El oficial obedeció.
—¿Sabéis lo que por aquí se cuenta? —continuó el cardenal.
—No, eminentísimo señor.
—Pues cuentan que el señor de Beaufort va a fugarse de Vincennes, si ya no lo ha hecho.
El rostro del oficial expresó el más profundo asombro. Abrió a un tiempo sus pequeños ojos y su desmesurada boca, para saborear mejor la broma que Su Eminencia le hacía el honor de dirigir; pero no pudiendo pensar mucho tiempo con seriedad en semejante suposición, soltó la carcajada con tanta fuerza, que sus rollizos miembros estremeciéronse con aquel arranque de jovialidad, como si padecieran una fiebre violenta.
Mucho agradó a Mazarino este desahogo tan poco reverente; pero, sin embargo, no perdió su gravedad.
Luego que río La-Ramée a sus anchas y que se limpió los ojos, creyó que era tiempo de hablar y decir la causa de su intempestiva alegría.
—¡Fugarse, monseñor, fugarse! Pero, ¿no sabe Vuestra Eminencia dónde está el señor de Beaufort?
—Sí, señor: no ignoro que está en la torre de Vincennes.
—Sí, monseñor, en un cuarto cuyas paredes tienen siete pies de espesor y cuyas ventanas están guarnecidas con barras cruzadas, cada una del grueso de un brazo.
—Caballero —dijo Mazarino—, con paciencia taládranse todas las paredes, y con el resorte de un reloj se puede limar un barrote.
—Pero monseñor ignora, sin duda, que hay ocho guardias destinados a vigilarle, cuatro en su antesala y cuatro en su cuarto, y que estos guardias no le abandonan jamás.
—Pero sale de su cuarto: juega al mallo y a la pelota.
—Señor, son diversiones que se permiten a los presos. Sin embargo, se suprimirán si Vuestra Eminencia lo dispone así.
—No, no —repuso Mazarino, temiendo que si quitaba, esta distracción a su prisionero y si éste llegaba a salir de Vincennes, le profesaría todavía más odio—. Pero desearía saber con qué personas juega.
—Con el oficial de guardia, conmigo o con los demás presos.
—¿Y no se aproxima a las murallas?
—Señor, ¿no sabe Vuestra Eminencia cómo son las murallas? Tienen sesenta pies de elevación, y dudo que el señor de Beaufort esté tan cansado de vivir que se arriesgue a estrellarse, arrojándose por ellas.
—¡Hum! —exclamó el cardenal empezando a tranquilizarse—. ¿Con que decís, querido de La-Ramée…?
—Que como el señor de Beaufort no se convierta en pájaro, respondo de él.
—Mirad que es mucho afirmar —respondió Mazarino—. El señor de Beaufort dijo a los guardias que le llevaron a Vincennes, que había pensado muchas veces en que podía ser preso, y que para este caso tenía cuarenta medios de huir.
—Señor, si entre esos cuarenta medios hubiera uno bueno, ya hace tiempo que el duque de Beaufort lo hubiera utilizado —respondió La-Ramée.
—No es tan tonto como yo pensaba —dijo Mazarino.
—Además, monseñor tendrá presente que el señor de Chavigny es gobernador de Vincennes —continuó La-Ramée— y el señor de Chavigny no es amigo del duque de Beaufort.
—Sí, mas el señor de Chavigny va a ausentarse.
—Quedo yo.
—Sí, pero ¿y cuando os ausentéis vos? —dijo Mazarino.
—Entonces permanecerá en mi lugar otro que aspira a ser oficial de guardias de su majestad, y que le vigila en toda regla. Tres semanas hace que le he tomado a mi servicio, y no le encuentro más falta que tratar al prisionero con extremada dureza.
—¿Quién es ese cancerbero? —preguntó el cardenal.
—Un tal Grimaud.
—¿Qué hacía antes de colocarse en Vincennes?
—Residía en una provincia, según me dijo el que me lo ha recomendado: tuvo no sé qué lío a causa de su mala cabeza, y creo que no sentiría lograr la impunidad bajo el uniforme del rey.
—¿Y quién os lo ha recomendado?
—El administrador del duque de Grammont.
—¿De modo que es hombre de fiar?
—Como yo mismo, señor.
—¿Es hablador?
—¡Jesús! Señor, al principio le creí mudo; no habla ni responde más que por señas; parece que el amo que tuvo anteriormente le enseñó a eso.
—Pues bien, manifestarle, amigo La-Ramée, que si desempeña bien su destino, se le perdonarán su pecadillos pasados, se le dará un uniforme que le haga respetar, y en los bolsillos de ese uniforme se pondrán algunos doblones para que beba a la salud del rey.
Mazarino era muy pródigo de promesas, al contrario del buen Grimaud, de quien tan buen concepto tenía La-Ramée, el cual hablaba poco y hacía mucho.
El cardenal hizo a La-Ramée otras varias preguntas acerca de los alimentos, la habitación y la cama del preso, respondiendo el oficial de un modo tan satisfactorio, que el cardenal le despidió casi del todo tranquilo.
Eran las nueve de la mañana. Mazarino se levantó, se perfumó, se vistió y pasó al cuarto de la reina, para participarle los motivos que le habían detenido en el suyo. La reina, que no temía menos que el cardenal a Beaufort, y que era casi tan supersticiosa como aquél, le hizo repetir literalmente todas las promesas de La-Ramée y todos los elogios que a su subalterno tributaba, y cuando acabó el cardenal, le dijo a media voz:
—¡Ay! ¡Ojalá tuviéramos un Grimaud al lado de cada príncipe!
—¡Paciencia! —dijo Mazarino con su sonrisa italiana—. Quizás un día lo consigamos; pero entretanto…
—¿Qué?
—Voy a tomar medidas de precaución.
Inmediatamente escribió a D’Artagnan que acelerase su vuelta.
El preso que tanto temor causaba al cardenal, y cuyos cuarenta medios de evasión turbaban el sueño de toda la corte, no sospechaba siquiera el terror que inspiraba a sus adversarios.
Veíase tan admirablemente guardado, que reconociendo la inutilidad de cualquier tentativa, reducía toda su venganza a lanzar imprecaciones y ofensas contra Mazarino. También había tratado de hacer versos contra él, pero tuvo que renunciar a esta idea. Efectivamente, Beaufort no sólo no había recibido del cielo el don de hablar en verso, sino que aun en prosa le costaba mucho trabajo expresarse, y acostumbraba decir unas palabras por otras.
El duque de Beaufort era nieto de Enrique IV y de Gabriela d’Estrées, y tan bueno, tan valiente, tan altanero, y sobre todo, tan gascón como su abuelo, pero mucho menos ilustrado. Cuando murió Luis XIII fue por algún tiempo el favorito, el primer personaje de la corte; pero un día se vio obligado a ceder su puesto a Mazarino, y no ocupó más que el segundo lugar; otro día acometió la torpeza de incomodarse por esta transposición y la indiscreción de decirlo, y de resultas la reina le mandó detener y conducir al castillo de Vincennes por el mismo Guitaud que vimos aparecer al principio de esta historia, y a quien tendremos ocasión de encontrar de nuevo. Entiéndase bien, que decir la reina, es decir Mazarino. No sólo se habían descargado así de su persona y de sus pretensiones, sino que ya no se contaba con él, no obstante su carácter de príncipe y de su popularidad. Cinco años hacía que habitaba un aposento muy poco regio en la torre de Vincennes.
Este espacio de tiempo, durante el cual hubiesen madurado las ideas de cualquier otro que no hubiera sido Beaufort, pasó sobre su cabeza sin mudarle en nada. En efecto, otro hubiera reflexionado que a no haber simulado desafiar al cardenal, despreciar a los príncipes y marchar solo, sin más acólitos, como dice el cardenal de Retz, que algunos melancólicos que siempre tenían facha de estar formando castillos en el aire, hubiera alcanzado en aquellos cinco años, o la libertad, o defensores. Probablemente no se presentaron siquiera tales consideraciones a la imaginación del duque, quien no hacía más que afirmarse en su rebeldía con tan larga reclusión, causando sumo desagrado al cardenal con las noticias diarias que de él recibía Su Eminencia.
Perdidos sus esfuerzos poéticos, el señor de Beaufort se había dedicado a la pintura. Dibujaba con carbón las facciones del cardenal, y como su mediano talento no le permitía conseguir una gran semejanza, escribía para que no quedase la menor duda:
Ritratto
dell Illustrisimo Facchino Mazarini. Noticioso de esto Chavigny, hizo una visita al duque y rogóle que escogiese otra clase de pasatiempos, o cuando menos hiciese retratos sin letreros. Beaufort, semejante en esto a los encarcelados, se parecía a los niños, que sólo se obstinan en hacer lo que se les prohíbe.
M. de Chavigny tuvo noticia de ese aumento de garabatos. Poco seguro el duque de Beaufort de poder pintar una cara de frente, había convertido su cuarto en una verdadera sala de exposición. El gobernador se calló entonces, pero cierto día que estaba Beaufort jugando a la pelota, mandó pasar una esponja por todos los dibujos y pintar el cuarto al temple.
Beaufort dio muchas gracias a Chavigny por haberle preparado nuevamente los lienzos, y dividiendo su habitación en compartimientos, consagró cada uno de ellos a un paso de la vida de Mazarino.
El primero había de representar al ilustrísimo pillo Mazarini recibiendo una gran paliza del cardenal Bentivoglio, del cual había sido criado.
El segundo, al ilustrísimo pillo Mazarini desempeñando el papel de Ignacio de Loyola en la tragedia del mismo nombre.
El tercero, al ilustrísimo pillo Mazarini robando la cartera del primer ministro al señor de Chavigny, que contaba con ella.
El cuarto, al ilustrísimo pillo Mazarini negándose a dar unas sábanas al ayuda de cámara de Luis XIV, y diciendo que a un rey de Francia le basta cambiarse de sábanas de tres en tres meses.
Grandes composiciones eran éstas y excedían sin duda a las fuerzas del prisionero; contentóse, pues, con trazar los marcos y poner las inscripciones.
Pero los marcos y las inscripciones bastaron para despertar la suspicacia de Chavigny, quien envió un recado al señor de Beaufort, diciéndole que si no renunciaba a sus proyectados cuadros, le quitaría todos los medios de ejecución. Beaufort contestó que ya que le habían puesto en el caso de no poder hacerse famoso en la carrera de las armas, deseaba ver si lo conseguía en la de artista, y que no pudiendo ser un Bayardo o un Tribulcio, se proponía ser un Miguel Ángel o un Rafael.
Cierto día que Beaufort fue a pasear al patio, le quitaron su lumbre y con ella los carbones, y con los carbones la ceniza, de modo que cuando volvió no encontró el más pequeño objeto que pudiera convertirse en lápiz.
El señor de Beaufort se desesperó, echó pestes, aturdió el edificio y dijo que le querían matar de frío y humedad, como habían muerto Puy Laurens, el mariscal Ornano y el gran prior de Vend6me. A esto respondió Chavigny que no tenía más que dar su palabra de renunciar al dibujo, o de no hacer cuadros históricos, y que se le proporcionaría leña y todo lo preciso para encenderla. Beaufort no quiso dar palabra, y se pasó sin lumbre el resto del invierno.
A más de esto, durante una ausencia del prisionero, fueron borradas todas las inscripciones y el cuarto quedó blanco y desnudo, sin la menor señal de sus frescos.
El señor de Beaufort compró entonces a uno de sus celadores un perro llamado Alfónsigo, por no existir ley que prohibiese a los presos tener perros. Chavigny dio su autorización para que el cuadrúpedo cambiase de amo, y Beaufort pasaba horas enteras encerrado con su perro. Fácil era conocer que el preso las dedicaba a la educación de Alfónsigo, pero no se sabía cuál fuese ésta. Luego que quedó satisfecho de sus esfuerzos, convidó a Chavigny y a los oficiales de Vincennes a una gran representación en su cuarto. Los convidados se presentaron unos tras otros; la habitación estaba iluminada con todas las luces que había podido proporcionarse Beaufort.
Empezaron los ejercicios.
El preso había trazado en medio del cuarto, con un pedazo de yeso de la pared, una raya blanca que representaba una cuerda. Alfónsigo púsose sobre esta raya a la primera orden de su amo, se empinó sobre sus patas traseras, y con una vara de sacudir ropa entre las delanteras empezó a andar por la raya con todas las contorsiones de un volatinero. Luego que recorrió la línea algunas veces hacia adelante y hacia atrás, volvió la vara a Beaufort, y empezó a hacer los mismos ejercicios sin balancín.
La función estaba dividida en tres partes: terminada la primera, se pasó a la segunda.
Tratábase de saber qué hora era.
El señor de Chavigny enseñó su reloj a Alfónsigo. Eran las seis y media.
Alfónsigo levantó y bajó seis veces la pata, y a la séptima la dejó en el aire. Era imposible ser más claro: un reloj de sol no hubiese contestado mejor, porque sabido es que los relojes de sol no marcan la hora más que cuando es de día y no está nublado.
Después se pasó a saber cuál era entre los presentes el mejor carcelero de Francia.
El perro dio tres vueltas al círculo y fue a tenderse del modo más reverente a los pies de Chavigny.
Este celebró al pronto mucho la ocurrencia y se rio de ella. Luego se mordió los labios y frunció el ceño.
Finalmente, Beaufort propuso a Alfónsigo la difícil cuestión de cuál era el mayor ladrón del mundo conocido.
Entonces Alfónsigo dio una vuelta entera alrededor del aposento, y dirigiéndose a la puerta, se puso a aullar y a escarbar.
—Ya veis, caballeros —dijo el príncipe— que este interesante animal no encuentra aquí lo que le pido y va a buscarlo fuera. Pero tranquilizaos, no nos dejará sin respuesta. Alfónsigo, chiquito —prosiguió el duque—, ven acá.
El perro obedeció.
—¿Quién es el mayor ladrón del mundo conocido? ¿Es el secretario del rey, Le-Camus, que llegó a París con veinte mil libras, y ahora posee seis millones?
El perro movió negativamente la cabeza.
—¿Es —prosiguió el príncipe— el señor superintendente Emery, que ha dado a su hijo Thoré, cuando su matrimonio, trescientas mil libras de renta, y un palacio en cuya comparación las Tullerías es una choza y el Louvre un caserón destartalado?
El perro volvió a sacudir la cabeza negativamente.
—¿Tampoco? —dijo el príncipe—. Vamos a ver, ¿será por ventura el ilustrísimo Facchino Mazarini di Piscina?
El perro hizo desesperadamente señal de que sí, levantando y bajando ocho o diez veces la cabeza.
—Caballeros, ya lo estáis viendo —dijo Beaufort a los presentes, que entonces no se atrevieron a reírse—. El ilustrísimo Facchino Mazarini di Piscina es el mayor ladrón del mundo conocido: al menos así lo dice Alfónsigo.