo complicarle la vida… Ella sabe, y yo lo sé, que me marcharé, y no me verá más… Pero si pudiera quedarme aquí siempre…».
En el lago, el tinte de oro fundido se extendió como una mancha hasta tomar una forma circular en el centro de la lámina líquida. Poco a poco, diversas zonas fueron tomando un color más oscuro, hasta que se trazaron varios diámetros que cruzaban regularmente el círculo, como hebras de oro viejo sobre un disco de un intenso tono dorado. La transformación que siguió fue más veloz cada vez; simultáneamente, las zonas entre los diámetros se fueron cubriendo de un enrejado simétrico, como un encaje, y el tono de color comenzó a cambiar; una onda de un anaranjado purísimo comenzó a expandirse desde el centro, corriendo hacia los cada vez más complejos encajes y aposentándose en alguna de las retículas trazadas… la siguió otra de un bello azul, y otra de un verde ácido, y una nueva tracería de filigrana, cada vez más complicada en el interior de los anteriores encajes… Los colores iban situándose simétricamente en las diversas retículas, cada vez más velozmente, hasta formar una incomparable tracería con mil tonos distintos, completamente regular, como el más complicado y bello rosetón de cristal de una catedral gótica… Durante un instante todo aquel intenso conjunto de colores, de guías de oro fundido, de brillos, todo el arácneo tejido que relumbraba bajo el sol poniente, se mantuvo inmóvil… Luego, hubo un alzarse en el centro geométrico de la figura; todo el conjunto, como si fuera una delgada capa posada sobre el agua, se recogió rápidamente en el centro, formó una bolsa, exhaló un último luminar dorado, y se hundió…
—Es maravilloso —dijo Sergio—. No había visto nunca nada igual…
Seguía teniéndola cogida por la cintura, y ella se había aproximado un poco a él.
—No es frecuente verlas… pero tienes tú razón… es una maravilla…
Sergio recogió a Bessie, poniéndosela bajo el brazo y emprendió, junto a Edy, el camino de regreso. A poca distancia de la casa, la muchacha tropezó, y él instintivamente la cogió del brazo.
—¿Te has hecho daño?
—No… es que hace tiempo me hice una herida, y a veces. esta pierna… yo diría que está más débil que la otra.
Había una larga cicatriz sobre la pantorrilla izquierda de Edy, y a juzgar por lo marcada que estaba, la herida debió de ser profunda.
—Apóyate en mi brazo —dijo él.
—Gracias… Me corté con un hacha hace cinco años, talando leña… Quedó feo.
—No… Tienes unas piernas muy bonitas; la cicatriz esa no importa.
Llegaron hasta la casa caminando despacio, sin hablar, cogidos del brazo. El viejo Mansour les esperaba en la veranda, sentado al lado de Hermán, que parloteaba sin cesar, como un lorito, preguntando, preguntando y preguntando.
—Tengo frascos, mamá… Voy a ponerme un laboratorio, yo.
—Cuando ambos tenían ganas se dedicaban a preparar los carteles de reclutamiento, después de que la ortografía fue corregida por Sergio. La vida continuaba tranquilamente, sin novedad alguna, cuando llegó un carromato, algo más pequeño que el del Manchurri, con letreros llenos de colorines en los laterales…
EL HONESTO JUAN. — LOS MEJORES CAMBIOS EUROPEOS. ESPECIALIDAD EN ZAPATERIA, MANTAS Y SASTRERIA FINA. — GENERAL STORE AND MERCANCIAS. — FARMACIA AMBULANTE. ¡NEGOCIE CON HONEST JOHN!
Honest John era un hombre gordo, sonriente, al que acompañaba una mujer bigotuda capaz de poner en fuga a un regimiento de capitanes Grotton. A pesar de ello, la dulce y callada Edy se les arregló perfectamente para discutir con la bruja y el gordo Honest John y obtener ventajosos cambios de sus conservas y de los frutos y harina que tenía almacenados. Consiguió tela blanca, sábanas, tijeras, sal, azúcar, pimienta, embutidos, plomo, clavos, pistones, dos láminas de cristal…
—¿No te lo iba a traer el Capitán Grotton?
—El Capitán no traerá nada; ya verás, Sergio… —dijo ella, con cierta resignación no exenta de malicia.
Sergio estaba encantado viéndola discutir con la bruja y con Honest John, con el rostro ligeramente sonrojado, los rojos labios entreabiertos, el limpio perfil inclinado hacia los géneros. Resultó muy femenino que al final se encaprichara de un lindo vestido de seda estampada, y a punto estuvo, a causa de ello, de naufragar la pirámide de cambios y cotizaciones que había establecido con Honest John. No obstante, y a pesar de que Sergio terció en la discusión como mejor pudo, fue preciso ir a buscar un suplemento de maíz, cosa que él hizo sintiéndose muy divertido.
Honest John se llevó los cuarenta carteles fabricados prometiendo por sus muertos colocarlos en todos los lugares por los que pasase.
Aquella noche, después de cenar y de acostar al pequeño Hermán, se sentaron como de costumbre en la veranda. Cuando Edy salió para traer dos vasos de limonada fresca, tenía en la otra mano algo que colocó suavemente sobre las rodillas de Sergio.
—Esto es para ti —dijo.
Era un sombrero de grueso fieltro crema, de ala ancha, con una banda de piel amarilla moteada de negro alrededor de la parte baja de la copa. Un verdadero sombrero de cazador africano.
—Ya que te vas a África —dijo Edy, mirando al suelo, con las espesas pestañas cubriéndole los ojos—, por lo menos te servirá para protegerte del sol… Tú no tienes sombrero…
Sergio tragó saliva. Era incapaz de apartar la vista de la joven, de sus manos un tanto endurecidas por el trabajo, cruzadas serenamente sobre las rodillas.
—Muchas gracias, Edy… —dijo, sintiéndose torpe y fuera de lugar—. No sé qué decirte… Yo no tengo nada para ti.
—No tienes que darme nada…
Hubo un momento de silencio. El hálito ligeramente caluroso de la noche les azotó el rostro, sin que volviesen a mirarse de frente. Los dos tenían perdida la vista en el insondable misterio del bosque lejano. Sergio tomó un trago de su limonada.
—A veces —dijo tontamente— echo de menos el hielo…
—Ya sabes que no tengo —contestó ella—. El pobre Hermán quiso construir una máquina de vapor. Hubiéramos podido conectar, con el tiempo, un compresor y un frigorífico… Hermán era muy bueno…
—¿Le querías mucho?
—Sí.
Sergio carraspeó, sin saber que decir.
—Es… es un sombrero estupendo —murmuró—. Te lo agradezco mucho…
Edy no dijo nada. Ahora le estaba mirando de frente, y en los claros ojos grises había una expresión indefinible, alegre y triste a la vez… «Es una mujer de verdad… tan valerosa… tan fuerte… tan cariñosa con su hijo… —pensó Sergio—. y he venido a complicarle la vida… Si pudiera quedarme con ella, y olvidarlo todo…»
—Me encuentro tan bien contigo, Edy… —dijo, en voz baja.
—Y yo contigo —contestó ella.
«Pídemelo… pídeme que no me vaya». Pero Edy no dijo nada; en silencio, se levantó y comenzó a cerrar la pesada puerta de entrada.
En los días sucesivos, Sergio trató de ahogar en una avalancha de trabajo aquel sentimiento de ternura, cada vez más profundo, que experimentaba viendo o pensando en Edy. Al mismo tiempo, este intenso trabajo le servía de lenitivo, pues pensaba que por lo menos, cuando marchase, dejaría arregladas casi todas las labores que había pendientes. Trabajó en el campo, repasó los canales de riego, reparó el molino de harina, plantó fresas y renuevos de árboles, colocó rodrigones en los que estaban más débiles, y cuando no había nada más que hacer, preparó conservas en la nave de madera… Pero esto no le liberaba de pensar en ella, en su carácter, en su silencio, que era a veces mucho más expresivo que un aluvión de palabras…
Una tarde ella le prohibió hacer nada. El pequeño Hermán fue a buscarle al taller, donde se hallaba colocando etiquetas, para pedirle que viniera.
Edy estaba sentada en el porche, con el vestido floreado que tanto costó sacarle a Honest John, calzada con unos finos zapatos de piel, en vez de los mocasines o las rústicas botas que normalmente llevaba. Había una pequeña mesita, con un farol de keroseno encendido; esto era un lujo inesperado; el keroseno era caro y difícil de obtener. Sergio sabía que había una pequeña reserva en la casa; pero nunca se había usado.
—¿Qué pasa hoy, Edy?
—Es mi cumpleaños… cumplo veintisiete. Hoy no trabajas más…
—Felicidades. Perdona; no lo sabía…
—¿Por qué había de perdonarte?
—Si lo hubiera sabido antes… no sé… habría buscado algo para ti… creo que hubiera podido ir y volver a Abilene en cuatro o cinco días…
—Yo prefiero que hayas estado aquí.
—Yo también…
«¿Por qué ella no dice nada? No puedo hacerle esto… no puedo. Ella sabe que me iré, y no quiere ser un obstáculo…». Sergio le cogió la mano, sintiéndola cálida y fuerte dentro de la suya. Ella sonrió y pareció como si su rostro, en el que la suave curva de las mejillas guardaba todavía un trazo indefinible de la juventud casi infantil, se iluminase completamente… De golpe, el deseo que Sergio había estado reteniendo todos estos días surgió de lo más profundo de su interior… Percibió el cuerpo de Edy tenso y nervioso, a su lado, con la pura línea que el traje floreado subrayaba.
—¿De verdad tienes que irte a África?
—No me queda otro remedio, Edy.
—¿Tan importante es?