Luego pasóse al tercer ejercicio, y el duque, aprovechando el profundo silencio que reinaba en la estancia, dijo para exponer el programa de esta última parte de la función.
—Caballeros, os acordaréis de que el señor duque de Guisa enseñó una vez a todos los perros de París a saltar por la señorita de Pons, a la cual había proclamado reina de las hermosas. Pues bien, señores, aquello no valía nada, porque los animales obedecían instintivamente, sin hacer diferencia entre las personas por quienes debían saltar, y las que no tenían derecho a ello. Alfónsigo os va a probar que es muy superior a sus compañeros. Señor de Chavigny, tened la amabilidad de prestarme vuestro bastón.
Chavigny dio su bastón de caña a Beaufort, el cual lo colocó horizontalmente a la altura de un pie.
—Amigo Alfónsigo —continuó el duque—, hazme el favor de saltar por madame de Montbazon.
Todos riéronse, porque era cosa pública que cuando prendieron al duque de Beaufort era amante declarado de aquella dama. Alfónsigo no tuvo la menor dificultad, y saltó alegremente por encima del bastón.
—Eso es —dijo Chavigny—, justamente lo mismo que hacían los demás perros cuando saltaban por la señorita Pons.
—Esperad un poco —dijo el príncipe.
—Amigo Alfónsigo —prosiguió—, salta por la reina. Y levantó el bastón unas seis pulgadas.
El perro saltó respetuosamente.
—Amigo Alfónsigo —continuó el duque levantando el bastón otras seis pulgadas más—, salta por el rey.
El perro tomó carrera, y a pesar de la elevación saltó con limpieza.
—Atención ahora —repuso el duque bajando el bastón casi hasta el suelo—, salta por el ilustrísimo Facchino Mazarini di Piscina.
El perro volvió el cuarto trasero al bastón.
—¡Cómo! ¿Qué es eso? —exclamó Beaufort describiendo un semicírculo de la cola a la cabeza del animal y presentándole de nuevo el bastón—: salta, Alfónsigo.
Pero Alfónsigo giró como antes sobre sí mismo.
El señor de Beaufort repitió la evolución y la orden; mas entonces se apuró la paciencia de Alfónsigo, y arrojándose con furor sobre el bastón, lo arrancó de manos del príncipe y lo rompió con los dientes.
El duque quitóle los dos pedazos de la boca, y con la mayor gravedad los devolvió a Chavigny, pidiéndole mil perdones y diciendo que se había concluido la función; pero que si dentro de tres meses deseaba asistir a otra, Alfónsigo tendría aprendidas más habilidades. Alfónsigo murió envenenado tres días después.
En vano fueron, como era de suponer, todas las diligencias para descubrir al culpable. Beaufort enterró a su perro, poniéndole este epitafio:
«Aquí yace Alfónsigo, uno de los perros más diestros que han existido».
Nada podía objetarse contra este elogio, y el señor de Chavigny hubo de admitirle.
Pero al duque se le ocurrió decir entonces que habían ensayado en su perro la droga que proponíanse usar contra él, y un día se metió en la cama después de comer, gritando que tenía cólico y que Mazarino le había envenenado.
Esta novedad llegó a conocimiento del cardenal y le asustó mucho. La torre de Vincennes pasaba por muy malsana. La señora de Rambouillet había dicho que el aposento en que murieron Puy Laurens, el mariscal Ornano y el ilustre prior de Vend6me, valía lo que pesaba de arsénico, y este dicho pasó con gran aceptación de boca en boca. Mazarino dispuso que el prisionero no comiese de ningún plato sin que otra persona lo probase antes. El oficial La-Ramée fue nombrado entonces catador del vino y los manjares del duque.
El señor de Chavigny no perdonó al duque los insultos que ya expiara el inocente Alfónsigo. Chavigny era hechura del difunto cardenal, y aun algunos le hacían pasar por hijo; de un modo u otro debía entender de tiranía. Para vengarse de Beaufort, quitóle los cuchillos de hierro y los tenedores de plata que hasta entonces había usado, enviándole cuchillos de plata y tenedores de madera. Beaufort se quejó; pero Chavigny le dio por contestación que el cardenal había dicho a la señora de Vendóme, que su hijo estaba en Vincennes por toda su vida, y que temía que el prisionero intentara suicidarse al saber esta desastrosa noticia. Quince días más tarde vio Beaufort en el camino del juego de pelota, dos filas de arbolitos del grueso del dedo meñique; preguntó que significaba aquello, y le contestaron que era para que algún día pudiese pasear a su sombra. Otra mañana fue el jardinero a visitarle, y so pretexto de consolarle, le dijo que iban a plantar en la huerta tablares de espárragos para él. Sabido es que los espárragos, que ahora tardan cuatro años en nacer, tardaban cinco en aquel tiempo en que el cultivo de la jardinería estaba menos adelantado. Esta atención enfureció a Beaufort.
En tan críticas circunstancias creyó el duque que era llegada la hora de recurrir a uno de sus cuarenta medios, y comenzó por el más sencillo, que era el de seducir a La-Ramée; pero La-Ramée, que había dado 1.500 escudos por su empleo de oficial, le tenía mucho cariño. De suerte qué en lugar de entrar en los planes del preso, corrió a avisar al señor de Chavigny, el cual puso inmediatamente ocho hombres en el mismo cuarto del príncipe, dobló los centinelas, y triplicó los retenes. Desde aquel instante el príncipe no pudo dar un paso sin llevar cuatro hombres delante y cuatro detrás, amén de los que iban a sus costados.
Al principio rióse mucho Beaufort de esta severidad, que le servía de distracción. A todas horas repetía: «Esto me distrae, esto me diversica mucho». Beaufort quería decir: esto me divierte, pero ya sabemos que no siempre decía lo que deseaba decir. Después añadía: «Por lo demás, cuando se me antoje sustraerme a los honores que me hacéis, aún me quedan treinta y nueve medios».
Pero por fin esta distracción se convirtió en fastidio. Beaufort se mantuvo firme seis meses por baladronada; mas al terminar el medio año, empezó a fruncir el ceño y a contar los días, viendo siempre a aquellos hombres sentarse cuando se sentaba, levantarse cuando se levantaba, y pararse cuando se paraba.
Esta nueva persecución recrudeció el odio del duque hacia Mazarino. Votaba y juraba sin cesar, y aseguraba que había de hacer un picadillo con orejas mazarinas. ¡Horrible proyecto! El cardenal, al oírlo, se encasquetó involuntariamente el capelo hasta el pescuezo.
Cierto día reunió Beaufort a sus celadores, y a pesar de su proverbial dificultad de elocución, pronunció este discurso, que es preciso confesar tenía preparado de antemano.
—Señores —díjoles—: ¿permitiréis que un nieto del buen rey Enrique N esté sufriendo tanta ignominia y tantos insultos? ¡Yo he reinado casi en París, sabedlo! ¡He guardado un día entero al rey y a su hermano! La reina me amaba entonces y me llamaba el hombre más de bien del reino. Señores, sacadme de aquí: iré al Louvre, torceré el pescuezo a Mazarino, seréis mis guardias de corps, y os haré oficiales con crecidos sueldos. ¡Voto a tal! ¡De frente, marchen!
Pero la elocuencia del nieto de Enrique N, aunque tan patética, no conmovió a aquellos corazones de piedra. Viendo que ni uno solo se movía, Beaufort llamólos tunantes a todos, y desde entonces los tuvo por acérrimos enemigos.
Cuando Chavigny pasaba a visitarle, lo cual sucedía dos o tres veces a la semana, el duque aprovechaba la ocasión para amenazarle.
—¿Qué haríais —le decía— si el mejor día vieseis asomar un ejército de parisienses armados de punta en blanco y erizados de mosquetes, que viniese a sacarme de este cautiverio?
—Señor —respondía Chavigny saludando profundamente al príncipe—: tengo veinte piezas de artillería, y pólvora y balas para treinta mil disparos. Los recibiría a cañonazos.
—Sí, mas luego que disparaseis los treinta mil tiros, tomarían el castillo, y una vez tomado, me vería obligado a dejarles que os ahorcasen, lo cual me disgustaría mucho.
Y devolvió su saludo a Chavigny con la mayor política.
—Pero yo, señor —respondía Chavigny—, antes que el primero pasase por las poternas o pusiese el pie en la muralla, tendría muy a mi pesar que mataros por mi propia mano, en razón a que me estáis confiado muy especialmente, y tengo que entregaros muerto o vivo.
Y saludaba nuevamente a su alteza.
—Ya —continuaba el duque—; pero como es probable que esa buena gente no viniese aquí sin haber apretado antes el pescuezo al señor Julio Mazarini, iríais con tiento en esto de ponerme la mano encima, y me dejaríais vivir por no morir descuartizado entre cuatro caballos, lo cual es siempre más duro que morir ahorcado.
Tales tiroteos agridulces duraban diez, quince, veinte minutos, y siempre acababan de este modo:
El señor de Chavigny dirigíase a la puerta, y gritaba:
—¡Hola! ¡La-Ramée!
El oficial entraba.
—La-Ramée —decía Chavigny—, os recomiendo muy especialmente al señor de Beaufort: tratadle con todas las consideraciones debidas a su clase y su nombre, a cuyo fin no le perderéis de vista ni un instante.
En seguida retirábase saludando a Beaufort con una ironía que ponía el colmo a su cólera.
Era, pues, La-Ramée comensal obligado, centinela perpetuo y sombra de los pasos del príncipe; pero debemos manifestar que la compañía de aquel oficial, hombre de buen humor, franco, gran bebedor y no menos consumado jugador de pelota, servía más bien de distracción que de fatiga a Beaufort, el cual no le hallaba otro defecto que el de ser incorruptible.
Por desgracia no sucedía lo mismo a maese La-Ramée, y aunque tuviese en algo el honor de permanecer encerrado con un preso de tanta importancia, el placer de vivir familiarmente con un nieto de Enrique N no compensaba el de visitar de vez en cuando a su familia. Bien se puede ser oficial del rey al mismo tiempo que buen padre y buen esposo. Maese La-Ramée adoraba a su mujer y a sus hijos, que sólo érale lícito ver desde lo alto de la muralla, cuando iban a pasearse al otro lado del foso, para proporcionarle aquel consuelo paternal y conyugal: y esta era tan poca cosa, que el oficial comprendía que su buen humor (al cual atribuía su excelente salud, sin calcular que probablemente sería, por el contrario, resultado de ella) no resistiría mucho a tal método de vida. Esta convicción subió de punto cuando cesaron las vistas de Chavigny a Beaufort, por haberse exacerbado de día en día sus mutuas relaciones. Entonces conoció La-Ramée que la responsabilidad pesaba más que nunca sobre su cabeza, y como justamente deseaba todo lo contrario, por las razones que hemos dicho, aceptó de buen grado la proposición que le hizo su amigo el administrador del mariscal de Grammont de admitir a Grimaud a sus órdenes, habló de ella inmediatamente a Chavigny, y éste no manifestó oposición, siempre que el sujeto le conviniese.
Consideramos completamente inútil describir física o moralmente a Grimaud; pues si nuestros lectores no han olvidado la primera parte de esta obra, deben conservar una idea bastante clara de este apreciable personaje, quien no había sufrido otra variación que la de tener veinte años más; adquisición que le había hecho todavía más taciturno y silencioso a pesar de que Athos le levantara la prohibición de hablar, observando el cambio que en él se había verificado.
Mas ya en aquella época, hacía doce o quince años que Grimaud callaba, y una costumbre de doce o quince años es una segunda naturaleza.
Grimaud presentóse en el castillo de Vincennes bajo buenos auspicios. El señor de Chavigny se apreciaba de fisonomista, y esto corrobora la idea de que descendía de Richelieu, que tenía la misma pretensión. Examinó cuidadosamente al demandante, y su entrecejo, lo delgado de sus labios, lo puntiagudo de su nariz y lo saliente de sus pómulos le parecieron buenos auspicios. No le dijo más que doce palabras: Grimaud respondió cuatro.
—Buena cara tiene este hombre —dijo el señor de Chavigny—. Presentaos al señor de La-Ramée y manifestarle que me convenís por todos conceptos.
Grimaud dio media vuelta y fue a sufrir la inspección mucho más rigurosa de La-Ramée; decimos mucho más rigurosa, por cuanto así como el señor de Chavigny podía descansar en él, a él le importaba poder, a su vez, descansar en Grimaud.
Grimaud tenía todas las circunstancias apetecibles en un oficial subalterno; después de mil preguntas, que sólo obtuvieron la cuarta parte de las respuestas, La-Ramée, fascinado por aquella sobriedad de palabras, restregóse las manos y cerró el trato con Grimaud.
—La consigna —dijo éste.
—No dejar jamás solo al preso; quitarle todo instrumento punzante y cortante; no permitidle que haga señas a personas de fuera, ni que hable mucho tiempo con sus celadores.
—¿Nada más? —dijo Grimaud.
—Nada más por ahora —respondió La-Ramée—. Si variasen las circunstancias, se harían las adiciones oportunas.
—Bueno —respondió Grimaud.
Y entró en el cuarto del duque de Beaufort.
Hallábase éste a la sazón peinándose la barba, que dejábase crecer, así como los cabellos, para dar en cara a Mazarino con su miseria.
Pero pocos días antes había visto desde la torre en un carruaje a la bella señora de Montbazon, que todavía le inspiraba dulces recuerdos; no quiso ser para ella lo que para Mazarino, y por si la volvía a ver, pidió un peine de plomo, que le fue concedido.
Beaufort pidió el peine de plomo, porque tenía, como todos los rubios, la barba roja, y se la teñía al peinarse.
Grimaud vio al entrar el peine que acababa el príncipe de dejar sobre la mesa, y lo cogió haciendo una cortesía.
El duque miró con asombro aquella rara catadura.
El hombre de extraña catadura se metió el peine en el bolsillo.
—¡Hola! ¿Qué es eso? —exclamó el duque—. ¿Quién es ese bribón? Grimaud no respondió, pero hizo otra cortesía.
—¿Eres mudo? —gritó el duque. Grimaud hizo seña de que no.
—¿Pues quién eres? Contesta; te lo mando.
—Celador —dijo Grimaud.
—¡Celador! —exclamó el duque—. No me faltaba más que esa patibularia para completar mi colección. ¡Hola! ¡La-Ramée! ¿No está nadie ahí?
La-Ramée se presentó; desgraciadamente para el príncipe, se estaba disponiendo a marchar a París, confiando en Grimaud; había bajado al patio, y volvió a subir de mal humor.
—¿Qué se ofrece, señor? —preguntó.
—¿Quién es ese tuno que se atreve a quitarme el peine y a metérselo en sus inmundos bolsillos?
—Señor, es un celador encargado de vigilaros; muchacho de mérito que no dejará de obtener vuestro aprecio, como ha obtenido el del señor de Chavigny y el mío.