Quizás iba esta conclusión de Porthos a hacer renacer la alegría en las frentes más o menos sombrías de los comensales, cuando oyóse ruido de pasos en la escalera, y poco después un golpe en la puerta.
—Adelante —dijo Athos.
—Caballeros —dijo el posadero—: ahí fuera está un nombre que pide con mucha urgencia hablar a uno de los presentes.
—¿A quién? —preguntaron los cuatro amigos al mismo tiempo.
—Al conde de la Fère.
—¡A mí! —exclamó Athos—. ¿Cómo se llama ese hombre?
—Grimaud.
—¡Ah! —exclamó Athos poniéndose pálido—. ¿Ya está de vuelta? ¿Qué habrá sucedido a Bragelonne?
—¡Que entre! —dijo D’Artagnan.
Ya Grimaud había subido la escalera y estaba aguardando en la puerta; lanzóse en el aposento y despidió al posadero con un ademán. Cerró la puerta y los cuatro amigos se quedaron en expectativa. La excitación de Grimaud, su palidez, el sudor que bañaba su rostro, el polvo de su vestido, todo anunciaba que era portador de alguna noticia importante y terrible.
—Caballeros —dijo Grimaud—, aquella mujer tenía un hijo y el hijo es hoy un hombre; la tigresa tenía un cachorro y el cachorro ha salido de su madriguera. Viene contra vosotros, estad alerta.
Athos miró a sus amigos con triste sonrisa; Porthos llevó la mano al costado para buscar su espada, que estaba colgada en la pared; Aramis cogió un cuchillo y D’Artagnan preguntó levantándose:
—¿Qué quieres decir, Grimaud?
—Que el hijo de Milady ha salido de Inglaterra: que está en Francia, que viene a París, si ya no ha llegado.
—¡Diablo! —exclamó Porthos—. ¿Estás seguro?
—Seguro —contestó Grimaud.
A esta declaración siguió un prolongado silencio. Grimaud se hallaba tan excitado, tan cansado, que se dejó caer sobre una silla. Athos llenó su copa de vino de Champagne y diósela.
—En resumidas cuentas —dijo D’Artagnan—, aunque viva y aunque llegue a París, en otras nos hemos visto. Que venga.
—Sí —dijo Porthos mirando cariñosamente a su espada—. Que venga. Aquí le aguardaremos.
—Además es un niño —dijo Aramis. Grimaud se levantó y dijo:
—¡Un niño! ¿Ignoráis lo que ha hecho ese niño? Ha descubierto toda la historia disfrazándose de fraile y confesando al verdugo de Béthune: después de confesarle, después de saberlo todo, en vez de la absolución le ha clavado en el pecho este puñal. Miradle, aún está rojo y húmedo, porque no hace más de treinta horas que salió de la herida.
Y Grimaud tiró sobre la mesa el puñal del fingido fraile. D’Artagnan, Porthos y Aramis se levantaron y corrieron a coger sus espadas por un movimiento espontáneo.
Athos permaneció en su silla tranquilo y meditabundo.
—¿Decís que va vestido de fraile, Grimaud?
—Sí, señor, de agustino.
—¿Qué señas tiene?
—Me ha manifestado el posadero que es de mi estatura, delgado, pálido, con ojos de color azul claro y cabellos rubios…
—¿Y… no habrá visto a Raúl? —dijo Athos.
—Al contrario; encontráronse en el camino y el vizconde fue quien le condujo al lecho del moribundo.
Levantóse Athos sin pronunciar palabra y fue a coger su espada como sus compañeros.
—¿Sabéis, señores —dijo D’Artagnan haciendo por reírse—, que parecemos mujeres? ¡Cómo! ¿Cuatro hombres que han hecho frente a ejércitos enteros han de temblar delante de un niño?
—Sí —dijo Athos—, porque ese niño viene en nombre del Cielo.
Y salieron rápidamente de la hostería.
Ahora es menester que el lector atraviese con nosotros el Sena y nos acompañe hasta la puerta del convento de Carmelitas de la calle de Santiago.
Son las once de la mañana y las piadosas hermanas acaban de oír una misa por el triunfo de las armas del rey Carlos I… Una mujer y una niña vestidas de negro, la una como una viuda y la otra como una huérfana, salen de la capilla y se dirigen a su celda.
La mujer arrodíllase sobre su reclinatorio de madera pintada, y a distancia de algunos pasos la niña llora apoyada en una silla. Hermosa debe haber sido la mujer, pero se conoce claramente que las lágrimas la han avejentado. La niña es encantadora y su llanto la embellece más todavía. La mujer puede tener cuarenta años, la niña catorce.
—¡Dios santo! —decía la primera arrodillada—. Conservad a mi esposo, conservad a mi hija, y tomad mi triste y miserable vida.
—¡Dios mío! —decía la joven—. Conservad a mi madre.
—Vuestra madre nada puede hacer por vos, Enriqueta —dijo la afligida señora, volviendo la cabeza—. Ya no tiene trono, ni marido, ni hijo, ni dinero, ni amigos; vuestra madre, pobre hija mía, está abandonada de todo el mundo.
Y echándose en los brazos de su hija, que se acercó para sostenerla, dio libre curso a su llanto.
—¡Valor, madre mía! —dijo la joven.
—¡Ah! Los reyes están en desgracia este año —dijo la madre reposando su cabeza sobre un hombro de la joven—; y en este país nadie piensa en nosotras, porque cada cual piensa en sus propios asuntos. Mientras permaneció vuestro hermano con nosotras, tuve algún ánimo; pero se marchó y ahora no puede comunicar noticias suyas, ni a mí ni a su padre. He empeñado mis últimas alhajas, he vendido mi ropa y la vuestra para pagar a sus criados, que se negaban a acompañarle si no hacía yo ese sacrificio. Ahora estamos reducidas a vivir a expensas de las hijas del Señor; somos pobres y sólo el Cielo nos ampara.
—Pero ¿por qué no os dirigís a vuestra hermana? —preguntó la joven.
—¡Ay! —exclamó la acongojada señora—. Mi hermana no es reina ya, hija mía. Otro es el que gobierna en su nombre. Algún día me comprenderéis.
—Pues hacedlo al rey vuestro sobrino. ¿Queréis que yo le hable? Ya sabéis el cariño que me procesa, madre mía.
—¡Ay! El rey mi sobrino tampoco es rey, y no ignoráis lo que Laporte nos ha dicho mil veces; él mismo carece de todo.
—Entonces acudamos sólo a Dios —dijo la joven. Y se puso de rodillas junto a su madre.
Las dos mujeres que rezaban así en el mismo reclinatorio, eran la hija y la nieta de Enrique IV, la mujer y la hija de Carlos I.
Acabaron su oración a tiempo que llamó una religiosa a la puerta de la celda.
—Entrad, hermana —dijo la de más edad enjugándose sus lágrimas y levantándose.
La religiosa entreabrió con respeto la puerta.
—Permítame Vuestra Majestad que interrumpa sus meditaciones. En el locutorio hay un caballero extranjero que acaba de llegar de Inglaterra y pide el honor de presentar una carta a Vuestra Majestad.
—¡Oh! ¡Una carta! ¡Acaso del rey! Noticias de vuestro padre, ¿oís, Enriqueta?
—Sí, señora, oigo y espero.
—Y decidme, ¿quién es ese caballero?
—Tendrá unos cincuenta años.
—¿Ha dicho su nombre?
—Milord de Winter.
—¡Milord de Winter! —exclamó la reina—. ¡El amigo de mi marido! ¡Oh! Que entre, que entre.
Y la reina se anticipó a recibir al mensajero, asiendo su mano con viveza.
Lord de Winter púsose de hinojos al entrar en la celda y presentó a la reina una carta arrollada dentro de un cartucho de oro.
—¡Ah, milord! —exclamó la reina—. Nos traéis tres cosas de las que carecíamos hace mucho tiempo: oro, un buen amigo y una carta de nuestro esposo y señor.
Winter saludó de nuevo, pero no pudo responder, tan profundamente afectado estaba.
—Milord —dijo la reina mirando la carta— fácilmente comprenderéis lo impaciente que estoy por saber lo que contiene ese papel.
—Retírome, señora —dijo Winter.
—No, quedaos —repuso la reina—; leeremos en vuestra presencia; ¿no veis que tengo que dirigiros una infinidad de preguntas?
Winter se apartó algunos pasos y se quedó de pie, sin desplegar los labios.
Habíanse retirado la madre y la hija al alféizar de un balcón, y apoyada aquella en el brazo de la hija, leían sucesivamente la siguiente carta:
Mi amada esposa y señora:
Henos aquí llegados al último extremo. En este campamento de Naseby, desde donde os escribo, tengo reconcentrados cuantos recursos ha dejado el Señor a mi disposición. Aguardo aquí al ejército de mis rebeldes vasallos y voy a luchar por última vez contra ellos. Si venzo, eternizo la lucha; si vencen, estoy perdido irremisiblemente. En este caso (¡ah! en mi situación debo preverlo todo) me propongo dirigirme a las costas de Francia. Pero ¿se podrá, se querrá recibir en ese país a un rey desgraciado, que tan fatal ejemplo llevará a un territorio agitado ya por las discordias civiles? Sírvanme de guía vuestra prudencia y vuestro afecto. El portador de esta cara os manifestará, señora, lo que no puedo confiar al papel, y os explicará lo que de vos espero. También le he encargado que lleve mi bendición a mis hijos y los dulces sentimientos de mi corazón a vos, señora y querida esposa.
En vez de Carlos, rey, decía la firma:
Carlos, rey todavía.
Esta triste lectura, cuyas impresiones iba observando Winter en el semblante de la reina, animó, sin embargo, sus ojos con un rayo de esperanza.
—¡Que no sea rey! —exclamó—. ¡Que le venzan, le destierren y le proscriban, mas que viva! ¡Ah! El trono es puesto demasiado peligroso hoy día para desear yo que lo conserve. Pero, decidme milord —continuó la reina—; nada me ocultéis. ¿Dónde está el rey? ¿Es su posición tan desesperada como él supone?
—¡Ah! Más todavía, señora. S. M. tiene tan buen corazón que no comprende el odio, y sentimientos tan leales que no adivina la traición. Inglaterra está atacada de un vértigo que creo no se aplaque sino con sangre.
—Pero ¿y lord Montrose? —repuso la reina—. Yo había oído hablar de grandes y rápidos triunfos: de batallas ganadas en Inverlashy, en Alfort y Kilsyth. Había oído decir que iba a la frontera a reunirse al rey.
—Sí, señora, pero en la frontera tuvo un encuentro con Lesly. Cansada la victoria de sus empresas sobrehumanas le abandonó, y Montrose, derrotado en Philippaugh, tuvo que licenciar los restos de su ejército y huir disfrazado de lacayo. Ahora está en Bergen de Noruega.
—Dios le guarde —dijo la reina—. Al menos es un lenitivo saber que están a salvo los que tantas veces arriesgan su vida por nosotros. Y ahora, milord, que me hallo enterada de la desesperada posición del rey, decidme lo que os haya encargado mi real esposo.
—S. M. quiere, señora —dijo Winter—, que tratéis de penetrar las intenciones del rey y de la reina con respecto a él.
—¡Ah! Ya sabéis —respondió la reina— que el rey es todavía un niño y que su madre es mujer… de muy poco valimiento. Mazarino lo es todo.
—¿Pretende acaso hacer en Francia el papel de Cromwell en Inglaterra?
—¡Oh! No; es un italiano hábil y astuto, que quizá sueña con el crimen, pero que nunca se atreverá a cometerlo, y al contrario de Cromwell, que dispone de las dos Cámaras, él no tiene más apoyo que la reina en su lucha con el Parlamento.
—Mayor motivo para que proteja a un rey perseguido por ellos. Movió la reina la cabeza con amargura y dijo:
—Si he de decir lo que pienso, milord, el cardenal no hará nada en nuestro obsequio, o acaso se declarará contra nosotros. Ya ahora le estorban mi presencia y la de mi hija en Francia; con más razón le estorbaría la del rey. Milord —añadió Enriqueta, sonriéndose tristemente—, triste y vergonzoso es decirlo; pero hemos pasado el invierno en el Louvre sin dinero, sin ropa, casi sin pan, y muchas veces sin levantarnos de la cama, por no tener lumbre.
—¡Qué horrible! —exclamó Winter—. ¡La hija de Enrique IV, la esposa del rey Carlos! ¿Por qué no os dirigisteis, señora, a cualquiera de nosotros?
—Esa es la hospitalidad que dispensa a una reina el ministro a quien quiere pedírsela un rey.
—Pues yo había oído hablar de un enlace entre monseñor el príncipe de Gales y la señorita de Orléans —dijo Winter.
—Sí, abrigué esperanzas de que se celebrara; ellos se querían, pero la reina, que al principio aprobó este amor, mudó después de parecer, y el duque de Orléans, que dio margen a que se trataran, prohibió a su hija que volviese a pensar en tal unión. ¡Ah! Milord —continuó la reina sin tratar siquiera de enjugar sus lágrimas—, más vale combatir como el rey, y morir, como acaso morirá, que vivir mendigando como yo.
—Valor, señora —dijo Winter—; ánimo, no os desesperéis; la corona de Francia, tan amenazada en estos momentos, tiene interés en combatir la rebelión en un pueblo vecino. Mazarino es hombre de Estado, y verá esta necesidad.
—Pero ¿estáis seguro —preguntó la reina en tono de duda— de que no se nos hayan anticipado?
—¿Quién?
—Joye, Pridge, Cromwell.
—¡Un sastre! ¡Un carretero! ¡Un cervecero!… Es de creer, señora, que el cardenal no quiera tratos con semejantes hombres.
—¿Y quién es él? —preguntó la reina Enriqueta.
—Bien, mas por el honor del rey, por el de la reina.
—Vamos, esperemos que haga algo por ese honor —dijo la reina Enriqueta—. Tal es la elocuencia de la amistad, milord, que me habéis calmado. Dadme la mano y marchemos a ver al ministro.
—Señora —dijo Winter inclinándose—, tanto honor me confunde.
—Pero ¿y si nos desairase —dijo la reina deteniéndose de pronto y el rey perdiese la batalla?
—Entonces se refugiaría S. M. en Holanda, donde he oído decir que está el príncipe de Gales.
—¿Y podrá S. M. contar en su evasión con muchos leales como vos?
—¡Ah! No, señora —dijo Winter—; pero está previsto el caso y vengo a Francia a buscar aliados.
—¿Aliados? —preguntó la reina asombrada.
—Señora —respondió Winter—, con tal que encuentre a algunos, que en otro tiempo fueron mis amigos, respondo de todo.
—Vamos, pues, milord —dijo la reina con el tono desgarrador de duda a que se acostumbran las personas que han sufrido mucho—, vamos y Dios os proteja.
Subió la reina a su carruaje, y Winter la acompañó a caballo al lado de la portezuela, seguido de dos lacayos.
Al mismo tiempo que la reina Enriqueta salía de las Carmelitas, con dirección al Palacio Real, apeábase un caballero a la puerta de dicho palacio y manifestaba a los guardias que necesitaba ver al cardenal Mazarino para un negocio importante.
El cardenal era hombre muy medroso, pero como tenía gran necesidad de adquirir noticias, se llegaba hasta su persona sin gran dificultad. En la primera puerta no se encontraban obstáculos y todavía la segunda se pasaba fácilmente; en la tercera velaba, además de la guardia y de los ujieres, el fiel Bernouin, cancerbero inflexible, y sordo a las súplicas y a las ofertas.