—Tío —replicó Mordaunt con voz ronca y burlona—, estáis equivocado; no me despediréis esta vez como en Londres, porque no os atreveréis a ello. Y en cuanto a negar que soy sobrino vuestro, lo miraréis mucho antes de hacerlo, porque ahora sé algunas cosas que ignoraba hace un año.
—¿Qué me importa lo que sepáis? —dijo Winter.
—¡Oh! Vaya si os interesa, tío; no diréis eso dentro de poco —añadió con una sonrisa que hizo estremecer a su interlocutor—. La primera vez que me presenté en vuestra casa de Londres fue para interrogares qué había sido de mis bienes; la segunda por saber por qué se había mancillado mi nombre. Ahora me presento a vos para haceros una pregunta mucho más terrible, para deciros, como Dios dijo al primer criminal: «Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?». Milord, ¿qué habéis hecho de vuestra hermana, de vuestra hermana que era mi madre?
Sus aterradoras miradas hicieron retroceder a Winter.
—¿De vuestra madre?
—Sí, de mi madre, milord —respondió el joven, moviendo la cabeza de arriba abajo.
Hizo Winter un esfuerzo violento, y desentrañando de sus antiguos recuerdos todo su odio, dijo:
—Averiguad lo que ha sido de ella, infeliz y preguntádselo al infierno, tal vez os conteste.
Penetró entonces el joven en el aposento hasta ponerse al frente de Winter.
—Se lo he preguntado al verdugo de Béthune —dijo con voz sorda y rostro lívido de pena y de cólera—, y el verdugo de Béthune me ha contestado.
Winter se dejó caer sobre una silla como herido de un rayo y procuró en vano responder.
—Sí, eso es —prosiguió Mordaunt—, con esa palabra se explica todo; con esa llave se abre el abismo. ¡Mi madre había heredado cuantiosos bienes de su marido, y habéis asesinado a mi madre! Mi nombre me hacía dueño de la sucesión paterna, y me habéis degradado de mi nombre, despojándome después de mi herencia. Ya no me causa extrañeza que no me reconozcáis, ya no me extraña que os neguéis a reconocerme. No está bien que el detentador llame sobrino a la persona empobrecida por él: que el criminal se lo llame al que por él es huérfano.
Estas palabras produjeron el efecto contrario al que esperaba Mordaunt; Winter recordó los monstruosos crímenes cometidos por Milady y levantóse tranquilo y grave, conteniendo con una severa mirada la exaltación de las del joven.
—¿Deseáis, pues, penetrar ese horrible secreto, caballero? Sea así. Sabréis quién era la mujer de quien me venís ahora a pedir cuenta: esa mujer, según todas las apariencias, envenenó a mi hermano, y para ser mi heredera intentó también asesinarme. Tengo pruebas. ¿Qué decís de esto?
—¡Que era mi madre!
—Hizo su instrumento a un hombre que hasta entonces había sido justo, bueno y puro, para dar de puñaladas al desgraciado duque de Buckingham. También tengo pruebas. ¿Qué decís a esto?
—¡Era mi madre!
—De vuelta a Francia envenenó en el convento de Agustinas de Béthune a una joven que amaba a uno de sus enemigos. ¿Os persuadirá este crimen de la justicia del castigo? Tengo pruebas de él.
—¡Era mi madre! —dijo otra vez el joven, que había dado a estas tres exclamaciones una entonación progresiva.
—Agobiada, en fin, de crímenes, viciosa, aborrecida de todos y amenazadora todavía como una pantera sedienta de sangre, sucumbió a manos de hombres, a quienes había colmado de desesperación, sin que ellos le hubiesen ocasionado el menor daño; encontró jueces evocados por sus repugnantes atentados, y ese verdugo que os ha visto y os lo ha referido todo, según decís, ese verdugo debe haberos dicho, si es así, que sintió un impulso de alegría al vengar en ella el baldón y el suicidio de su hermano. Hija perversa, esposa adúltera, hermana desnaturalizada, homicida, envenenadora, execrable a cuantas personas la conocieron, a cuantas naciones la recibieron en su seno, acabó maldita del cielo y de la tierra; ahí tenéis lo que era esa mujer.
Desgarró la garganta de Mordaunt un sollozo más fuerte que su voluntad, agolpóse la sangre en su lívido semblante, crispáronse sus puños, y bañado en sudor, con los cabellos erizados como Hamlet, devorado por las furias, exclamó:
—¡Callad, caballero! ¡Era mi madre! No conozco sus desórdenes, ni sus vicios, ni sus crímenes. Pero lo que sé es que yo tenía una madre y que cinco hombres conjurados contra una mujer, la asesinaron en medio de la soledad de la noche como unos cobardes; lo que sé es que vos erais uno de ellos, vos, mi tío; y que dijisteis como los otros, y más alto que ellos:
es preciso que muera.
Ahora bien; os lo prevengo, y oíd con atención mis palabras, para que se graben bien en vuestra memoria y nunca las olvidéis. De aquel asesinato que me ha privado de todo; de aquel asesinato que me ha dejado sin nombre, que me ha empobrecido, que me ha hecho infame, perverso, implacable, os pediré cuenta a vos primero, luego, cuando los conozca, a vuestros cómplices.
Respirando ira sus ojos, con la boca espumante y los puños crispados, había dado Mordaunt un paso más, un paso terrible y amenazador hacia Winter.
Llevó éste la mano a su acero, y dijo con la sonrisa del hombre acostumbrado a jugar con la muerte por espacio de treinta años.
—¿Queréis asesinarme, caballero? Entonces os reconoceré por sobrino, por digno hijo de tal madre.
—No —repuso Mordaunt violentando todas las fibras de su rostro, todos los músculos de su cuerpo para que volviesen a su natural posición—: no, no os mataré, a lo menos en este instante, porque muerto vos, no podría descubrir a los demás. Pero temblad cuando llegue a conocerlos; he dado de puñaladas al verdugo de Béthune, le he dado de puñaladas sin compasión, y eso que era el menos culpable de todos.
Dichas estas palabras, desapareció el joven y bajó las gradas bastante despacio para no llamar la atención, pasando en el último tramo por delante de Tomy, el cual estaba recostado en la barandilla sin aguardar más que una voz de su amo para subir a su lado.
Pero Winter no llamó; anonado, desfallecido, permaneció de pie, escuchando atentamente, y sólo cuando oyó los pasos del caballo que se alejaba, dejóse caer sobre una silla, diciendo:
—¡Gracias, Dios mío! ¡Permitid que no descubra a mis amigos!
En tanto que pasaba en casa de lord de Winter la espantosa escena que dejamos referida, Athos, sentado junto al balcón de su cuarto, con el codo apoyado en una mesa y la cabeza en la palma de la mano, escuchaba y contemplaba a Raúl, que le refería las aventuras de su viaje y los detalles de la batalla.
El hermoso y noble semblante del caballero revelaba un indecible gozo al oír la narración de aquellas primeras emociones tan frescas y puras, y sus oídos aspiraban como una música armoniosa los sonidos de aquella voz juvenil que con tanta pasión expresaba tan bellos sentimientos.
Habían desaparecido de su mente todas las sombras de lo pasado, todas las nubes del porvenir. Parecía que con la llegada de su querido protegido sus mismos temores se habían convertido en esperanzas: Athos era feliz como nunca.
—¿Y habéis concurrido y tomado parte en esa gran batalla, Bragelonne? —decía el ex mosquetero.
—Sí, señor.
—¿Decís que ha sido empeñada la acción?
—El señor príncipe de Condé cargó once veces en persona.
—Es un buen guerrero, Bragelonne.
—Un héroe. Ni un solo instante le perdí de vista. ¡Oh! ¡Cuán hermoso es llamarse Condé y sostener así el lustre de su nombre!
—Tranquilo y brillante, ¿no es cierto?
—Tranquilo como una parada, brillante como en una fiesta; nos acercamos al enemigo a paso regular; teníamos orden de no tirar los primeros, y marchábamos hacia los españoles, que permanecían en una altura con los mosquetes preparados. A unos treinta pasos se volvió el príncipe a los soldados, y dijo: «Muchachos, vais a sufrir una descarga furiosa, conservaos serenos». Reinaba un silencio tan profundo, que amigos y enemigos, oyeron estas palabras. Después levantó la espada, y dijo: «Toquen las cornetas».
—¡Bien, bien! En semejante caso haríais lo mismo, ¿no es cierto, Raúl?
—Lo dudo, señor conde, porque aquello me pareció muy sublime. A los veinte pasos vimos bajarse todos los mosquetes como una línea brillante, porque el sol se reflejaba en los cañones. Adelante, muchachos, adelante, dijo el príncipe; éste es el momento.
—¿Tuvisteis miedo, Raúl? —preguntó el conde.
—Sí, señor —respondió ingenuamente el joven—, me dio como un gran frío en el corazón; y a la voz de fuego que sonó en español en las filas enemigas, cerré los ojos y pensé en vos.
—¿Es cierto, Raúl? —dijo Athos apretándole la mano.
—Sí, señor. En el mismo instante sonó una detonación tal, que parecía que reventaba el infierno; y los que no murieron sintieron el calor de las llamas. Abrí los ojos, admirado de que no me hubieran muerto o herido; la tercera parte del escuadrón estaba tendida en tierra, mutilada y bañada en sangre. En aquel momento encontráronse mis miradas con las del príncipe; no pensé en más que en que me veía, y arrimando las espuelas a mi caballo me metí por medio de las filas enemigas.
—¿Y quedó satisfecho el príncipe de vos?
—Así me lo dijo al menos al encargarme que acompañase a París al señor de Chatillon, que ha venido a traer la noticia a la reina y a conducir las banderas conquistadas. «Marchad, me dijo el príncipe; el enemigo tardará quince días en rehacerse. En ese intermedio no os necesito. Dad un abrazo a cuantas personas os quieren por allá, y decid a mi hermana de Longueville que le doy las gracias por el obsequio que en vos me ha hecho». Y he venido, señor conde —añadió Raúl mirándole con una sonrisa de profundo amor—, pareciéndome que tendríais gusto de verme.
Athos cogió de un brazo al joven y le besó en la frente.
—Ya estáis en camino, Raúl —le dijo—; sois amigo de duques, tenéis por padrino a un mariscal de Francia, a un príncipe por capitán, y en este mismo día os han recibido dos reinas: esto para un principiante es magnífico.
—¡Ah! —dijo Raúl interrumpiéndole—. Ahora me acuerdo de una cosa que se me había olvidado entretenido en referiros mis hechos de armas: en el cuarto de su majestad la reina de Inglaterra había un caballero que cuando me oyó pronunciar vuestro nombre dio un grito de sorpresa y alegría; dice que es amigo vuestro, pidióme las señas de esta casa, y va a venir a visitaros.
—¿Cómo se llama?
—No me he atrevido a interrogárselo: pero aunque habla bien el francés, por su acento parece inglés.
—¡Ah! —exclamó Athos.
Y bajó la cabeza como para reunir sus recuerdos. Al levantarla divisó en la puerta a un hombre que le miraba enternecido.
—¡Lord de Winter! —exclamó el conde.
—¡Athos!
Permanecieron abrazados un instante, al cabo del cual, Athos dijo al recién llegado mirándole y cogiéndole las manos:
—¿Qué tenéis, milord? Parece que estáis tan triste como yo alegre.
—Sí, amigo; y añadiré que el veros aumenta los motivos de mi tristeza.
Y Winter miró alrededor suyo, dando a entender que deseaba estar solo. Conoció Raúl que los dos amigos tenían que hablar, y se fue sin afectación.
—Ahora que estamos solos hablemos de vos —dijo Athos.
—Ahora que estamos solos hablemos de nosotros —respondió lord de Winter—. Está aquí…
—¿Quién?
—El hijo de Milady.
Al oír otra vez aquel nombre, que le perseguía como un eco falta, Athos vaciló un momento, frunció ligeramente las cejas y dijo por fin con tranquilidad:
—No lo ignoraba.
—¿Lo sabíais?
—Sí. Grimaud le encontró entre Béthune y Arras y volvió a escape para avisarme —dijo Athos.
—¿Le conocía Grimaud?
—No, pero asistió en su lecho de muerte a un hombre que le conocía.
—¡Al verdugo de Béthune! —exclamó Winter.
—¿Tenéis noticia de ello? —preguntó Athos con extrañeza.
—Acaba de separarse de mí —contestó Winter—, y me lo ha dicho todo. ¡Ay, amigo mío! ¡Qué escena tan horrible! ¿Por qué no ahogamos al hijo con la madre?
Athos, como todas las personas de natural noble, no comunicaba a los demás las impresiones penosas que recibía; antes al contrario, las absorbía en sí mismo y devolvía en cambio esperanzas y consuelos. Parecía que sus dolores personales salían de su corazón transformados para los demás en alegrías.
—¿Qué tenéis? —dijo recobrándose por medio del raciocinio, del terror que al principio había sentido—. ¿No estamos aquí para defendernos? ¿Se ha hecho quizás ese joven asesino de profesión y a sangre fría? Puede haber muerto al verdugo de Béthune en un momento de cólera, pero ya está saciado su furor.
Winter sonrió tristemente y movió la cabeza diciendo:
—¿Ya habéis olvidado lo que es esa sangre?
—¡Bah! —respondió Athos haciendo por sonreír a su vez—. Habrá perdido su ferocidad en la segunda generación. Por otra parte, amigo mío, ya ha dispuesto la Providencia que estemos avisados. No podemos hacer otra cosa que esperar. Esperemos. Entretanto, hablemos de vos como al principio os propuse. ¿A qué habéis venido a París?
—A despachar algunos asuntos importantes que os comunicaré más tarde. Pero ¿sabéis lo que me han dicho delante de S. M. la reina de Inglaterra? Que M. D’Artagnan es cardenalista. Perdonad mi franqueza, amigo mío; no odio al cardenal ni vitupero su conducta; vuestra opinión será siempre sagrada para mí: ¿sois partidario suyo?
—D’Artagnan pertenece al ejército —dijo Athos—; es soldado y está sumiso al poder constituido. Además no es rico, y necesita de su empleo para vivir. Los millonarios como vos, milord, son muy escasos en Francia.
—¡Ah! —interrumpió Winter—. Soy tan pobre como él o quizá más. Pero volvamos a vos.
—Pues bien, ¿queréis saber si soy cardenalista? No, y mil veces no. Perdonad también mi franqueza.
Winter levantóse y se arrojó en brazos de Athos.
—Gracias, conde, gracias por esa feliz noticia. Me rejuvenecéis, me llenáis de contento. ¿Conque no sois cardenalista? ¡No podía ser de otro modo! Permitidme otra pregunta: ¿sois libre?
—¿Qué entendéis por ser libre?
—Quiero decir si no estáis casado.
—¡Oh! ¡Lo que es eso, no! —dijo Athos sonriendo.
—Como he visto a ese joven tan apuesto.
—Cierto: le recogí y le he dado educación: no conoce a sus padres.
—Perfectamente: siempre sois el mismo, Athos; franco y generoso.