—¿Eran amigos vuestros?
—Uno de ellos tuvo mi vida entre sus manos, y me la perdonó; no sé si sigue siendo amigo mío, pero yo desde entonces lo soy suyo.
—¿Están en Francia esos hombres, milord?
—Me parece que sí.
—Decidme sus nombres; quizá los haya oído y pueda auxiliaros en vuestras pesquisas.
—Uno de ellos llamábase el caballero D’Artagnan.
—¡Oh, milord! Si no me engaño, ese caballero D’Artagnan es teniente de mosqueteros; he oído pronunciar su nombre; más id con tiento, porque tengo entendido que es acérrimo partidario del cardenal.
—Esta sería la última desgracia —repuso Winter—: si así fuese empezaría a creer que pesa una maldición sobre nosotros.
—Pero ¿y los otros? —dijo la reina, que se aferraba a aquella última esperanza como un náufrago a los restos de su buque—. ¿Y los otros, milord?
—El segundo, oí su nombre por casualidad, porque antes de batirse contra nosotros nos lo dijeron todos; el segundo llamábase el conde de la Fère. La costumbre que contraje de designar a los restantes con nombres fingidos, me ha hecho olvidar cuáles eran los verdaderos.
—¡Oh, Dios mío! Urge mucho encontrarlos —dijo la reina—, puesto que tan útiles juzgáis que podrían ser al rey esos dignos caballeros.
—Sí tal —dijo Winter—, porque son los mismos que… Oíd bien, señora, y reunid todos vuestros recuerdos. ¿No habéis oído referir que la reina Ana de Austria fue salvada en otro tiempo del mayor peligro que ha corrido jamás una princesa?
—Sí, cuando sus amores con el duque de Buckingham, y con motivo de no sé qué herretes de diamantes.
—Ciertamente, señora; pues esos hombres son los que la salvaron, y es cosa que hace sonreírse de compasión el pensar, que si no sabéis hoy sus nombres es porque la reina los ha olvidado, cuando debió haberlos hechos los primeros magnates de la nación.
—Pues bien, milord, es necesario buscarlos; ¿pero, qué podrán hacer cuatro hombres, o por mejor decir, tres? Porque repito que no debéis contar con el señor D’Artagnan.
—Será una excelente espada menos, señora; pero siempre quedarán tres, sin contar la mía, y cuatro hombres leales que guarden al rey de sus enemigos, que le rodeen en las batallas, le ayuden en el consejo y le escolten en su evasión, serán bastantes, si no para darle la victoria, para salvarle en caso de vencimiento y para ayudarle a atravesar el mar: y por mucho que diga Mazarino, luego que llegue vuestro real marido a las costas de Francia, encontrará en ellas tantos asilos como las aves marinas acosadas por la tempestad.
—Buscad, milord, buscad a esos caballeros, y si los halláis y consienten en pasar a Inglaterra con vos, les haré duques el día en que subamos al trono, dándoles tanto oro como se necesitaría para empedrar el palacio de Withall. Buscadlos, pues, milord, buscadlos, os lo ruego.
—Con mucho gusto lo haría —repuso lord Winter—, y los hallaría sin duda, si no me faltase tiempo. ¿Olvida, V. M., que el rey espera la respuesta y que la espera con afán?
—Es decir, que estamos perdidos —exclamó la reina con la expresión de un corazón lleno de dolor.
Abrióse en aquel instante la puerta, presentóse la joven Enriqueta, y la reina contuvo sus lágrimas con la sublime fuerza que toma el heroísmo de las madres, haciendo una seña a Winter para que cambiase de conversación.
Pero aunque enérgica, aquella reacción no pasó desapercibida para la joven, la cual se detuvo en la puerta, dio un suspiro, y dirigiéndose a la reina:
—¿Por qué lloráis sin mí, madre querida?
Sonrióse la reina, y en lugar de contestarle, dijo a Winter:
—A lo menos, Winter, he ganado algo en no ser reina más que a medias; mis hijos me llaman madre en vez de señora.
Y volviéndose a su hija, añadió:
—¿Qué deseáis, Enriqueta?
—Madre —respondió la princesa—, acaba de entrar en el Louvre un caballero que desea presentar sus respetos a V. M.: viene del ejército y dice que tiene que daros una carta de parte del mariscal de Grammont.
—¡Ah! —dijo la reina a Winter—. Es uno de mis fieles amigos: ¿pero no observáis, mi querido lord, cuán pobremente estamos servidas? Mi hija tiene que hacer de introductora.
—Tened piedad de mí, señora —exclamó Winter—, y no me aflijáis así.
—¿Y quién es ese caballero, Enriqueta? —preguntó la reina.
—Le he visto, señora, es un joven de unos dieciséis años, y se llama el vizconde Bragelonne.
Hizo la reina sonriéndose cierto movimiento de cabeza, la joven abrió la puerta y apareció Raúl en el dintel.
Después de dar algunos pasos hacia la reina, se arrodilló y dijo:
—Soy portador, señora, de una carta de mi amigo el conde de Guiche, quien me ha dicho que tiene el honor de ser uno de vuestros servidores; esta carta contiene una noticia importante y la expresión de su profundo respeto.
Al oír el nombre del conde de Guiche sonrojáronse las mejillas de la joven princesa; la reina la miró con cierta severidad.
—¿No me dijisteis, Enriqueta, que esta carta era del mariscal de Grammont?
—Así lo creía —dijo la joven.
—Yo tengo la culpa, señora —dijo Raúl—, porque me he anunciado, efectivamente, como mensajero del mariscal de Grammont; pero como éste no podía escribir por estar herido en el brazo derecho, el conde de Guiche le sirvió de secretario.
—¿De modo que ha habido combate? —dijo la reina haciendo una seña a Raúl de que se levantara.
—Sí, señora —contestó el joven entregando la epístola a Winter, el cual se anticipó a recibirla y la pasó a las de la reina.
A la noticia de que habíase dado una batalla, entreabrió la joven los labios para hacer una pregunta que sin duda le interesaba; pero su boca se volvió a cerrar sin decir una palabra, y gradualmente fueron desapareciendo las rosas de sus mejillas.
Observó la reina todos estos movimientos, y probablemente los interpretó su corazón maternal, porque preguntó a Raúl:
—¿Y ha acontecido alguna desgracia al joven conde de Guiche?
Porque no es sólo nuestro servidor, como él os ha dicho, sino nuestro amigo.
—No, señora —contestó Raúl—; al contrario, ha adquirido gran gloria en la jornada, pues ha tenido el honor de que le abrace el señor príncipe en el campo de batalla.
Involuntariamente dio la joven princesa una palmada; mas corrida de haberse entregado a semejante demostración de alegría, volvió las espaldas y se acercó a un jarrón lleno de rosas, como para aspirar su aroma.
—Veamos lo que dice el conde —replicó la reina.
—Ya he tenido el honor de manifestar a V. M. que escribía en nombre de su padre.
Abrió la reina la epístola y leyó lo siguiente:
Señora:
No pudiendo tener el honor de escribir personalmente a V. M. a causa de una herida que he recibido en la mano derecha, me sirvo de mi hijo el conde de Guiche, cuya adhesión os consta, así como la de su padre, para deciros que acabamos de ganar la batalla de Lens, y que esta victoria dará sin duda al cardenal Mazarino y a la reina grande influencia en los negocios de Europa. Aproveche, pues, V. M. este momento, si cree oportuno seguir mi consejo, para insistir en favor de su augusto marido cerca del Gobierno del rey. El vizconde de Bragelonne, que tendrá el honor de entregar a V. M. esta carta, es amigo de mi hijo, a quien parece ha salvado la vida; puede V. M. fiarse absolutamente de él en caso de que desee comunicarme alguna orden verbal o escrita:
Tengo el honor de ser, etc.
El mariscal de Grammont.
Al oír hablar del servicio que hiciera Raúl al conde, no pudo aquél menos de volver la cabeza hacia la joven princesa, y vio pasar por sus ojos una expresión de agradecimiento extremo que le persuadió de que la hija de Carlos I amaba a su amigo.
—¡Se ha ganado la batalla de Lens! —dijo la reina—. ¡Qué felices son aquí! ¡Ganan batallas! Sí, el mariscal de Grammont tiene razón; con este triunfo van a cambiar de aspecto sus negocios, pero mucho me temo que no influya en los nuestros como no sea para mal. Reciente es esta noticia, caballero —prosiguió la reina—, os doy gracias por la rapidez con que la habéis traído; a no ser por esta carta, hubiera sido yo la última que la supiese en París, mañana o tal vez pasado mañana.
—Señora —dijo Raúl—, el Louvre es el segundo palacio a que he llegado. Nadie la sabe todavía; he jurado al conde de Guiche entregar esta epístola a V. M. aún antes de abrazar a mi tutor.
—¿Se llama también Bragelonne vuestro tutor? Yo conocí hace tiempo a una persona de ese apellido. ¿Vive aún?
—No, señora, murió; y de él heredó mi tutor, que era su pariente cercano, según creo, las tierras que me dan nombre.
—¿Y cuál es el nombre de vuestro tutor, caballero? —preguntó la reina, que se interesaba involuntariamente en favor de aquel bello joven.
—Se llama el señor conde de la Fère, señora —contestó Raúl inclinándose.
Winter hizo un movimiento de sorpresa, y la reina le miró con expresión de alegría.
—¡El conde de la Fére! —exclamó—. ¿No es ése el nombre que me dijisteis?
Lord Winter no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
—¡El conde de la Fère! —repitió—. ¡Oh! Contestadme, os lo suplico: ¿es acaso un caballero tan valiente como gallardo, que fue mosquetero en tiempos de Luis XIII, y que podrá tener de cuarenta y siete a cuarenta y ocho años?
—Sí, señor.
—¿Qué servía con un nombre supuesto?
—Bajo el de Athos. No hace mucho tiempo que oí a su amigo el señor D’Artagnan llamarle así.
—¡Él es, señora, él es! ¡Gracias! ¿Y está en París? —continuó Winter dirigiéndose a Raúl—. ¡Ánimo, señora, ánimo! La Providencia se declara en nuestro favor permitiendo que encontremos a ese excelente caballero de una manera tan inesperada… ¿Podéis decirme dónde vive?
—Calle Guenegaud, fonda del Gran Rey Carlo-Magno.
—Gracias caballero. Decid a mi amigo que no salga, que dentro de pocos momentos tendré la satisfacción de darle un abrazo.
—Obedezco con el mayor placer si Su Majestad tiene a bien darme su permiso para marcharme.
—Id con Dios, señor vizconde de Bragelonne: id, y no dudéis del afecto que nos inspiráis.
Inclinóse Raúl con respeto ante las dos princesas, saludó a lord de Winter y salió.
El conde y la reina prosiguieron hablando en voz baja algún tiempo para que no les oyera la joven princesa; precaución inútil, porque ésta, por su parte, tenía muchas cosas en qué pensar. Al despedirse Winter, díjole a la reina:
—Escuchad, milord, he conservado hasta ahora esta cruz de diamantes que heredé de mi madre, y esta placa de San Miguel que es de mi esposo; valdrán entre las dos cerca de cincuenta mil libras. Había jurado morirme de hambre con estas preciosas prendas, antes que deshacerme de ellas; pero ahora que pueden ser útiles a mi esposo y a sus defensores, fuerza es sacrificarlo todo a esa esperanza. Tomadlas, y si necesitáis dinero para vuestra expedición, vendedlas sin temor. Mas si halláis un medio de conservarlas, tened presente, milord, que me prestaréis el mayor servicio que puede hacerse a una reina, y que en el día de la prosperidad mis hijos y yo bendeciríamos al que nos entregase esa cruz y esa placa.
—Señora —dijo Winter—, V. M. será servida por un hombre absolutamente adicto a sus intereses; voy a depositar en lugar seguro estas prendas, que no aceptaría si aún tuviera los recursos de mi antigua fortuna; pero mis bienes están confiscados, gastado mi caudal, y he llegado también al extremo de convertir en dinero cuanto poseo. Dentro de una hora pasaré a casa del conde de la Fère y mañana tendrá V. M. respuesta definitiva.
Presentó la reina su mano a lord Winter, el cual la besó respetuosamente, y mirando a su hija, le dijo:
—Milord, teníais que dar a esta niña una cosa de parte de su padre. Winter quedóse parado sin comprender a la reina.
Acercóse entonces la joven Enriqueta sonriéndose y ruborizándose y presentó la frente al caballero.
—Manifestad a mi padre —le dijo—, que rey o fugitivo, vencido o vencedor, poderoso o pobre, tiene en mí la hija más amante y más sumisa.
—No lo ignoro, señora —respondió Winter, tocando con sus labios la frente de la joven.
Hecho esto atravesó sin que nadie le mostrase el camino, aquellos vastos aposentos desiertos y oscuros, enjugándose las lágrimas que, no obstante lo mucho que habían secado su corazón cincuenta años de vida cortesana, le arrancaba el aspecto de aquel regio infortunio, con tanta dignidad soportado.
Esperaba a lord Winter en la calle su lacayo con su caballo; montó rápidamente y se encaminó a su habitación, pensativo y mirando atrás de vez en cuando, para contemplar la negra fachada del Louvre. En uno de estos movimientos vio a un caballero destacarse, por decirlo así, de la pared, y seguirle a alguna distancia, y recordó haber visto una sombra igual al salir del Palacio Real.
El lacayo de lord Winter, que le seguía a pocos pasos, observaba también inquietante a aquel caballero.
—Tomy —dijo Winter, haciéndole una seña para que se acercara.
—Aquí estoy, milord.
Y el criado colocóse al lado de su amo.
—¿Habéis reparado en este hombre?
—Sí, milord.
—¿Quién es?
—No lo sé: viene detrás de vuestra gracia desde el Palacio Real, se paró en el Louvre esperándoos y desde allí nos ha seguido.
—Será algún espía del cardenal —pensó Winter—; simularé que no reparo en él.
Y picando espuelas, entró en el laberinto de calles que conducían a su casa, situada en el Marais; pues como lord Winter había vivido en la Plaza Real, al regresar a París quiso alojarse en aquel barrio, que le era más conocido.
El desconocido puso su caballo al galope.
Apeóse Winter al llegar a la fonda y subió a su habitación proponiéndose hacer que vigilasen al espía; pero al dejar los guantes y el sombrero sobre una mesa, vio retratada en el espejo que tenía delante, una figura que se apareció en el umbral de la puerta.
Volvió la cabeza y divisó a Mordaunt.
Púsose pálido Winter, permaneciendo de pie e inmóvil; Mordaunt permaneció en la puerta, frío y terrible como la estatua del comendador.
Reinó un momento de silencio glacial entre aquellos dos hombres.
—Caballero —dijo Winter—, me parecía haberos dado ya a entender que me cansa vuestra persecución; idos, pues, o llamaré gente para que os eche como en Londres. No soy tío vuestro, no os conozco.