Concluidas las cartas, puso cada cual dos sobres a la suya, de modo que nadie pudiese leer el nombre de la persona a quien iba dirigida sin romper el primero, y en seguida se acercaron uno a otro enseñándose recíprocamente su carta y sonriéndose.
—Si me sucede alguna desgracia… —dijo Bragelonne.
—Si me matan… dijo Guiche.
—No tengáis cuidado —dijeron los dos a un tiempo.
Abrazáronse después como hermanos, se embozaron en sus capas, y se durmieron con el tranquilo sueño infantil de las aves, los niños y las flores.
No hubo en la segunda entrevista de los ex mosqueteros la solemnidad y zozobra de la primera. Con su constante superioridad de raciocinio había calculado Athos que una mesa debía ser el centro más pronto y completo de reunión, y en tanto que sus amigos, temiendo su sobriedad y respetando su posición, no se atrevían a hablarle de aquellas comilonas de antaño celebradas ya en la
Manzana del Pino
, ya en el Parpaillot, se anticipó él a proponerles una cita en derredor de una buena mesa, en la cual pudiese cada cual abandonarse sin restricción a su carácter y a sus hábitos, abandono que había conservado la gran armonía a que debieran en otro tiempo el nombre de inseparables.
La proposición agradó a todos, y especialmente a D’Artagnan, el cual deseaba ver reproducirse la alegría y el buen sabor de las conversaciones de su juventud, pues hacía mucho tiempo que su agudo y festivo ingenio no tenía terreno en que ejercitarse y sólo tenía un pasto vil, como él mismo decía. Porthos aceptaba con placer aquella ocasión de estudiar en Athos y Aramis el tono y los modales de la alta sociedad, para utilizarse de sus observaciones cuando fuese nombrado barón. Aramis deseaba adquirir noticias del Palacio Real por medio de D’Artagnan y Porthos, y conservar la amistad de personas que con tanto valor y prontitud desenvainaban antiguamente la espada para defenderle en sus luchas.
Athos era el único que nada esperaba recibir de los demás y que obedecía sólo a un impulso de sencilla grandeza y de pura amistad. Convinieron en darse las señas positivas del sitio en que pudieran ser hallados, y en que se celebrase la reunión, siempre que cualquier asociado lo necesitara, en casa de un célebre fondista de la calle de Monnaie, cuyo establecimiento era conocido con el nombre de la
Ermita
. Señalóse para la primera reunión el miércoles siguiente a las ocho de la noche.
A la hora convenida llegaron puntualmente los cuatro amigos al sitio de la cita, cada uno por su lado. Porthos había ido a probar un caballo, D’Artagnan volvía del Louvre, Aramis había tenido que visitar a una de sus penitentes del barrio, y Athos, que tenía su domicilio en la calle de Guenegaud, estaba a dos pasos de la fonda. Quedáronse, pues, sorprendidos de hallarse a la puerta de la Ermita, desembocando Athos por el Puente Nuevo, Portos por la calle de Roule, D’Artagnan por la de Fossés-Saint-Germain-l’Auxerrois, y Aramis por la de Bethisy.
Las primeras palabras que se cruzaron los cuatro amigos fueron algo forzadas, justamente por la afectación que emplearon en sus demostraciones de amistad y la misma comida empezó con alguna etiqueta. Veíase que D’Artagnan hacía esfuerzos para reírse, Athos para beber, Aramis para contar y Porthos para callarse, hasta que observando el conde de la Fère la violencia que todos se hacían, dispuso para acabarla que trajesen los mozos cuatro botellas de vino de Champagne.
Al oír esta orden dada con la habitual calma de Athos, desarrugóse el semblante del gascón y se animó el de Porthos.
Aramis se admiró, porque sabía que no sólo no bebía Athos, sino que el vino le inspiraba cierta repugnancia.
Creció de punto su extrañeza cuando vio al conde llenar un vaso y bebérselo con su antiguo entusiasmo. D’Artagnan le imitó; Porthos y Aramis trincaron, y en pocos instantes desaparecieron las cuatro botellas. Parecía que los comensales deseaban olvidar a toda costa sus dobles pensamientos.
Tan excelente específico disipó en un instante hasta la menor sombra que podía quedar en el fondo de sus almas. Los cuatro amigos se pusieron a hablar en voz alta sin esperar a que acabase uno para empezar otro y tomaron su postura favorita en la mesa. ¡Cosa rara! Aramis se desabrochó dos herretes de la ropilla. Al ver esto Porthos, desató todos los suyos.
Hicieron los primeros gastos de la conversación las batallas, las caminatas y los golpes dados y recibidos. Pasóse después a las sordas luchas sostenidas contra el que entonces merecía de su boca el nombre de gran cardenal.
—¡Diantre! —dijo Aramis riéndose—. Basta de elogios a los muertos, maldigamos un poco de los vivos. Quisiera murmurar algo de Mazarino. ¿Se me concede?
—¡Siempre! —dijo D’Artagnan soltando la carcajada—. ¡Siempre! ¡Decid lo que gustéis y contad con mis aplausos si es bueno!
—Un gran príncipe —dijo Aramis—, cuya alianza solicita Mazarino, fue invitado por éste a que le remitiese una lista de las condiciones mediante las cuales le haría el honor de transigir con él. El príncipe, que sentía cierta repugnancia en entrar en tratos con semejante bribón, hizo la lista y se la envió. En ella había tres condiciones que no gustaban mucho a Mazarino y éste propuso al príncipe que renunciase a ellas por diez mil escudos.
—¡Ja, ja, ja! —interrumpieron los tres amigos—. Barato era, no tendría miedo de que le cogiera la palabra. ¿Y qué hizo el príncipe?
—El príncipe envió inmediatamente cincuenta mil libras a Mazarino, suplicándole que no le volviese a escribir, y ofreciéndole veinte mil libras más si se obligaba a no dirigirle la palabra en su vida.
—¿Qué hizo Mazarino?
—¿Se incomodó? —preguntó Athos.
—¿Mandó apalear al mensajero? —preguntó Porthos.
—¿Aceptó la suma?
—Lo habéis acertado, D’Artagnan —dijo Aramis.
Todos rompieron a reír tan fuertemente, que el posadero subió a preguntar si necesitaban algo. Creyó que estaban batiéndose.
Al fin cesaron las carcajadas.
—¿Se puede dar una carga al señor de Beaufort? —preguntó D’Artagnan—. Lo haré con mucho gusto.
—Hablad —dijo Aramis que conocía a fondo al agudo gascón que no retrocedía ni un paso en ningún terreno.
—¿Y vos qué decís, Athos? —preguntó D’Artagnan.
—Que si el lance es gracioso nos reiremos —contestó Athos.
—Empiezo —dijo D’Artagnan—: hablando un día el señor de Beaufort con un amigo del príncipe de Condé, le dijo que cuando ocurrieron las primeras desavenencias entre Mazarino y el Parlamento, tuvo cierto día una cuestión con el señor de Chavigny y que viéndole al servicio del nuevo cardenal, cuando tan adicto había sido al antiguo, le zurró de lo lindo. Este amigo no ignoraba que el señor de Beaufort tenía las manos muy ligeras, y sin extrañar el lance, corrió a contárselo al príncipe. Divulgóse el asunto: Chavigny cayó en gran descrédito e intentó averiguar la causa. Muchos vacilaron en decírsela, pero al fin uno se atrevió a manifestarle que a todos había sorprendido el saber que se hubiese dejado zurrar por el señor de Beaufort, por más que fuera de sangre real.
«—¿Y quién ha dicho que el príncipe me ha puesto la mano? —preguntó Chavigny.
»—Él mismo —respondió su amigo.
»A fuerza de indagaciones diose con la persona que había divulgado la noticia, y aseguró por su honor que el príncipe se lo había dicho.
»Desesperado Chavigny con tal calumnia, que no comprendía, declaró a sus amigos que prefería morir a tolerar tal injuria. En consecuencia envió dos testigos al príncipe con encargo de preguntarle si era verdad que había dicho lo que se le atribuía.
»—Lo he dicho y lo repito —contestó el príncipe—, porque es la verdad.
»—Señor —dijo entonces uno de los padrinos de Chavigny—, permítame V. A. que le diga que los golpes que se dan a un caballero degradan tanto al que los da como al que los recibe. El rey Luis XIII no quería ayudas de cámara ilustres, por tener el derecho de castigarles.
»—Poco a poco —dijo el señor de Beaufort con gran asombro—; ¿quién ha recibido golpes? ¿Quién habla de darlos?
»—Vos, señor, que suponéis haber pegado…
»—¿A quién?
»—Al señor de Chavigny.
»—¿Yo?
»—¿No habéis
zurrado
a Chavigny como decís?
»—Sí.
»—Pero él lo niega.
»—Buena es ésa; tan cierto es que le
zurré
, que voy a repetir mis propias palabras —dijo el duque de Beaufort con majestad—; “Apreciable Chavigny, sois digno de vituperio por auxiliar a un pícaro como Mazarino.”
»—¡Ah, señor! —exclamó el segundo—. Ya entiendo, quisisteis decir
aburrir
.
»—¿Qué más da
zurrar
que
aburrir
? Todo es lo mismo. Vaya que nuestros gramáticos son pedantes como ellos solos».
Gran risa produjo este error filológico del señor de Beaufort, cuyos
quid pro quos
iban haciéndose proverbiales; quedó decidido que estando desterrado para siempre el espíritu de partido de aquellas amistosas reuniones, D’Artagnan y Porthos podrían burlarse de los príncipes, y Athos y Aramis
zurrar
a Mazarino.
—Por mi honor que tenéis razón en quererle mal —dijo D’Artagnan a sus dos amigos—, porque él no os tiene tampoco gran cariño.
—¡Bah! ¿De veras? —dijo Athos—. Si supiese que ese bribón me conocía por mi nombre, sería capaz de
desbautizarme
para que no creyesen que le conocía yo.
—No os conoce por vuestro nombre; pero sí por vuestros hechos: sabe que a la fuga del señor Beaufort contribuyeron muy eficazmente dos caballeros a quienes anda buscando con la mayor actividad.
—¿Y a quién ha dado la comisión?
—A mí.
—¿A vos?
—Sí, esta misma mañana me mandó llamar para conocer si había descubierto algo.
—¿Acerca de ellos?
—Sí.
—¿Y qué le contestasteis?
—Que aún no, pero que iba a comer con dos personas que acaso me darían informes.
—¿Eso dijisteis? —preguntó Porthos animando su ancho rostro con una risa franca y estrepitosa—. ¡Bravo! ¿No sentís miedo, Athos?
—No: no temo la persecución de Mazarino.
—¿Vos? —dijo Aramis—. Primero es saber si teméis algo.
—Cierto es que nada, al menos por la presente.
—¿Y por lo pasado? —dijo Porthos.
—Eso es otra cosa —dijo Athos con un suspiro—, por lo pasado y también por lo futuro.
—¿Teméis que le pase algo a Raúl? —preguntó Aramis.
—¡Bah! —dijo D’Artagnan—. Nadie muere en la primera acción.
—Ni en la segunda —agregó Aramis.
—Ni en la tercera —dijo Porthos—. Y cuando le matan a uno, resucita; aquí estamos nosotros para probarlo.
—No —dijo Athos—, tampoco es Raúl el que me produce inquietud, porque espero que se porte como un caballero, y si muere… morirá con valor. Pero si tal desgracia le sucediera…
Athos pasó la mano por su frente.
—¿Qué? —preguntó Aramis.
—La aceptaría como una expiación.
—Ya, ya —dijo D’Artagnan—, entiendo lo que queréis decir.
—Yo también —dijo Aramis—, pero no hay que pensar en eso, Athos; lo pasado, pasado.
—No entiendo —dijo Porthos.
—Lo de Armentieres —le dijo D’Artagnan.
—¿Lo de Armentieres?
—Milady…
—¡Ah! Sí —dijo Porthos—; verdad es, ya se me había olvidado. Athos dirigióle una penetrante mirada, y preguntó:
—¿Con que lo habéis olvidado, Porthos?
—¡Cuánto tiempo hace! —contestó éste.
—¿Y no pesa aquel acto sobre vuestra conciencia?
—No —dijo Porthos.
—¿Y vos, Aramis?
—Yo pienso en ello de vez en cuando, como en uno de los casos de conciencia que más se prestan a la discusión.
—¿Y vos, D’Artagnan?
—Yo conozco que cuando fijo mis pensamientos en aquella época, sólo me acuerdo del yerto cuerpo de la pobre señora Bonacieux. Sí, sí —murmuró—, muchas veces he llorado a la víctima, pero jamás me ha causado remordimientos la que la asesinó.
Athos movió la cabeza con aire de duda.
—Haceos cargo —le dijo Aramis—, de que si admitís la justicia divina y su participación en las cosas de este mundo, aquella mujer fue castigada por voluntad de Dios, y nosotros fuimos sólo sus instrumentos.
—Pero ¿y el libre albedrío, Aramis?
—¿Qué hace un juez? También tiene libre albedrío y condena sin compasión. ¿Qué hace un verdugo? Es dueño de su brazo y hiere sin remordimiento.
—¡Un verdugo!… —murmuró Athos.
—Sé que es cosa horrible —dijo D’Artagnan—, pero cuando pienso en que hemos matado a tantos ingleses, rocheleses, españoles, y hasta franceses, sin que nos hubieran hecho más daño que apuntarnos y no acertarnos; sin más culpa que cruzar su acero con el nuestro y no dar un quite a tiempo, me perdono por mi parte la muerte de aquella mujer.
—Ahora que me lo habéis recordado, Athos, estoy viendo la escena como si me hallara en ella; Milady estaba ahí, donde vos (Athos púsose pálido), y yo donde está D’Artagnan. Llevaba yo una espada que cortaba un pelo en el aire; ya os acordaréis, Aramis, porque siempre la llamabais Balizarda; pues, bien, a los tres os aseguro que si no hubiera estado allí el verdugo de Béthune… ¿de Béthune?… sí, de Béthune… hubiera yo mismo cortado la cabeza a aquella infame de un solo tajo, o de dos en caso necesario. Era una mujer excesivamente malvada.
—Además —dijo Aramis con el tono de indolente filosofía que adquiriera desde su entrada en la iglesia, y en el cual había más ateísmo que esperanza en Dios—, ¿de qué sirve pensar en eso? Lo que hicimos, hecho está. En la hora crítica nos confesaremos de esa acción y Dios sabrá mejor que nosotros si es un crimen, un error, o una acción laudable. Me diréis que si me arrepiento. ¡No a fe! Juro por mi honor y una cruz, que sólo me arrepiento porque era mujer.
—Lo bueno que hay —dijo D’Artagnan—, es que de todo lo pasado no queda el menor vestigio.
—Tenía un hijo —contestó Athos.
—Es verdad —dijo D’Artagnan—, ya me habéis hablado de él. Pero ¿quién sabe adónde habrá ido a parar? Muerta la serpiente, muertos sus hijos. ¿Creéis que su tío Winter le haya criado? Habrá condenado al hijo como condenó a la madre.
—Entonces, desdichado de él, porque el niño nada había hecho.
—El chico se habrá muerto ¡voto al diablo! —dijo Porthos—. Hay tanta niebla en ese maldito país, como dice D’Artagnan…