—Hacia París.
—¿Quién le detuvo?
—Dos jóvenes que iban al ejército; uno de ellos se llamaba, según oí a su compañero, el vizconde de Bragelonne.
—¿Y ese joven fue quien trajo al religioso?
—Sí.
Grimaud levantó los ojos al cielo y dijo:
—¡Era voluntad de Dios!
—Sin duda —respondió el herido.
—¡Qué horror! —murmuró Grimaud—. Y sin embargo, aquella mujer merecía la muerte, ¿no os parece así?
—En el momento de morir, los crímenes ajenos parecen insignificantes en comparación de los propios.
Y dicho esto, el verdugo se volvió a dejar caer.
Vacilaba Grimaud entre la compasión, que le movía a no abandonar aquel hombre sin socorrerle, y el temor que le incitaba a ponerse al instante en marcha para llevar aquella noticia al conde de la Fère, cuando oyó ruido en el corredor y vio al posadero entrar en compañía de un cirujano, que había logrado encontrar.
Seguíanles varias personas atraídas por la curiosidad, pues ya empezaba a divulgarse aquel extraño suceso. Acercóse el médico al verdugo, que parecía estar desmayado.
—Es necesario ante todo sacar el puñal —dijo moviendo la cabeza de un modo muy expresivo.
Recordó Grimaud el presentimiento que poco antes había tenido el herido y apartó la vista.
El cirujano desabrochó el jubón, hizo pedazos la camisa y dejó descubierto el pecho.
El acero, como hemos dicho, estaba clavado hasta la empuñadura. Cogióle el cirujano por la extremidad, y mientras lo iba sacando, abría el herido los ojos con horrible fijeza. Luego que salió enteramente el puñal, cubriéronse los labios del verdugo de una espuma rojiza, y al tiempo de respirar, arrojó un borbotón de sangre por la herida. El moribundo fijó los ojos en Grimaud con singular expresión, dio un gemido sordo y expiró.
Entonces Grimaud recogió el acero bañado en sangre que estaba en el suelo, horrorizando a los circunstantes, hizo seña al posadero de que le siguiese, pagó los gastos con una generosidad propia de su amo y montó a caballo.
La primera idea de Grimaud fue volver directamente a París, pero pensó en la inquietud que su tardanza produciría a Raúl, y recordando que éste no podía estar a más de dos leguas de distancia, y que en poco tiempo podía alcanzarle, marchó al galope y no tardó mucho en apearse en la posada del
Macho Colorado
, única que había en Mazingarde.
A las primeras palabras que le dijo el patrón, convencióse de que había dado con el que buscaba.
Hallábase Raúl a la mesa con el conde de Guiche y su ayo, pero la sombría aventura de aquella mañana, había infundido a los jóvenes una tristeza que en vano trataba de disipar el señor de Armenges, más filósofo que ellos, por la mayor costumbre que tenía de presenciar cosas tristes.
Abrióse de pronto la puerta y se presentó Grimaud, pálido, lleno de polvo, y manchado todavía con la sangre del infeliz herido.
—¡Grimaud!, ¡buen Grimaud! —exclamó Raúl—. Por fin llegaste. Perdonadme, señores, no es un criado, es más, un amigo.
Y levantándose y corriendo hacia él, continuó:
—¿Cómo continúa el señor conde? ¿Siente mi ausencia? ¿Le has visto desde que nos separamos? Responde; yo por mi parte tengo muchas cosas que decirte. En tres días nos han sucedido muchas aventuras. Pero ¿qué te pasa? ¡Qué pálido estás! ¡Sangre! ¿De qué es esa sangre?
—En efecto —dijo el conde levantándose—, ¿estás herido, amigo?
—No, señor —contestó Grimaud—; esta sangre no es mía.
—¿Pues de quién? —preguntó Raúl.
—Del infeliz que dejasteis en la posada y que ha muerto en mis brazos.
—¿En tus brazos? ¿Mas sabes quién era?
—Sí —dijo Grimaud.
—Era el verdugo de Béthune.
—Ya lo sé.
—¿Le conocías?
—Sí.
—¿Y ha muerto?
—Sí.
Los jóvenes se miraron.
—Qué queréis, caballeros —dijo Armenges—: el morir es una ley general de que no se libran ni los verdugos. Desde que vi su herida tuve pocas esperanzas, y ya sabéis que él mismo conocía su estado cuando pedía un sacerdote.
Grimaud púsose pálido al oír esta palabra.
—Vamos, señores, a la mesa —dijo Armenges.
—Bien, caballero —dijo Raúl—. Vamos, Grimaud, haz que te sirvan, pide, manda, y luego que descanses hablaremos.
—No, señor, no —dijo Grimaud—, no puedo detenerme ni un instante: me precisa volver a París.
—¡Volver a París! Estás equivocado. Olivain se va y tú te quedas.
—Al contrario, Olivain se queda y yo parto. He venido sólo a decíroslo.
—¿Pero qué causa hay para este cambio? —dijo Raúl.
—No puedo decirla.
—Explícate.
—No puedo.
—¿Te burlas?
—Bien sabe el señor vizconde que nunca hablo de burlas.
—Sí, pero también sé que el señor conde me ha dicho que te quedarías conmigo y que Olivain regresaría a París. Me atenderé a las órdenes del señor conde.
—No es esta ocasión.
—¿Serás capaz de desobedecerme?
—Sí, señor, es necesario.
—¿Conque insistes?
—Me marcho.
Grimaud saludó y se dirigió a la puerta. Raúl, enfurecido al par que inquieto, corrió tras él y le detuvo por un brazo, diciéndole:
—Grimaud, quédate; te lo mando.
—Es decir —respondió Grimaud—, que me mandáis que deje asesinar al señor conde…
Y haciendo otro saludo, se preparó a salir.
—Grimaud —dijo el vizconde—, no te marches así, no me dejes en semejante inquietud. Habla, Grimaud, habla en nombre del cielo.
Y no pudiendo tenerse en pie, cayó en un sillón.
—Sólo una cosa puedo manifestaros, porque no es mío el secreto que deseáis saber. Habéis encontrado en el camino a un fraile, ¿no es verdad?
—Sí.
Nuestros jóvenes amigos miráronse uno al otro con terror.
—¿Y le habéis conducido al lado del herido?
—Sí.
—¿De modo que habréis tenido tiempo de examinarle?
—Sí.
—Y quizá le reconoceríais si le volvieseis a encontrar.
—¡Oh, sí! ¡Lo juro! —exclamó Raúl.
—Y yo también —añadió el conde de Guiche.
—Pues bien, si le encontráis algún día, donde quiera que sea, en un camino, en la calle, en la iglesia, ponedle el pie encima y aplastadle sin compasión, sin misericordia, como haríais con una víbora, con una serpiente o con un áspid; aplastadle, y no os apartéis de él hasta que haya muerto; porque en tanto que él viva, estará en peligro la vida de cinco hombres.
Y sin decir una palabra más, se aprovechó Grimaud del asombro y del terror que dominaba en sus oyentes para lanzarse fuera del aposento.
—¿Qué tal, conde? —preguntó Raúl a su amigo—. ¿No os decía yo que ese hombre me causaba el efecto de un reptil?
Dos minutos después se oía en el camino el galope de un caballo; Raúl asomóse a la ventana.
Era Grimaud que regresaba a París. Saludó al vizconde agitando el sombrero, y pronto desapareció en un recodo del camino. Conforme iba andando, reflexionaba Grimaud en dos cosas. La primera, en que al paso que llevaba no resistiría su caballo diez leguas.
La segunda, que no disponía de dinero.
Pero la imaginación de Grimaud era tanto más fecunda, cuanto menos habladora era su boca.
En la primera parada vendió su caballo y con el dinero tomó la posta.
Distrajeron a Raúl en sus tristes reflexiones las voces del posadero que penetró precipitadamente en el aposento en que acababa de pisar la escena que dejamos referida, gritando:
—¡Los españoles, los españoles!
Era muy grave este grito para no desterrar todo pensamiento que no fuese el de defenderse. Tomaron los jóvenes algunos informes, y supieron que efectivamente el enemigo avanzaba por Houdain y Béthune.
En tanto que daba el señor de Armenges las necesarias órdenes para que se pusieran los caballos en disposición de partir, subieron los jóvenes a los balcones más altos de la casa que dominaba a las cercanías, y vieron efectivamente asomar por la parte de Mersin y de Lens un numeroso cuerpo de infantería y caballería, era todo un ejército.
No quedaba otro recurso que el de seguir las instrucciones del señor de Armenges y tocar retirada.
Nuestros jóvenes bajaron y hallaron a su mentor ya a caballo. Olivain tenía del diestro las cabalgaduras del conde y de Raúl, y los lacayos del primero vigilaban al prisionero español, montado en un jaco que para él se había comprado. Por no omitir ninguna precaución le habían atado las manos.
Salió al trote esta tropa por el camino de Cambrin, donde esperaban encontrar al príncipe, pero éste no se hallaba en aquel pueblo desde el día anterior y se había retirado a la Bassée, fiándose en la falsa noticia que recibiera de que el adversario se proponía pasar el Lys por Estaire.
Engañado en efecto por estos informes, había sacado el príncipe sus tropas de Béthune y concentrado todas sus fuerzas entre Vieille Chapele y la Venthie. Reconocida toda la línea con el mariscal de Grammont, acababa de ponerse a la mesa interrogando a los oficiales que a su lado estaban sentados, acerca de las noticias que les habían encargado adquirir, más que ninguno sabía de positivo. Cuarenta y ocho horas hacía que había desaparecido el ejército enemigo como si se hubiera disipado en los aires.
Ahora bien, nunca está un ejército enemigo tan cerca, y por lo tanto nunca es tan amenazador, como cuando desaparece completamente. Hallábase, pues, el príncipe caviloso y mustio, contra su costumbre, cuando entró un oficial de ordenanza y dijo al mariscal Grammont que una persona deseaba hablarle.
Miró el duque de Grammont al príncipe, pidiéndole su venia, y salió del aposento.
Le siguió el príncipe con la vista y se quedó mirando fijamente a la puerta sin que se atreviese nadie a hablar por no interrumpirle. Resonó de pronto un ruido sordo, y el príncipe se levantó vivamente tendiendo la mano hacia la parte de donde salía. Aquel sonido le era muy familiar; era un cañonazo.
Todos levantáronse como él.
En aquel momento se abrió la puerta.
—Señor —dijo el mariscal de Grammont con rostro radiante—, ¿permite vuestra alteza que mi hijo el conde de Guiche y su compañero de viaje el vizconde de Bragelonne, entren a daros noticias del enemigo que andamos buscando y que ellos han hallado?
—¡Cómo si lo permito! —dijo con viveza el príncipe—. No sólo lo permito sino que lo deseo. Que entren.
El mariscal introdujo a los dos jóvenes a presencia del príncipe.
—Hablad, señores —dijo éste saludándoles—, hablad primero, después nos diremos los cumplimientos de costumbre. Lo que más nos urge a todos es averiguar dónde está el enemigo y qué hace.
Correspondía naturalmente hablar al conde de Guiche, no sólo por ser el de más edad, sino también por presentarle su padre al príncipe. Era por otra parte conocido de Condé, a quien veía entonces Raúl por primera vez.
Refirió, pues, lo que había visto en la posada de Mazingarde.
Raúl miraba entretanto al joven general, tan célebre ya por las batallas de Rocroy, de Friburgo y de Northingen.
Luis de Borbón, príncipe de Condé, llamado por abreviatura, y conforme la costumbre de aquellos tiempos, el
señor príncipe
, desde la muerte de su padre Enrique de Borbón, era un joven de veintiséis a veintisiete años de edad, de mirada dé águila
agl occhi
grifagny, como dice el Dante, de nariz aguileña, de largos cabellos en rizos, de estatura mediana aunque bien conformado, y dotado de todas las cualidades de un gran guerrero, esto es, buen golpe de vista, resolución rápida y valor fabuloso. Esto no impedía, sin embargo, que fuera al mismo tiempo hombre elegante y de talento, tanto, que a más de la revolución que hizo en el arte de la guerra por sus observaciones, había promovido también otra revolución entre los jóvenes de la corte, cuyo jefe era, y que recibían el nombre de
petrimetres
en contraposición a los elegantes de la antigua corte, cuyos modelos fueron Bassompierre, Bellegarde y el duque de Angulema.
Todo lo vio el príncipe a las primeras palabras del conde de Guiche y reconoció la dirección en que se oían los cañonazos. El enemigo debía haber pasado el Lys en Sant Venant y marchar sobre Lens con intenciones de apoderarse de esta ciudad y de separar al ejército francés de Francia. Las detonaciones que de vez en cuando dominaban a las demás, provenían de las piezas de grueso calibre que respondían al cañón español y al lorenés.
¿Más qué fuerza tenía aquella tropa? ¿Era un cuerpo destinado no más que a distraer la atención? ¿Era quizá todo el ejército?
A esta última pregunta no podía responder el conde de Guiche, y como era la más importante, era también la que el príncipe deseaba ver resuelta de un modo exacto, preciso y positivo.
Superando entonces Raúl la timidez harto natural que a su pesar habíase apoderado de su persona al verse en presencia del príncipe, y acercándose a éste, dijo:
—¿Me permite monseñor arriesgar sobre este asunto algunas palabras que tal vez den alguna luz?
Volvióse el príncipe y pasó una indagadora mirada sobre el joven, sonriéndose al reconocer en él a un niño de quince años.
—Ciertamente que sí, caballero; podéis hablar —contestó endulzando su voz rápida y acentuada, cual si dirigiera la palabra a una mujer.
—Pudiera el señor interrogar al prisionero español —dijo Raúl ruborizándose.
—¿Habéis hecho algún prisionero? —exclamó el príncipe.
—Sí, señor.
—¡Oh! Es verdad —repuso Guiche—; lo había olvidado.
—Es muy natural, vos sois quien lo cogió, conde —dijo Raúl sonriéndose.
El mariscal miró al vizconde agradeciendo el elogio que de su hijo hacía; el príncipe dijo entretanto:
—Este joven tiene razón; que traigan al prisionero.
En aquel intermedio habló el señor de Condé aparte con Guiche interrogándole sobre el modo cómo habían hecho el prisionero, y preguntándole quién era su compañero de viaje.
—Caballero —dijo el príncipe volviéndose hacia Raúl—, no ignoro que traéis una carta de mi hermana, la señora de Longueville, pero veo que habéis preferido recomendaros vos mismo dándome un buen consejo.
—Señor —dijo Raúl sonrojándose—, no he querido interrumpir a V. A. en una conversación tan importante. Pero aquí está la carta.