Viaje a un planeta Wu-Wei (43 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—NO QUIERO HACERLO —dijo, retumbantemente, la Potencia.

Y una oleada de odio incontrolable, de bestial deseo de hacer daño, se derramó como una colada de lava incandescente desde la gigante figura situada en el exterior del círculo. Sergio sintió que su corazón se detenía durante un momento, y Herder, más cerca del foco, se tambaleó, como borracho…

—Por Adonai, Ely, Elihe… —comenzó el mago, con voz temblorosa.

—¡NO ES NECESARIO QUE SIGAS! —aulló, ensordecedoramente, la voz de la Potencia—. CIERTO ES QUE TUS CONJUROS Y TUS DIBUJOS NOS DAN LA DIMENSIÓN NECESARIA PARA APARECER, PERO… ¿POR QUÉ ESO TE HA HECHO CREER QUE TENEMOS QUE OBEDECERTE?

—Los pactos… —susurró Herder, con un hilo de voz. Sergio no podía ver su rostro, pero se lo imaginaba completamente desencajado, pálido. La sensación de un espantoso desastre era cada vez más inminente, y las asquerosas imágenes que brotaban de todas partes (escarabajos anadeando entre grumos de grasa oscura, excrementos flotando en un mar de limo, intestinos pendientes de grandes colmillos) fijaban en forma táctil, o quizás eran un verdadero reflejo, o trataban de producir… una profunda sensación de asco. La figura nebulosa de Hermione onduló ligeramente hacia BILETO, y repentinamente Sergio sintió que el sexo se le endurecía como una barra de fuego… Quiso moverse, pero estaba inmovilizado por el terror…

—¡LOS PACTOS! —aulló BILETO, con ira salvaje, derramando oleadas de odio irracional sobre el desarmado Herder—. ¡LOS PACTOS! ES CIERTO QUE ME LIGAN… SI NO COMETES NINGÚN ERROR…

—Tengo en mi poder la Piedra de Luna, y el acto ha sido realizado…

—EL ACTO NO TENIA OTRO OBJETO QUE PROVOCAR TU INVOCACIÓN Y MI PRESENCIA AQUÍ, ESTÚPIDO MORTAL… Y LA PIEDRA DE LUNA ES ALGO QUE TÚ NO SABES… ES LO QUE NOS SACARÁ DE ESTA ESTRELLA PARA LLEVARNOS A LA LEJANA GABKAR, QUE ESTA ESPERÁNDONOS.

—¡No la tendrás si no obedeces!

—DIME, MORTAL SIN SESO… ¿VERDADERAMENTE CREES QUE NO LA TENDRÉ? ¿QUE NO LA TENDRÉ… CUANDO YO MISMO LA HICE HACE MILES DE AÑOS…?

Hubo como un restallar blanquecino sobre la figura de BILETO. El corcel blanco eructó un repugnante chorro de brasas y, desde la deforme figura de HERMIONE, una oleada de deseo invadió la estancia…

—¿CREES QUE ME ERAS NECESARIO PARA OTRA COSA QUE PARA CONSEGUIR EL OBJETO? CIERTO ES QUE LOS PACTOS ME LIGAN, PERO…

Herder se derrumbó en el suelo, entre las mesas tapizadas de damasco rojo; alzó ante sí, inútilmente, la pesada humeante aún…

—¡Soy tu siervo, poderoso rey! —gritó en el colmo del terror—. Te ofrezco vino…
Vinum ministro in póculo, tua… Accipe me in deditionem, domine

Hubo una risa ciclópea proveniente de todas partes; el castillo comenzó a temblar, chocando entre sí las piedras y las vigas… Algo como una garra negra, translúcida y gigantesca del tamaño de cien personas juntas, se materializó en el interior del círculo que protegía a Herder, y se posó sobre la Piedra de Luna…

—No puedes… —murmuró Herder—. No puedes entrar en el círculo. Lo prohibe el pacto…
Vinum Ministro in póculo

Hubo una explosión en el lugar que ocupaba el vaso de vino, y un gran dedo negro borró salvajemente parte de las rayas del círculo.

—NO QUIERO TU VINO, NI ACEPTO TU SERVIDUMBRE —vociferó la feroz voz de BILETO, llena de rabia indominable— ¿Y QUIÉN TE HA DICHO QUE NO PUEDO ENTRAR EN EL CÍRCULO? ES CIERTO… SI NO HUBIERA UN ERROR, ESTÚPIDO MORTAL… ¿NO LO SABES? ¿NO SABES AUN QUE HAS PUESTO AHÍ EL NUMERO DE LAS LETRAS DEL NOMBRE DE UN HOMBRE… FALSO? ¡ASQUEROSO SER QUE ME HAS DOMINADO DURANTE AÑOS, ÓYELO Y TIEMBLA! ¡ESE HOMBRE NO SE LLAMA SERGIO ARMSTRONG Y SU NÚMERO NO SIRVE…!

Y la garra negra retiró la Piedra de Luna a través de las inútiles rayas del círculo. Los muros del castillo comenzaron a ceder, mientras el brillo de Gabkar, creciendo, creciendo, creciendo… se transformaba en un haz de llamas centrado en la Piedra de Luna y en las múltiples figuras que la rodeaban… Pasó un ciervo, arrastrando una cola encendida; un ser con cuerpo humano y tres cabezas, de grifo, de ave y de león…; un conjunto de sombras más profundas que la misma oscuridad, que emitían extrañas músicas… Los muros del castillo, bajo el infernal fuego que se centraba en la Piedra de Luna, comenzaron a tomar una consistencia gomosa, a ceder, a plegarse sobre sí mismos…

Entre los aullidos de muerte de Herder, Sergio saltó al exterior, sintiendo como si se hubiera roto una ligadura y su cuerpo pudiera moverse por fin… Tomó su rifle y su mochila y corrió… Le parecía que no adelantaba nada, mientras que de Gabkar, ocupando ya todo el cielo con su esplendorosa luz blanca, caían grumos de llama sobre el castillo y el bosque…

Sintió pasar a su lado las presencias, múltiples, malignas, concentrándose velozmente en aquel desconocido objeto que era la Piedra de Luna… Las paredes del castillo parecían transparentes, como si fueran de papel aceitado, y a través de ellas Sergio vio la figura tendida de Herder, como un muñeco negro en medio de las incandescentes llamas blancas… Corrió a través de los árboles incendiados, sintiendo en el rostro el calor de las llamas y el vapor que se desprendía del hirviente pantano de aguas negras… y recordando, recordando con infinito terror la última mirada de Herder, aquella mirada que le había hecho comprender por qué duró un día entero el interrogatorio de la Princesa de los Mandriles, por qué la vieja mujer se había dejado matar, y cómo había conseguido vengarse del lejano mago que la torturaba a kilómetros de distancia…

Había un aliento ígneo en el aire, y ante él un muro de llamas crepitantes que era imposible atravesar… Los esponjosos árboles ardían como teas, lanzando chorros de líquido inflamado a su alrededor… Sergio notaba como las ropas comenzaban a humear; corrió en círculo, intentando salir de aquel infierno, pero no logró ver ninguna salida… Tras él, Gabkar continuaba lanzando sus lanzas de llama sobre el horno al rojo blanco que era el palacio de Herder, y una voz monstruosa, que pareció llenar el mundo entero, aulló:

—¡HERMANOS! ¡VENID PRONTO! ¡LA PARTIDA ESTA PRÓXIMA!

Y de pronto, con un sonido de desgajamiento, algo intensamente blanco, deslumbrante, surgió de las calcinadas ruinas del palacio… saltando hacia el cielo y dirigiéndose rectamente hacia la llameante Gabkar…

—¡VOLVEREMOS… MORTAL… VOLVEREMOS!

Ante él no había más que una llama continua; los tizones saltaban, entrando bajo sus ropas y quemando su carne… Intentó entrar en el fétido pantano, pero el agua hervía, y retiró el pie, lanzando un grito de dolor. El aire ardiente quemaba sus pulmones; no podía respirar apenas… Sintió que iba a caer al suelo…

—Por aquí —dijo una agradable voz de tenor. Había como un túnel negro en el muro de llamas… Corrió a través de él, desalado, sintiendo la presencia bienhechora de la cellisa… Algo como cuerpos casi translúcidos batían unas sedosas alas, apartando de forma inexplicable las abrasadoras oleadas… Creyó reconocer la cabeza en forma de lágrima de un elfo, pero no estaba seguro… Los árboles incendiados pasaban a su lado, cayendo sobre los restos de maquinaria… No quedaba ya ni una sola presencia maligna en el bosque, solamente el potente recuerdo de las incontrolables energías que se habían desatado en el pulverizado castillo de Simón Herder…

Había atravesado el muro de fuego. Oyó un relincho tras él. Aneberg, con la cabeza baja, los ojos brillantes, corría en su seguimiento…

—Bienvenido —dijo Sergio, con voz débil. Y, haciendo un esfuerzo, se alzó sobre la silla de Aneberg, que comenzó un trote rápido, esquivando los troncos que caían y las brasas que saltaban a su alrededor…

—De manera que, después de todo —dijo Sergio, roncamente—, eres un caballo de verdad…

Aneberg lanzó un relincho agudo, y volvió la cabeza para mirarle, como si pudiera decir algo. Los furibundos ojos se fijaron en los suyos durante un instante, y después, Aneberg volvió a trotar entre el arbolado…

—Por ahí —dijo una voz agradable, desde un charco. Y Sergio apenas pudo ver el suave pelaje deslizándose como un delfín, bajo las ondas.

Aneberg salió resoplando, al exterior del bosque, entre los dos repugnantes mogotes rocosos que ahora, por cualquier razón desconocida, no le causaban ninguna repugnancia. Había otro corcel, castaño, con larga crin blanca, caracoleando bajo la luz gris del amanecer. Y al lado, una figura alta, vestida con traje de piel, con gruesas trenzas rubias en el pelo, y un rifle en la mano; un rifle que tenía plateado cañón, y culata de hermosa madera roja.

—¡Vikingo! —gritó Sergio.

El Vikingo tenía una sonrisa curiosa en la boca, y los grandes ojos azules le miraban con profunda atención.

—Veo que has salido vivo —dijo—. Me alegro de ello, porque era un asunto difícil… He procurado ayudarte en lo posible.

—Lo he notado… pero, ¿cómo sabías que estaba aquí?

—Ha habido quien me lo ha dicho —contestó el Vikingo, evasivamente, apoyándose en el rifle—. Ven conmigo; tengo café caliente… No creo que te venga mal.

—¡De ninguna manera!

Sobre las rocas y los cerrados árboles continuaban surgiendo, a lo lejos, a la luz cada vez más clara del sol que comenzaba a nacer, la humareda y las llamas del incendio. El Vikingo tenía a pocos pasos de allí, no lejos de su caballo, una diminuta fogata donde se calentaba una cafetera de hierro. El aroma del café recién hecho caló a Sergio hasta lo más profundo.

—¿Cómo están el Manchurri y el Huesos?

—Bastante bien. El Manchurri no ha conseguido bueyes todavía, y a la máquina se le estropeó una pieza. La llevo ahí ahora.

—El Vikingo señaló las alforjas de su caballo—. Tuve que ir hasta Abilene por ella…

Sergio bebió ávidamente dos grandes tazas de café.

—Esto me recuerda a una mujer que conocí… A Edy… tenía un café excelente…

—Como éste —dijo el Vikingo—. Es de ella; la vi hace cinco días…

—¿A Edy? ¿Cómo está…? ¿Se encuentra bien? ¿Se acuerda de mí?

—El hombre que pregunta mucho no consigue ninguna respuesta —dijo el Vikingo—. Se encuentra muy bien, y no te ha olvidado. Debes volver con ella en cuanto te sea posible; te necesita mucho…

—¿Por qué?

—Porque va a tener un hijo tuyo.

A Sergio le pareció que lo sabía ya; que algo se lo venía diciendo por dentro desde algún tiempo antes. Se extrañó de no sentir nada, ni tristeza, ni alegría; solamente el deseo de ver a Edy cuanto antes y de olvidar en su compañía tantos malos recuerdos como su mente guardaba. Y de esperar pacíficamente, viendo salir el sol todos los días sobre un campo labrado, el nacimiento de aquel hijo…

—¿Está sola?

—Hay una extraña mujer con ella; Marta di Jorse.

—¿Se llevan bien?

—Sí. Diría que se complementan; Edy es reposada, tranquila, mujer de casa, madre. Marta es ardiente, con mal genio, aventurera, peleona. Son dos buenos polos para un imán.

—¿No les ha pasado nada… ningún peligro?

—No.

—¿Te… te ha gustado alguna de ellas?

—Marta —dijo el Vikingo.

Volvieron a tomar un par de tazas de café, apurando los últimos restos de la cafetera de hierro. El Vikingo fijó en Sergio, de nuevo, sus intensos ojos azules. Su alta estatura se recortaba sobre el oro líquido del amanacer.

—¿Falta mucho para el fin? —dijo, reposadamente.

—Unos treinta días; no más. Después… las cosas cambiarán mucho para mí.

—Es preciso que te diga —siguió el Vikingo, pronunciando las palabras cuidadosamente— que he decidido seguir contigo hasta el final.

—¿Por qué?

—Porque sé que lo que vas a hacer es un buen wu-wei… Lo siento y lo imagino. Lo sé con seguridad. Pero te voy a pedir una cosa.

—¿El qué?

—Mientras llegas a tu destino, camina despacio. Ve mundo y observa profundamente.

—He tenido tiempo de hacerlo… incluso he logrado hablar con las cellisas.

—También sé eso. Ellas me lo dijeron… son un poco descaradas, y con muchas ganas de meterse en todo. No como los elfos.

—Creo… creo… —dijo Sergio, después de muchas dudas— que estoy empezando a comprender el wu-wei… pero prefiero no decirlo ahora. Sé cual es la columna del Alba; la que está más cerca de Hangoe…

—El Manchurri y el Huesos —dijo, en voz baja, el Vikingo— me esperan cerca de Hangoe. No; no es casualidad… yo te diría que el wu-wei lo ha dispuesto así…

—¿Puedo decirte lo que es el wu-wei?

—No. Si necesitas decírmelo, es que no lo sabes aún.

El Vikingo le tomó la mano, calmosamente. Emanaba de él una profunda sensación de paz.

—Estás cerca —dijo—. Muy cerca. Pero hay un obstáculo aún… Lo superarás. Ve mundo y observa profundamente. Y si mi presencia, o la del Manchurri y el Huesos, te es útil, puedes contar con ella…

—¿Por qué?

—Te lo he dicho antes. Porque vas a hacer un buen wu-wei o quizás, el mejor wu-wei… precisamente porque las cosas no van a hacerse como tú querías al principio.

Sergio permaneció quieto, sintiendo que la última frase del Vikingo, precisamente por ser cierta, le había llegado al corazón.

—Vamos allá, entonces —dijo—. Ha pasado mucho tiempo desde que nos encontramos en aquellas montañas… ¿cómo se llamaban?

—Helgafell; la Montaña Sagrada.

—Helgafell. Y he aprendido muchas lecciones, Vikingo. Pero hay una que tengo siempre presente…

—¿Cuál es?

—Una muy sencilla: que es el valle el que conduce al río. Durante un buen rato, los ojos del Vikingo, llenos de afabilidad, permanecieron mirándole.

XI
MUERTE DE UN DESCONOCIDO

El alazán del Vikingo (llamado «Estrella») y Aneberg, trotaban lentamente el uno al lado del otro, cuando los ojos de Sergio se fijaron en un letrero que había en mitad de su camino, trazado con toscos brochazos de pintura negra sobre varias tablas mal acopladas:

ESTAMOS CONSTRUYENDO UNA CASA QUI-

NIENTOS METROS A LA DERECHA. —SI

QUIERES ECHAR UNA MANO, HAY COMI-

DA Y BEBIDA. ¿TANTA PRISA TIENES

QUE VAS A PASAR DE LARGO?

EDUARDO

—¿Vamos? —dijo el Vikingo.

—Vamos —contestó Sergio.

Había un camino estrecho, cubierto aún por los frescos tocones de árboles recién cortados, por donde Estrella y Aneberg, abandonando la llanada que conducía directamente hacia Hangoe, se introdujeron en el bosque de pinos y carrascas. Del fondo del arbolado llegaban lejanos gritos y rumor de sierras y martillos. La luz del día, completamente nublado, se filtraba dificultosamente a través de las ramas cubiertas de musgo, y los cascos de los caballos resonaban sordamente en el suelo, aún esponjoso por la lluvia del día anterior. En una explanada, entre los árboles, unas dos docenas de hombres se afanaban serrando troncos, talando árboles y colocando las paredes de una casa de madera y piedra. En ese instante, una carreta cargada de piedras calizas estaba descargándolas pausadamente, entre gritos y juramentos de los descargadores.

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