Warne sacudió la cabeza.
—No. Fue algo muy astuto. El tipo montó un puesto de mando remoto y lo disimulo como si fuese nada más que un router. Uno entre un millar. Nadie que buscase a un intruso habría podido encontrarlo. Si no hubiera conseguido descifrar parte del código, cosa que me permitió saber que debía buscar… —Hizo una pausa—. Así y todo, en gran medida fue pura suerte.
—Ya veremos hasta dónde nos acompaña la suerte cuando John Doe se entere de que hemos capturado a uno de sus compinches. Si es que no lo sabe ya.
Warne miró al jefe de Seguridad, intrigado.
—¿A qué se refiere?
—Mientras ustedes estaban en el Núcleo jugando al escondite, hemos perdido las imágenes de todas las cámaras de vigilancia.
—¿Perdido? ¿Qué quiere decir con perdido?
—Ninguna de las cámaras instaladas en el parque y en el subterráneo funciona. Los únicos lugares que no han sido afectados son los casinos, que disponen de su propio circuito de vigilancia cerrado, y el nivel C, debajo de nosotros. Nos hemos quedado ciegos.
—Vaya por Dios. —Poole silbó por lo bajo.
—Creo que eso se lo tenemos que agradecer a nuestro Amigo —dijo Warne. Recordó el momento en que habían descubierto la presencia del hombre en el Núcleo y cómo los había mirado sin interrumpir el tecleo—. Escribió una orden después de vernos.
—No se le puede negar el mérito de ser un tipo con agallas —opinó Poole.
—Lo único que tendrá de mí será un billete de ida a la penitenciaría de Nevada —replicó Allocco—. ¿Ha dejado alguna pista? ¿Podemos utilizar su equipo para deducir qué hizo e intentar reparar los daños?
Warne sacudió la cabeza.
—Tenía oculto un ordenador portátil de última generación en la caja, pero lo había preparado de tal manera que lo destruyó antes de emprender la huida.
—Un artefacto incendiario —añadió Poole—. Fundió todo lo sólido.
—Vaya. Así que estos chicos siguen dos pasos por delante de nosotros en todo lo que hacemos. —Allocco miró a Peccam—. ¿Qué has encontrado, Ralph?
El joven tenía las manos metidas dentro de la bolsa.
—Vamos a ver. Hay una radio de recambio. —La sacó y la dejó sobre una mesa de centro—.
Pero tiene un codificador, así que no nos sirve de nada. Cables, pinzas y cosas por el estilo.
Unas cincuenta pastillas de Nicorette. Hay algunas cosas que no sé que son. —Les mostró algo que parecía una mecha.
—Cordón detonador —exclamaron Allocco y Poole al unísono.
—Cordón detonador. Un par de bocadillos de mantequilla de cacahuete y gelatina.
Poole se acercó para coger uno de los bocadillos, le quitó el envoltorio y separó las rebanadas de pan.
—Mantequilla con trozos. Una excelente elección.
—Continúa —le dijo Allocco al técnico.
—También hay esto. —Peccam les mostró un objeto de plástico negro con tres botones: dos grises, uno rojo. Tenía el aspecto de un mando a distancia más grande de lo normal.
—¿Qué es eso?
—Un transmisor de infrarrojos. Reforzado para una transmisión a larga distancia. —En el rostro de Peccam apareció una expresión de intriga.
—¿Y?
—Bueno, no tiene sentido. Me refiero a reforzar el alcance de un transmisor de infrarrojos.
Allocco exhaló un suspiro.
—Solo quiero una explicación —dijo, impaciente.
—Verá, básicamente hay dos tipos de controles remotos: el de infrarrojos y el de radiofrecuencia. Lo habitual es utilizar el de radiofrecuencia por su mayor alcance.
—Sopesó el cilindro negro—. Pero este transmisor de infrarrojos lo han reforzado para que tenga un alcance superior a cualquiera de radiofrecuencia. Debe de tener un alcance de casi un kilómetro. Es un juguete muy caro. Pero, como he dicho, no tiene sentido. Con uno de radiofrecuencia se puede transmitir a través de las paredes. En cambio, con uno de infrarrojos como este se puede llegar más lejos, pero es necesario que no haya obstáculos.
Por lo tanto, ¿por qué molestarse en preparar un transmisor de tanta potencia si uno necesita verlo que apunta?
En el silencio que siguió a las palabras del técnico, Warne miró a Poole. El hombre parecía preocupado.
—Gracias por la lección —dijo Allocco—. ¿Alguna cosa más?
—No. Ah, sí, hay otra cosa. —Peccam metió la mano en la bolsa y sacó un arma con mucho cuidado. Era una metralleta, con la culata de madera y un cargador doble. En la boca del cañón tenía atornillada una pieza de metal cónica.
—Una Heckler SC Koch MPSSD —manifestó Poole, con un tono de aprobación—. Si se usa munición subsónica, es tan silenciosa que prácticamente no se oye la detonación; lo único que se oye es el chasquido del cerrojo, y a veces ni eso.
Nadie hizo ningún comentario. Permanecieron inmóviles, con las miradas fijas en el arma.
Finalmente, Allocco se levantó.
—Será mejor que vaya a ver a nuestro amigo, aunque dudo que haya dicho gran cosa desde que me marché. No se puede decir que sea muy conversador.
—Me gustaría acompañarlo —dijo Poole.
—¿Por qué? —preguntó el jefe de Seguridad.
—¿Por qué no?
Allocco soltó un bufido. Después se volvió hacia el técnico de vídeo.
—Peccam, guarda todo eso y vigila a estos civiles por mí.
Poole miró a Allocco cuando se marchaba.
—Me parece que no le caigo bien al camarada Allocco —comentó con un tono amable mientras se levantaba—. Me pregunto por qué será.
«Yo también», pensó Warne, que se levantó dispuesto a seguirlo.
Luego miró a Terri por encima del hombro. La muchacha estaba sentada muy erguida, con las manos apoyadas en las rodillas.
—¿Te importa esperar aquí?
—¿Estás de broma? Odio las celdas más de lo que detesto los armarios cerrados.
—No tardaremos en volver —prometió.
Dejó a Terri con Peccam, que estaba guardando la metralleta en la bolsa con mucho cuidado.
Utopía solo contaba con una celda al final de un pasillo, y no se podía considerar de alta seguridad. Era una pequeña habitación, con una reja y un camastro atornillado a una de las paredes acolchadas. Un grupo de guardias apostado en el vestíbulo vigilaba la celda.
—¿Lo han registrado a fondo? —preguntó Allocco.
—Sí, señor —respondió uno de los guardias, un joven de cabellos oscuros. La placa de bronce enganchada en el bolsillo izquierdo de la camisa llevaba su nombre: Lindbergh—. No tiene billetero, ninguna tarjeta de identificación, ni dinero. Nada de nada. Está limpio.
—Bien. Por favor, abra la puerta.
Warne, que había llegado el último, espió cautelosamente por encima del hombro de Poole. El pirata, como había comenzado a llamarlo, estaba acostado en el camastro. Aún vestía el mono azul, pero le habían quitado del cuello la insignia de los electricistas. Era joven, nervudo, moreno, y llevaba los cabellos negros recogidos en una cola de caballo. Le pareció que tenía aspecto de ser sudamericano. Tenía las piernas cruzadas en los tobillos y los dedos, manchados de nicotina, entrelazados detrás de la nuca. Las marcas de los puñetazos en su rostro comenzaban a adquirir un color morado. Miró al grupo sin el menor interés.
Allocco se acercó al camastro y se cruzó de brazos.
—Muy bien. Lo probaremos de nuevo. ¿Cómo se llama?
Silencio.
—¿Dónde está el resto de sus hombres?
Silencio.
—¿Cuántas cargas explosivas han colocado y dónde están ubicadas?
El hombre cerró los ojos y se movió para ponerse más cómodo.
Allocco se balanceó sobre los talones, dominado por la frustración.
—La policía viene hace aquí. Está metido en la mierda hasta el cuello. Si coopera con nosotros, quizá consiga salir bien parado. Vamos a intentarlo otra vez. ¿Dónde están las demás cargas explosivas?
La pregunta recibió la misma respuesta que las anteriores.
El jefe de Seguridad se volvió.
—¿Le importa si lo intento? —preguntó Poole.
—¿Qué piensa hacer? —replicó Allocco, furioso—. ¿Clavarle astillas debajo de las uñas? ¿La picana eléctrica?
—Solo quiero hablar con él, nada más.
Allocco exhaló otro suspiro. Después invitó a Poole a entrar con un gesto.
Warne observó cómo Poole se arreglaba la chaqueta y se acomodaba la gorra. Pero Poole no se movió. Permaneció donde estaba y le habló al detenido desde la reja.
—Lamento la paliza —comenzó—, pero ya sabe cómo son estas cosas. No podía permitir que continuara rompiendo cosas y le estropeara la diversión a la gente. No habría hecho mi buena acción del día como un buen niño explorador.
El hombre no hizo ningún comentario ni abrió los ojos.
A Warne le pareció que se acentuaba la atmósfera surrealista, Unos pocos minutos antes, estos dos hombres se habían atacado con una furia asesina. Ahora uno estaba acostado tranquilamente mientras que el otro le hablaba con un tono amable y comprensivo.
—Creo que le cuesta decirme su nombre. No tiene importancia —prosiguió Poole—. Lo llamaré Bandido Doce.
El hombre abrió los ojos y miró el techo.
—No es más que un nombre, pero evidentemente no es Bandido Uno ni Bandido Dos. Yo diría que está en el escalón más bajo. Así que ¿cuántos son? ¿Doce?
El hombre cerró los ojos.
—No, no lo creo. Su jefe parece un tipo listo. Yo diría que tiene una fuerza pequeña. Cinco hombres, quizá media docena. Utopía es un lugar muy grande, y nadie se esperaría un número reducido. Un grupo pequeño y muy experimentado, donde cada uno tiene un papel preciso. Claro que el plan tiene que ser muy bueno, estudiado hasta el último detalle.
Necesitaban tener todos los explosivos colocados antes de empezar, pero no con demasiada anticipación. No podían correr el riesgo de que alguien encontrara por accidente alguno de sus pequeños regalos.
Esta vez el hombre abrió los ojos para mirar a Poole.
Poole se echó a reír.
—¿Qué tal lo hago?
El hombre desvió la mirada.
—Por supuesto, es imposible meterse en el sistema a solas. Necesitaron contar con alguien en el interior. No, si esto lo hiciera yo, contaría con dos. Tendría a un empleado del montón, a alguien a quien sobornar para que hiciera los recados, y después a algún ejecutivo. —Poole asintió, mientras se arreglaba el cuello del polo—. Sí. Ese sería el galante caballero con la resplandeciente armadura. Él conocería cómo funciona todo, sabría cómo esquivar los sistemas de protección, eludir las defensas naturales del parque. Pero él, o ella, no necesitaría ensuciarse las manos. Nadie le prestaría atención.
El hombre continuó con la mirada fija en la pared, los labios apretados.
—La verdad es que da un poco de pena. —Poole sacudió la cabeza—. Porque, al final del día, siempre es Bandido Uno quien queda limpio y Bandido Doce el que paga las consecuencias.
¿No le parece que es lo que ya esta sucediendo?
Se hizo un silencio. Poole miró a Warne y le hizo un guiño.
El silencio se prolongó.
—Bueno, se acabó —dijo Allocco, con un toque de sarcasmo en su tono impaciente—. Todo el mundo ha intervenido ya. ¿Le queda alguna pregunta por hacer, Lindbergh, o a usted, doctor Warne?
Al escuchar este último nombre, el ocupante de la celda sufrió una notable transformación. Había estado acostado, al parece muy tranquilo, sin preocuparse en absoluto por las preguntas. Ahora se sentó en el camastro y su mirada buscó en el grupo hasta dar con Warne.
—¡Warne! —gritó—. ¡Usted! ¡Usted es quien lo jorobó todo! ¡Maldito entrometido! —Saltó del camastro.
La respuesta de Poole fue instantánea. Se lanzó sobre el hombre, lo empujó con el hombro para estrellarlo contra la pared y le clavó el codo en la garganta. El hombre soltó un grito ahogado y Poole se apartó. El pirata se desplomó sobre el camastro.
Durante unos momentos, el hombre no hizo más que toser y masajearse la garganta. Poole retrocedió hasta el umbral al tiempo que le indicaba a Warne que se mantuviese detrás.
El pirata miró a Warne. El ataque de cólera desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido, y ahora afloró a su rostro una sonrisa desdeñosa. Tenía los dientes amarillos por el tabaco.
—Lo sé todo de usted —dijo—. Vi cómo intentaba descubrir qué le pasaba a su programa de tres al cuarto. —Soltó una carcajada—. Por cierto, el código es patético. El que le enseñó hizo un pésimo trabajo.
Mientras lo escuchaba, Warne se dio cuenta de que, a pesar de sus facciones mayas, el hombre tenía un acento puro norteamericano.
—No tiene ni puñetera idea de lo que esta pasando. Pero no dejó de insistir. Como si pudiese hacer algo. —Se rió de nuevo—. Pues ¿sabe qué? Está bien jodido. Todos ustedes.
Volvió a entrelazar los dedos detrás de la cabeza, cerró los ojos y ya no dijo nada más.
La llamada llegó cuando Sarah Boatwright se despedía de los supervisores después de mantener una reunión urgente. Habían entrado hacía solo treinta minutos: algunos impacientes y preocupados, otros agitados e inseguros. Sarah había cancelado la habitual reunión del mediodía, y los rumores no habían dejado de circular entre los cargos administrativos superiores. ¿Qué había pasado en la Torre del Grifo durante el espectáculo de las 13.20? ¿Cómo se había producido el fallo en Aguas Oscuras? ¿Por qué se había ordenado una alerta de Seguridad? Sarah había descartado todas estas preguntas con lo que esperaba que hubiese sido una convincente muestra de tranquilidad: las crisis habituales, nada que se apartara mucho de la normalidad. Después había preguntado cuál era la situación actual, con el aliento contenido ante la posibilidad de que le informaran de alguna otra fechoría de John Doe. Pero todos los informes habían sido de incidentes de escasa importancia. Desperfectos en los lavabos de damas en Poor Richard’s, la sala de fiestas de Camelot. Quejas del comportamiento de un acomodador en la montaña rusa de la Carrera de Obstáculos y el aviso del personal del aparcamiento de que, una vez más, se las habían tenido que ver con un abogado que buscaba clientes en la estación del monorraíl.
Sarah los escuchó a todos y después los despidió amablemente con la excusa de que tenía una reunión urgente. Los observó mientras recogían sus carpetas y abandonaban el despacho. Había sido muy fácil tranquilizarlos. Querían creer, porque la alternativa era impensable. Para los supervisores de Utopía, el buen funcionamiento del parque era tan importante como la vida misma. Se preguntó si alguna vez encontraría la manera de decirles la verdad, si es que la pesadilla llegaba a su final.