—Bien —respondió el príncipe—, mañana me la daréis. Aquí viene el prisionero, pensemos en lo más urgente.
El prisionero, que efectivamente llegó en aquel instante, era uno de esos condottieri que todavía en aquella época vendían su sangre al que quería comprarla, avezados desde su juventud al engaño y a la rapiña. No había pronunciado ni una sola palabra desde el momento de su captura, de suerte que todos ignoraban a qué nación pertenecía. El príncipe le miró con desconfianza.
—¿De qué nación eres? —le preguntó.
El prisionero contestó algunas palabras en idioma extranjero.
—¡Cáscaras! ¡Parece que es español! ¿Habláis español, Grammont?
—Casi nada, señor.
—Y yo nada, absolutamente —dijo el príncipe riendo—. Señores —añadió dirigiéndose a la comitiva—, ¿hay alguno que sepa español y quiera servirme de intérprete?
—Yo, señor —dijo Raúl.
—¡Ah! ¿Conque habláis español?
—Lo bastante, según creo, para servir a V. A. en este momento.
Durante esta conversación el prisionero permanecía enteramente impasible, como si no comprendiera de qué se hablaba.
—Monseñor quiere saber de qué nación sois —dijo Raúl en correcto castellano.
—Ich bincin Deutcher
—respondió el prisionero.
—¿Qué diantre dice? —preguntó el príncipe—. ¿Qué galimatías es ése?
—Dice que es alemán, señor —respondió Raúl—; pero lo dudo, porque tiene mal acento y pronunciación defectuosa.
—¿También habláis alemán? —preguntó el príncipe.
—Sí, señor.
—¿Lo bastante para interrogarle en ese idioma?
—Sí, señor.
—Pues hacedlo.
Comenzó Raúl su interrogatorio, pero los hechos confirmaron su parecer. El prisionero no entendía o aparentaba no entender lo que preguntaba el vizconde, y Raúl, por su parte, comprendía mal sus respuestas, mezcladas de palabras flamencas y alsacianas.
Sin embargo, en medio de todos los esfuerzos del prisionero a fin de eludir un interrogatorio en regla, reconoció Raúl el acento natural de aquel hombre.
—
Non siete espagnuolo
—le dijo—;
non siete tedesco, siete italiano.
El prisionero hizo un movimiento involuntario y mordióse los labios.
—¡Ah! Eso lo entiendo perfectamente —dijo el príncipe—, y ya que es italiano voy a continuar el interrogatorio. Gracias, vizconde —prosiguió—, desde ahora sois mi intérprete particular.
Pero tan poco dispuesto estaba el prisionero a contestar en italiano como en los demás idiomas. Únicamente pretendía eludir las respuestas, y declaraba que no sabía ni el número de adversarios, ni los nombres de sus jefes, ni la causa de la marcha del ejército.
—Está bien —dijo el príncipe comprendiendo los motivos de aquella ignorancia—; ese hombre fue sorprendido robando y asesinando, con hablar hubiera podido salvar la vida, pero ya que no quiere, llevadlo y que lo pasen por las armas.
Se puso pálido el prisionero, y los soldados que le escoltaban le cogieron cada uno por un brazo y le condujeron hacia la puerta, mientras el príncipe se volvía hacia el mariscal de Grammont, como si ya hubiera olvidado su orden.
Al llegar al umbral de la puerta se detuvo el prisionero, pero los soldados, fieles a su consigna, quisieron obligarle a seguir adelante.
—Un momento —dijo el prisionero en francés—; estoy pronto a hablar.
—Hola —dijo el príncipe riéndose—, ya sabía yo que iríamos á parar a esto. Tengo un gran específico para devolver el habla a los mudos: no lo olvidéis, jóvenes, si alguna vez tenéis mando.
—Pero con condición —prosiguió el prisionero— de que me jure V. A. perdonarme la vida.
—Por mi honor de caballero —dijo el príncipe.
—Interrogad, señor.
—¿Por dónde ha pasado el enemigo el Lys? Entre Saint-Venant y Aire.
—¿Quién lo dirige?
—El conde de Fuensaldaña, el general Beck y el archiduque en persona.
—¿Qué fuerza tiene?
—Dieciocho mil hombres y treinta y seis cañones.
—¿A dónde va?
—A Lens.
—¿Lo veis, señores? —dijo el príncipe mirando con aire de triunfo al mariscal de Grammont y a los demás oficiales.
—Sí, señor —dijo el mariscal—, habéis adivinado cuanto estaba al alcance de los hombres.
—Llamad a Le-Plesis, a Beliere, a Villequier, y a Erlac —dijo el príncipe—, llamad a todas las tropas de la parte de Lys y que estén prontas a marchar esta noche; mañana, según todas las probabilidades, atacaremos al enemigo.
—Pero, señor —dijo el mariscal de Grammont—, tened presente que aunque reunamos toda la gente disponible, apenas podremos juntar trece mil hombres.
—Señor mariscal —dijo el príncipe—; los pequeños ejércitos son los que ganan las grandes batallas.
Y volviéndose al prisionero, prosiguió:
—Que se lleven a este hombre y le pongan centinelas de vista: su vida está pendiente de las noticias que ha dado. Si son exactas quedará en libertad, y si son falsas será fusilado.
El prisionero fue conducido fuera de la habitación.
—Conde de Guiche —repuso el príncipe—, hace tiempo que no veíais a vuestro padre; quedaos con él. Vos —continuó dirigiéndose a Raúl—, seguidme si no estáis muy cansado.
—Hasta el fin del mundo, señor —exclamó Raúl animado de un singular entusiasmo por aquel joven general que le parecía tan digno de su fama.
Sonrióse el príncipe, pues si despreciaba a los aduladores, estimaba mucho a los entusiastas.
—Bien, caballero —le dijo—; acabamos de conocer que sois prudente en el consejo; mañana sabremos cómo os portáis en la batalla.
—¿Y yo qué debo hacer, señor? —dijo el mariscal.
—Quedaos para recibir las tropas; yo volveré a recogerlas y os enviaré un correo para que me las llevéis. Me bastan para escolta veinte guardias bien montados.
—Poco es —dijo el mariscal.
—Lo suficiente —respondió el príncipe—. ¿Es bueno vuestro caballo, Bragelonne?
—Me lo mataron esta mañana, monseñor, y monto provisionalmente el de mi lacayo.
—Elegid en mis caballerizas el que más os convenga. No tengáis escrúpulo. Tomad el que os parezca mejor. Tal vez lo necesitéis esta noche, y si no mañana, de seguro.
No esperó Raúl a que le repitiera la invitación, pues sabía que con los superiores y sobre todo con los príncipes, la cortesía por excelencia, consiste en obedecer sin tardanza y sin raciocinios. Bajó a la cuadra, eligió un caballo andaluz, lo ensilló y embridó él mismo, siguiendo el consejo de Athos de no confiar esta importante operación a manos ajenas en los momentos de peligro.
Luego marchó a reunirse con el príncipe, que estaba ya a caballo.
—Ahora —dijo a Raúl—, hacedme el favor de darme la carta que traéis.
Raúl entregósela.
—Quedaos a mi lado.
El príncipe espoleó a su caballo, colgó las riendas del arzón de la silla, como solía hacerlo cuando quería tener las manos libres, abrió la carta de la señora de Longueville, y echó al trote por el camino de Lens, acompañado de Raúl y seguido de su pequeña escolta, mientras los correos que llevaban a las tropas la orden de volver, partían a escape en opuestas direcciones.
El príncipe leía y corría al mismo tiempo.
—Señor de Bragelonne —le dijo después de un momento—, aquí me hacen grandes elogios de vos; sólo tengo que deciros, que por lo poco que he visto y oído, sois superior a ellos.
Raúl saludó.
A cada paso que daba la comitiva con dirección a Lens se oía más cerca el estampido de los cañones. El príncipe miraba al sitio de donde venía el sonido con la fijeza de un ave de rapiña. Se hubiese dicho que tenía poder para salvar con la vista la muralla de árboles que se extendía ante él, limitando el horizonte.
De vez en cuando dilatábase la nariz del príncipe como si quisiera aspirar el olor de la pólvora, y su respiración era tan fuerte como la de su caballo.
Por fin oyeron tan cerca los cañonazos, que era evidente que el campo de batalla distaba todo lo más una legua. En efecto, desde una revuelta del camino divisó el príncipe la aldea de Aunay.
Gran confusión había entre los aldeanos; había corrido la voz de los atropellos que cometían los españoles, y era tal el terror que inspiraban éstos, que todas las mujeres habían huido, quedando sólo en el pueblo algunos hombres.
Todos acudieron a ver al príncipe, uno de ellos dijo reconocerle:
—¡Ah, señor! Al fin venís a librarnos de esos pícaros españoles y lorenenses.
—Sí —contestó el príncipe—, con tal que queráis servirme de guía.
—Con mil amores, señor: ¿adónde quiere V. A. que le lleve?
—A algún sitio elevado, desde el cual se puedan dominar todos estos contornos.
—Conozco uno muy a propósito.
—¿Puedo fiar en ti? ¿Eres buen francés?
—Me he batido en Rocroy, señor.
—Toma por Rocroy —dijo el príncipe dándole una recompensa monetaria—. ¿Quieres caballo o prefieres ir a pie?
—A pie, señor, a pie. Siempre he servido en infantería; además que tengo que hacer pasar a V. A. por caminos en que será preciso que V. A. se apee también.
—Pues anda —contestó el príncipe—, y no perdamos el tiempo. Echó a andar el aldeano delante del príncipe, y a unos cien pasos del pueblo, entró en una vereda que se perdía en el fondo de un bonito valle. Caminaron media legua, cubiertos por los árboles y oyendo tan cerca los cañonazos, que a cada detonación esperaban los viajeros escuchar el silbido de las balas. Llegaron al fin a un estrecho sendero que se apartaba del que seguían, subiendo por la pendiente de la montaña. El aldeano entró en él, e invitó al príncipe a imitarle. Apeóse éste, ordenó a su edecán y a Raúl que hiciesen lo propio, y a los demás que le esperasen allí dispuestos a todo evento, y empezó a subir penosamente por la montaña.
Diez minutos después llegaron a las ruinas de un castillo construido en la cima de una colina desde la cual se dominaban todas las cercanías. A un cuarto de legua corto se descubría la población de Lens, y al pie de ella todo el ejército enemigo.
De una sola mirada dominó el príncipe el territorio que se extendía a su vista desde Lens hasta Vismy, y en un momento formó en su cabeza el plan de la batalla que al siguiente día debía salvar de nuevo a Francia de una invasión. Sacó un lápiz, rasgó una hoja de su cartera, y escribió lo siguiente:
«Querido mariscal: Dentro de una hora habrá caído Lens en poder del adversario. Venid con todo el ejército; yo me hallaré en Vendín, para colocarle en las posiciones necesarias. Mañana tomaremos Lens y batiremos al enemigo».
Y volviéndose a Raúl:
—Id —le dijo—, marchad a escape y entregad esta carta al mariscal de Grammont.
Inclinóse Raúl, tomó el papel, bajó rápidamente la montaña, se lanzó sobre su caballo y marchó al galope.
Un cuarto de hora después estaba con el mariscal.
Habían ya llegado parte de las tropas y se esperaba el resto de un instante a otro. Púsose el mariscal de Grammont a la cabeza de toda la caballería e infantería que había disponible, y tomó el camino de Vendín, dejando al duque de Chatillón encargado de recibir y conducir el resto a su destino.
Toda la artillería permanecía en disposición de partir en el instante, y se puso en marcha.
Eran las siete de la tarde cuando llegó el mariscal al punto de la cita, donde ya le esperaba el príncipe. Lens había caído, en efecto, en poder del enemigo poco después de salir Raúl a evacuar su comisión. El cese de los cañonazos anunció esta novedad a los franceses.
Aguardóse a la noche, y a medida que avanzaron las tinieblas, fueron llegando sucesivamente las tropas pedidas por el príncipe, el cual tenía dado orden de que en ningún cuerpo se tocasen tambores ni cornetas.
A las nueve era ya de noche, aunque aún lucía en la llanura la última luz del crepúsculo. Colocóse el príncipe a la cabeza de la columna y emprendió su marcha.
Desde Aunay vio el ejército a Lens; dos o tres casas eran presa de las llamas, los soldados oían el rumor de la agonía de una población tomada por asalto.
El príncipe señaló a cada uno su puesto respectivo; el mariscal de Grammont mandaba el ala izquierda y debía apoyarse en Mericourt; las tropas del duque de Chatillón formaban el centro, y el príncipe, a la cabeza del ala derecha, proponíase situarse delante de Aunay.
El orden de batalla del día siguiente debía ser el mismo de las posiciones tomadas aquella noche. El ejército al despertar hallaríase en el propio terreno en que había de ejecutar sus maniobras.
Este movimiento se ejecutó en medio del más profundo silencio y con la mayor precisión. A las diez todos ocupaban sus puestos. A las diez y media recorría el príncipe el campamento, y daba la orden del día próximo.
Tres cosas se encargaban, especialmente en ella a los jefes, los cuales debían hacer que los soldados las cumpliesen escrupulosamente. Primera: que se observasen los diferentes cuerpos con el mayor cuidado, para que la caballería e infantería estuviesen en la misma línea y se conservasen las distancias.
Segunda: que la carga se diera al paso.
Tercera: que se permitiera al enemigo tirar primero.
El príncipe entregó al conde de Guiche a su padre, y se quedó con Bragelonne; pero los jóvenes pidieron y lograron permiso para pasar juntos aquella noche.
Cerca de la tienda del mariscal se armó otra para ellos. Aunque después de día tan azaroso debían de estar fatigados, ni uno ni otro tenían deseos de dormir.
Es por otra parte la víspera de una batalla una cosa grave e imponente aún para los veteranos, y con mayor razón lo era para dos jóvenes que iban a ver por primera vez aquel terrible espectáculo.
El día que precede a una batalla piensa uno en mil cosas que tenía olvidadas y que entonces agolpábanse a la imaginación. El día que precede a una batalla se hacen amigos los indiferentes y los amigos hermanos.
No es menester decir que si existe en el fondo del corazón algún sentimiento más tierno, ese sentimiento llega naturalmente al último grado de exaltación de que es susceptible.
Forzoso es creer que los dos jóvenes abrigaban un sentimiento de esta especie, porque después de un instante se sentó cada cual a un lado de la tienda y se puso a escribir sobre las rodillas.
Largas fueron las cartas, y las cuatro caras se cubrieron sucesivamente de renglones estrechos y compactos. De vez en cuando mirábanse sonriéndose y se comprendían sin pronunciar una palabra, porque su organización era simpática y estaban formados para entenderse mutuamente a la primera mirada.