Apoyó el fusil en las rodillas y de nuevo metió la mano en la bolsa para sacar cuatro proyectiles 308 Winchester, la mejor bala que se podía conseguir para el calibre 30. Llenó el cargador, accionó el cerrojo para meter la primera bala en la recámara y después guardó el fusil con mucho cuidado en la bolsa. No le preocupaba que el sol pudiese alabear la culata, pero no quería que el cañón se calentara hasta el punto de no poder tocarlo.
El segundo fusil que sacó de la bolsa era un Barret M-82 «Light 50». Tenía un aspecto mucho más impresionante que el M-24 y era menos preciso; claro que con balas de ametralladora calibre 50 podía tumbar cualquier cosa a una distancia de mil metros.
Con los fusiles y todo lo demás que llevaba en la bolsa, el hombre había cargado más de cuarenta kilos en la escalada que había hecho la noche anterior para llegar a la posición.
No le había molestado porque había aprendido a llevar armas de repuesto desde que había ido a Parris Island.
Sonó un suave pitido en la radio. La desenganchó del cinto y marcó rápidamente el código de desbloqueo.
—Búfalo de Agua, Búfalo de Agua —dijo la voz—. Aquí Factor Primario. ¿Cuál es la lectura?
—Todavía cinco sobre cinco —respondió el hombre.
—¿Estado?
—Preparado.
—Muy bien. Controla esta frecuencia, te informaremos dentro de una hora. Factor Primario fuera.
Se silenció la radio y el hombre la enganchó de nuevo en el cinto. Miró otra vez el reloj: la una en punto. Luego se ocupó del M-82, y lo inspeccionó como había hecho con el primer fusil. Satisfecho, pasó la mano por la mira telescópica. Se trataba de una mira fija, por supuesto —las miras desmontables no siempre mantenían el ajuste—, y el arma ya había sido ajustada. Miró la enorme cúpula que se elevaba por detrás y encima de su posición; vio una minúscula mancha que se movía sobre ella. Se llevó el arma al hombro para mirar a través de la mira telescópica. La mancha era un hombre vestido con un mono blanco que se movía lentamente por la estructura metálica para inspeccionar los cristales. Ocupaba dos líneas en la retícula del medidor de distancias; estaba aproximadamente a trescientos metros.
El hombre acarició el gatillo.
—Ten mucho cuidado —murmuró—. No queremos que te caigas.
Después, con mucho cuidado, amorosamente, guardó el fusil en la bolsa.
Le habían lavado y planchado el traje en la tintorería del parque, y se había redactado un informe del incidente para el Servicio de Seguridad. Ahora Andrew Warne se encontraba en uno de los pasillos del nivel B y se rascaba la barbilla con expresión perpleja. En su infancia, a menudo había tenido un sueño recurrente después de vivir un día especialmente traumático: caminaba por un pasillo de la escuela para ir al despacho del director, y pasaba por delante de las puertas de las aulas sin llegar nunca a la puerta al final del pasillo. En este momento tenía la sensación de estar viviendo aquel mismo sueño.
A su lado, Georgia no dejaba de moverse.
—¿Te has perdido?
—No.
—Creo que sí.
—¡Era tu tarea! Te di el plano a ti, ¿recuerdas?
Se apartaron para dejar paso a un coche eléctrico. Warne miro a un lado y otro del cruce.
¿No habían estado antes allí?
El lugar le resultaba conocido, pero con la multitud que recorría los pasillos le resultaba difícil orientarse. Además, estaba preocupado. Aún le dolía la muñeca donde currante lo había sujetado. Descubrió que se había estado masajeando la muñeca dolorida. Georgia lo miró.
—¿Estás bien, papa?
—Solo un poco alterado. Lo siento, sin duda te has llevado un buen susto.
Georgia sacudió la cabeza.
—No me asusté.
—¿No? —exclamó Warne, sorprendido—. Pues yo sí.
—Vamos, papa —dijo Georgia, que lo miraba como si le costase creer en la profunda ignorancia de su padre—. Tú lo construiste, ¿no? No podía hacerte nada malo. Él mismo no se lo habría permitido.
Warne sacudió la cabeza. Georgia no había estado en la reunión, no sabía nada de lo que le habían dicho. Si no hacía preguntas, mejor que mejor, pero él sí que tenía unas cuantas preguntas para Teresa Bonifacio, siempre y cuando encontraran su despacho.
Vio un cartel que no recordaba haber visto antes, «Nuevas tecnologías». Bueno, esto ya pintaba mejor. Miro por encima del hombro para asegurarse de que no los atropellaría algún coche de mantenimiento y luego se llevó a Georgia por la dirección que señalaba el cartel.
Al cabo de un minuto, para su gran enfado, se había perdido de nuevo. La nueva sección del nivel B donde habían ido A parar parecía corresponder a los despachos de los ejecutivos; los pasillos estaban cubiertos con moqueta, y las paredes de cemento, empapeladas. Ya se disponía a dar media vuelta cuando vio a una figura conocida. Se detuvo bruscamente.
Sarah Boatwright estaba en el umbral de un despacho, de espaldas a ellos, en compañía de dos hombres vestidos con trajes oscuros, que la escuchaban atentamente. La cabellera cobriza de la directora se sacudía al compás del movimiento de sus brazos.
Verla así, de espaldas a él, le trajo un súbito recuerdo: la primera mañana en la que se habían levantado de la misma gama. Antes de marchar al trabajo, lo último que había hecho Sarah había sido detenerse frente al espejo durante unos minutos para observarse desde todos los ángulos. En el momento, Warne había creído que se trataba de pura vanidad, y solo más tarde comprendió que sencillamente se observaba para descubrir si había algo fuera de lugar, alguna imperfección. A Sarah le gustaba el orden en todas las cosas. Sin embargo, cuando llegaba al trabajo se concentraba tanto en su tarea que se olvidaba de su aspecto. Por lo tanto, hacía este esfuerzo de una manera premeditada. A Warne le había parecido algo un tanto divertido hasta que terminó por entender que, desde el punto de vista de Sarah, era claramente la solución más lógica.
Sarah se volvió por un momento y los vio. Les dedicó una rápida sonrisa y los invitó a acercarse con un gesto. Luego habló de nuevo con los hombres, que asintieron y se marcharon.
—No pretendíamos interrumpir —se disculpó Warne mientras se acercaban.
—No te preocupes. Eran los encargados de Transporte y Diseño, otra media docena de pegas en la construcción de Atlantis, Lo habitual. —Los verdes ojos de Sarah miraron alternativamente a Warne y Georgia—. Llegas tarde para tu reunión con Terri. ¿Te has perdido?
—Sí —reconoció Warne.
—No —respondió Georgia al mismo tiempo.
—No estáis lejos. El laboratorio de Terri está a la vuelta de aquella esquina. —Sarah miró de nuevo a Georgia. Titubeó antes de añadir—: ¿Por qué no entráis un momento?
El despacho era grande, amueblado con elegancia, y la temperatura era fría, incluso para lo habitual en los subterráneos de Utopía. La intensidad de la luz en los pasillos hacía que el despacho pareciera estar en penumbras. En la mesa de Sarah no había nada más que unas pocas carpetas, un ordenador y un tazón. Como siempre, todo estaba en perfecto orden. Incluso los cuadros en la pared —una fotografía de Eric Nightingale y Sarah; otra de Swope, el velero de veinte metros de eslora con el que ella había participado en la regata de Newport-Bermuda— estaban perfectamente alineados.
—Es muy bonito —comentó Warne—. Parece que te van muy bien las cosas. Quizá tenga que pedirte la llave del lavabo de los ejecutivos.
—En Utopía me tratan muy bien.
—Ya lo veo.
Hubo una pausa incómoda, la sensación de que había algo que había quedado pendiente entre ellos. Warne se preguntó, un tanto vagamente, si debía disculparse por su estallido durante la reunión de la mañana. Con la misma rapidez con que lo había pensado, se dio cuenta de que, fuese correcto o no, no iba a disculparse.
—Me han informado del incidente con Currante —dijo Sarah—. Me alegra ver que no estás herido.
—No sé qué decirte. Me duele —respondió Warne, con una mano en la muñeca.
—Mandaré que lleven la unidad lógica al laboratorio de Terri para que la analicen. —No lo dijo, no era necesario, Pero la implicación era obvia.
Warne miró a Georgia. Se había sentado en una de las sillas de la mesa de conferencias y hojeaba un libro a todo lujo titulado
Utopía Portraits
.
—Sarah —dijo en voz baja y se acercó un poco más—, la metarred no es responsable de lo sucedido. No puede serlo. Tú estabas en Carnegie-Mellon cuando la desarrollamos, sabes muy bien de qué es capaz. Reprogramar los robots no es algo que figure en su patrón de conducta.
—¿Cómo puedes saber exactamente qué es capaz de hacer? Es un sistema de autoaprendizaje. Tú lo diseñaste para que se mejorase a sí mismo y a los robots, para que se adaptara a los cambios.
—Lo que quieras, pero tú te comportas como si se tratase de un software con voluntad propia. La compañía nunca habría autorizado la instalación de no haber pasado las pruebas previas. Estuvo funcionando durante seis meses antes de la instalación sin presentar ninguna pega. ¿No es así?
—Pues ahora lleva funcionando otros seis meses en un entorno de constantes cambios.
Quizá se ha automodificado de una manera que no estamos preparados para controlar. Al menos, esa es la teoría de Fred Barksdale, y él es quien está en la mejor posición para saberlo.
—De acuerdo pero… —Warne se interrumpió con un esfuerzo. No tenía sentido discutir; ya lo discutiría con Terri Bonifacio. Exhaló un suspiro, sacudió la cabeza—. Hablando de Fred Barksdale… ¿Lo vuestro va en serio o es solo un romance pasajero?
Sarah lo miró fijamente y se encontró con la sonrisa de Warne.
—¿Es tan obvio? —preguntó al cabo de un momento.
—Destaca como un rótulo de neón.
—Fred es un buen tipo —afirmó Sarah.
—Pues a mí no me pareció que fuese tu tipo. Me refiero a que tiene toda la pinta de ser uno de esos ingleses estirados. Se parece tanto a… no sé, a uno de esos aficionados a la caza del zorro, a la ginebra rosa, al ejemplar del Times planchado, esa clase de cosas.
—Es el hombre más refinado que he conocido. Creo que he estado saliendo con científicos durante demasiados años, y no quiero ofender a nadie.
—Desde luego que no —dijo Warne, aunque se le enfrió un poco la sonrisa.
Vio que Sarah miraba más allá de él, y miró por encima del hombro. Georgia había dejado el libro y contemplaba su conversación privada con una expresión de desagrado. Sarah se apartó.
—Georgia, tengo algo para ti. —Pasó al otro lado de la mesa y se agachó. Se oyó el ruido de una llave que giraba en la cerradura, seguido del zumbido de unos ventiladores. Sarah se levantó al tiempo que decía con un tono amable; —Venga, sal.
A Warne le pareció por un momento como si la mesa se hubiese movido. Luego algo apareció por detrás de la mesa, una cosa que parecía un barril de cerveza montado sobre ruedas. Se detuvo y la cámara instalada en la parte superior giró velozmente. En cuanto los captó en el visor, emitió un sonido a medio camino entre un ladrido y un eructo, y avanzó bruscamente.
Georgia saltó de la silla y abrió los brazos.
—¡Tuercas! —gritó—. Ven aquí, chico.
Warne observó el rápido avance del robot hacia Georgia. Tuercas no consiguió frenar a tiempo, y Georgia acabó tumbada en el suelo.
Había olvidado lo mucho que las cámaras estereoscópicas de la cabeza parecían ojos; lo bien que el giroscopio de baja velocidad angular que había instalado en la base del robot imitaba los movimientos nerviosos de un cachorro. Incluso la torpeza del autómata estaba en consonancia con el personaje.
Había construido a Tuercas como una herramienta de demostración, algo sencillo para explicar conceptos de robótica como el desplazamiento y la evitación de colisiones. Warne era un firme partidario de la etología —utilizar la conducta animal como modelo para estructuras de inteligencia artificial—, y Tuercas había sido ideal para sus propósitos. Era uno de los primeros ejemplares que había construido para implementar sus teorías de aprendizaje de las máquinas. También le había parecido la mascota perfecta para Georgia, que siempre había sido alérgica a los perros. Luego, cuando su hija había perdido el interés, se había llevado a Tuercas al instituto, donde se había convertido en una curiosidad. El robot tenía dos procesadores, una cantidad de memoria extraordinaria y un hardware muy caro aunque ya un tanto anticuado. Cuando Warne acabó de programarlo, sus cincuenta mil líneas de órdenes incluían comportamientos de bajo nivel como buscar o pedir algo, detectar extraños y otras muchas tareas perrunas. Sin embargo, no sabía muy bien si por un exceso de órdenes o porque alguno de los estudiantes le había gastado una broma pesada, el robot se comportaba de una manera imprevisible, de una manera que nunca hacían las demás creaciones de Warne. Al menos, hasta esa mañana.
Tuercas detectó a Warne, se acercó a él y comenzó a golpearlo en el muslo con la cabeza con bastante fuerza, como si reclamara su atención.
—Hola, muchacho —dijo Warne.
Siempre le había gustado el robot, y por un momento sintió el impulso irracional de acariciarle unas orejas inexistentes. Cuando se agachó para mirarlo de cerca, se sorprendió al ver la gruesa capa de polvo que cubría el micrófono, los servos y los demás mecanismos.
Era como si hubiesen acabado de sacarlo de un trastero, y llamaba la atención en un entorno impoluto como era el despacho de Sarah. Sopló para quitar el polvo de algunas de las partes y se levantó.
—Ve a jugar con Georgia.
Durante sus encuentros con Nightingale, el mago se había entusiasmado con el robot. Al final, Warne se lo había regalado como una promesa de que no tardarían en llegar otras maravillas tecnológicas. Siempre había creído que los diseñadores del parque utilizarían a Tuercas en alguna de las atracciones. Calisto habría sido la más adecuada.
—¿Cómo es que no lo utilizáis en el parque? —preguntó.
—Siempre hemos tenido la intención de utilizarlo. Pero hemos evolucionado hacia entornos más sensoriales: hologramas, rayos láser, atracciones dirigidas por ordenador, encuestas, todas esas cosas.
—Encuestas. Chuck Emory y sus contables.
—También esta la idea de que podría resultar un tanto intimidatorio para los visitantes.
—¿Intimidatorio? ¿El pequeño Tuercas?
—No es tan pequeño.
Un hombre apareció en la puerta del despacho, con un rollo de planos debajo del brazo.