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Authors: John Irving

Una mujer difícil (74 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—¡Dios mío, estás borracho de veras! —exclamó Jansen.

Harry intentó leer en la cama, pero estaba demasiado bebido para entender lo que leía. La novela, que no había estado del todo mal como lectura en el avión, era un desafío demasiado grande bajo los vapores del alcohol. Se trataba de la nueva novela de Alice Somerset, la cuarta y última en la que aparecía la detective Margaret McDermid. Se titulaba
McDermid, jubilada
.

A pesar de su desdén habitual por las novelas policíacas, Harry Hoekstra era un gran aficionado a la anciana autora canadiense. (Aunque Eddie O'Hare nunca habría considerado a una mujer de setenta y dos años una «anciana», ésa era la edad que Alice Somerset, también llamada Marion Cole, tenía en abril de 1991.)

A Harry le gustaban las novelas de misterio protagonizadas por Margaret McDermid porque creía que la detective del departamento de desaparecidos tenía un grado de melancolía que resultaba convincente en un agente policial. Además, las obras de Alice Somerset no eran verdaderas novelas de «misterio», sino investigaciones psicológicas que profundizaban en la mente de una policía solitaria. En opinión de Harry, las novelas demostraban de una manera creíble el efecto que las personas desaparecidas ejercían sobre la sargento McDermid…, es decir, aquellas personas desaparecidas cuya suerte la detective jamas llegaba a descubrir.

Aunque por entonces a Harry le quedaban por lo menos cuatro años y medio para su jubilación, no le servía de gran cosa leer acerca de una policía que se había jubilado, sobre todo porque lo esencial de la novela era que, incluso después de retirarse, la sargento McDermid seguía pensando como una policía.

Llega a convertirse en una prisionera de las fotografías de aquellos muchachos norteamericanos desaparecidos para siempre. No puede decidirse a destruir las fotos, aun cuando sabe que nunca encontrarán a los jóvenes. La novela finaliza con la frase: «Cifraba su esperanza en que un día tendría el valor suficiente para destruirlas».

¿Cifraba su esperanza?, se preguntó Harry. ¿Eso era todo? ¿Sólo tenía esperanza? ¡Mierda! ¿Qué clase de final era ése? Profundamente deprimido y todavía despierto, Harry miró la foto de la autora. Le irritaba no poder hacerse nunca una idea cabal del aspecto que tenía Alice Somerset. Siempre volvía la cara y se cubría la cabeza con un sombrero. El sombrero era lo que realmente fastidiaba a Harry. Está bien usar seudónimo, pero ¿qué era aquella mujer? ¿Una criminal?

Y como Harry no podía ver con claridad el semblante de Alice Somerset, su cara oculta le recordaba a la testigo desaparecida, cuya cara tampoco había visto bien. Cierto que había reparado en sus pechos y en la actitud precavida de todo su cuerpo, pero también le había impresionado la manera en que parecía estudiarlo todo. Ésta había sido en parte la motivación de su propio deseo de estudiarla. Se daba cuenta de que si quería volver a verla, no era sólo por su condición de testigo. Quienquiera que fuese, era una mujer a la que quería conocer.

En abril de 1991, cuando apareció en los periódicos de Amsterdam la noticia de que habían capturado al asesino de la prostituta, el hecho de que el asesino resultara ser un enfermo incurable no dejó de causar cierto desengaño. Urs Messerli no saldría nunca del hospital y moriría en el transcurso de aquel mismo mes. Un asesino en serie de ocho prostitutas debería haber provocado más sensación, pero la noticia ocupó un lugar destacado en la prensa durante menos de una semana, y hacia fines de mayo ya no había ninguna mención del asunto. Maarten Schouten, el editor holandés de Ruth Cole, se hallaba en la Feria del Libro Infantil de Bolonia cuando se difundió la noticia, la cual no llegó a Italia porque ninguna de las prostitutas asesinadas era italiana. Y todos los años, tras la Feria de Bolonia, Maarten viajaba a Nueva York. Ahora que sus hijos eran mayores, Sylvia le acompañaba a ambas ciudades. Como Maarten y Sylvia no se enteraron de que la policía había encontrado al asesino de Rooie, Ruth tampoco se enteró. Seguía creyendo que el hombre topo se había salido con la suya y que andaba por ahí totalmente libre.

Cuatro años y medio después, en el otoño de 1995, Harry Hoekstra, de cincuenta y ocho años y a punto de jubilarse, vio la nueva novela de Ruth Cole en el escaparate de aquella librería en el Spui, la Athenaeum, y se apresuró a comprarla.

—Ya era hora de que esta autora escribiera otra novela —le dijo el sargento Hoekstra a la dependienta.

Todos los empleados de la Athenaeum conocían a Harry. Su aprecio por las novelas de Ruth Cole les era casi tan familiar como el chismorreo de que el sargento Hoekstra había conocido allí a más mujeres, mientras ojeaba libros, que en ninguna otra parte. A los empleados de la librería les gustaba bromear con él. No dudaban de su afición a leer libros de viaje y novelas, pero se divertían diciéndole lo que sospechaban, que iba allí no sólo a leer.

Mi último novio granuja
, que Harry compró en inglés, tenía un título atroz en holandés,
Mijn laatste slechte vriend
. La empleada que atendió en esa ocasión a Harry, y que era una profesional muy experta, le explicó las posibles razones por las que Ruth Cole había necesitado cinco años para escribir un libro que no parecía muy largo.

—Es su primera novela en primera persona —empezó a decir la joven—. Y parece ser que tuvo un hijo hace unos años.

—No sabía que estuviera casada —dijo Harry, mientras contemplaba con más atención la foto de Ruth en la sobrecubierta. Se dijo que no parecía casada.

—Su marido murió hace cosa de un año —le informó la empleada.

Así pues, Ruth Cole debía de estar viuda. El sargento Hoekstra examinó la foto de la autora. Sí, tenía más aspecto de viuda que de casada. Había en sus ojos un aire de tristeza, o tal vez tenían algún defecto. La mujer miraba a la cámara con recelo, como si su inquietud fuese incluso más permanente que su aflicción.

La novela anterior de Ruth Cole trataba de una viuda, ¡y ahora ella también lo era!

Harry pensó que un problema de las fotos de los autores es que éstos siempre afectan una pose y no saben qué hacer con las manos. Unos las tienen entrelazadas, otros se cruzan de brazos, algunos meten las manos en los bolsillos. En esas fotos no faltan las manos en el mentón y en el aire. Harry pensaba que deberían tener las manos a los costados o en el regazo.

El otro problema que presentaban las fotos de autores era que a menudo no constaban más que de la cabeza y los hombros. Harry quería verlos de cuerpo entero. En el caso de Ruth, uno ni siquiera podía verle los pechos.

En sus días de asueto, al salir de la Athenaeum, Harry solía sentarse a leer en un café del Spui, pero se sentía inclinado a leer en casa la novela de Ruth Cole.

¿Qué más podía desear? ¡Una nueva novela de Ruth Cole y dos días de fiesta!

Cuando llegó a la parte del relato en que aparecen la mujer mayor y el hombre joven, se sintió decepcionado. Harry tenía casi cincuenta y ocho años, y no le apetecía leer sobre la relación entre una treintañera y un hombre más joven que ella. No obstante, le intrigaba que la historia transcurriera en Amsterdam, Y cuando llegó a la parte en que el joven convence a la mujer para pagar a una prostituta a fin de que les permita mirarla mientras está con un cliente… la sorpresa del sargento Hoekstra es imaginable. «En la habitación predominaba el color rojo, y la pantalla de vidrio coloreado de rojo de la lámpara la enrojecía aún más», había escrito Ruth Cole. Harry sabía en qué habitación pensaba.

«Estaba tan nerviosa que no servía para nada —escribía Ruth Cole—. Ni siquiera pude ayudar a la prostituta a colocar los zapatos con las puntas hacia fuera. Tomé sólo uno de los zapatos y lo dejé caer enseguida. Me reconvino por ser semejante incordio para ella, y me pidió que me escondiera detrás de la cortina. Entonces alineó los zapatos restantes a cada lado de los míos. Supongo que mis zapatos se movían un poco, porque estaba temblando.»

A Harry no le resultó difícil imaginarla temblando. Puso un punto entre las páginas donde había interrumpido la lectura. Terminaría la novela al día siguiente. Ya eran altas horas de la noche, pero ¿qué importaba? Tenía libre el día siguiente.

El sargento Hoekstra montó en su bicicleta y recorrió la distancia desde el oeste de Amsterdam hasta De Wallen en muy poco tiempo. Había recortado la foto de la sobrecubierta del libro, pues no había ningún motivo para que nadie más supiera quién era su testigo.

Encontró primero a las dos mujeres gordas de Ghana, y al mostrarles la foto tuvo que recordarles a la misteriosa mujer de Estados Unidos que se detuvo en el Stoofsteeg y les preguntó de dónde eran.

—Eso pasó hace mucho tiempo, Harry —dijo una de las mujeres.

—Cinco años —precisó el sargento—. ¿Es ella?

Las prostitutas de Ghana miraron con detenimiento la fotografía.

—No se le ven los pechos —comentó una de ellas.

—Sí, tenía unos pechos bonitos —dijo la otra.

—Bueno, ¿es ella? —insistió Harry.

—¡Han pasado cinco años, Harry —exclamó la primera.

—Sí, es demasiado tiempo —dijo la otra.

Entonces Harry encontró a la prostituta tailandesa joven y fornida del Barndesteeg. La mayor, la sádica, dormía, pero de todos modos Harry confiaba más en el juicio de la prostituta joven.

—¿Es ella? —preguntó de nuevo.

—Podría ser —dijo lentamente la tailandesa—. Recuerdo mejor al chico.

En el Gordijnensteeg, dos policías más jóvenes y uniformados disolvían a un grupo de personas que estaban discutiendo ante los escaparates de los ecuatorianos. Siempre había riñas en la zona de los travestidos ecuatorianos. Al año siguiente los deportarían a todos, como había sucedido en Francia unos años atrás.

Cuando vieron al sargento Hoekstra, los policías jóvenes parecieron sorprendidos, pues sabían que tenía la noche libre. Pero Harry les dijo que había ido a resolver cierto asunto con el hombre que tenía unos pechos del tamaño de pelotas de béisbol y duros como piedras. El travestido ecuatoriano exhaló un hondo suspiro cuando vio la foto de Ruth Cole.

—Es una lástima que no se le vean los pechos —comentó—. Los tenía bonitos.

—¿Estás seguro de que es ella? —le preguntó Harry.

—Parece mayor —dijo el travestido, decepcionado.

Harry sabía que era mayor, que había tenido un hijo y su marido estaba muerto. Varios motivos explicaban que Ruth Cole pareciera mayor.

No pudo encontrar a la prostituta jamaicana que había tomado a Ruth del brazo para llevarla fuera del Slapersteeg, la que dijo que la testigo de Harry tenía el brazo derecho fuerte para ser una mujer tan menuda. Harry se preguntaba si sería algo así como una atleta.

A veces la prostituta jamaicana estaba ausente durante una semana o más tiempo. Debía de tener una segunda vida que le creaba dificultades, tal vez en Jamaica. Pero no importaba, de todos modos Harry no necesitaba verla.

Finalmente fue pedaleando a la Bergstraat. Allí tuvo que esperar a que Anneke Smeets terminara con un cliente. Rooie había legado en su testamento a Anneke la habitación con escaparate de la que era propietaria. Eso hubiera podido ayudar a la joven con sobrepeso a prescindir de la heroína, pero el lujo de poseer la habitación de Rooie había perjudicado en gran manera el equilibrio dietético de Anneke, y estaba tan gorda que ya no podía ponerse el top de cuero.

—Quiero entrar —le dijo Harry a Anneke, aunque generalmente prefería hablarle en la calle, pues nunca le había gustado el olor de la joven.

La noche estaba ya muy avanzada, y el olor de Anneke era espantoso cuando se disponía a cerrar la habitación y volver a casa.

—Vaya, Harry, ¿es una visita profesional? —le preguntó la joven obesa—. ¿Se trata de tu profesión o de la mía?

El sargento Hoekstra le mostró la foto de la autora.

—Sí, es ella —dijo Anneke—. ¿Quién es?

—¿Estás segura?

—Claro que estoy segura. No hay duda de que ¿por qué la buscas? Ya has descubierto al asesino.

—Buenas noches, Anneke —le dijo Harry.

Pero cuando salió a la Bergstraat se encontró con que alguien le había robado la bicicleta. Esta pequeña decepción era similar a la que se llevó al ver que la prostituta jamaicana volvía a estar ausente. ¿Qué importaba, en realidad? Harry tenía libre todo el día siguiente, un tiempo suficiente para terminar la nueva novela de Ruth Cole y comprarse una bicicleta nueva.

En Amsterdam no se producían más de veinte o treinta asesinatos al año, la mayoría de los cuales no ocurrían en el entorno doméstico, pero cada vez que la policía dragaba uno de los canales en busca de un cadáver, encontraban centenares de bicicletas. A Harry no habría podido importarle menos la bicicleta robada.

Cerca del hotel Brian, en el Singel, había chicas en unos escaparates que no deberían estar allí. Eran más «ilegales», pero Harry no estaba de servicio. Las dejó en paz y entró en el Brian para pedir al recepcionista que le llamara un taxi.

En el curso de un año, la policía tomaría medidas enérgicas contra las «ilegales», y pronto habría habitaciones con escaparate vacías en todo el barrio chino. Tal vez mujeres holandesas trabajarían de nuevo en aquellos locales, pero para entonces Harry estaría jubilado… Ya le daba lo mismo.

Cuando estuvo de regreso en su piso, Harry encendió la chimenea de su dormitorio. Estaba deseando leer el resto de la novela de Ruth Cole. Con cinta adhesiva, fijó la foto de Ruth en la pared, al lado de la cama. La luz de las llamas oscilaba mientras el sargento Hoekstra dedicaba la noche a leer. Una o dos veces se levantó de la cama para avivar el fuego. A la luz oscilante, el rostro inquieto de Ruth parecía más vivo de lo que le había parecido en la sobrecubierta del libro. Veía sus andares resueltos y atléticos, la atención con que observaba el ambiente del barrio chino, donde él la había seguido primero con un interés pasajero y luego renovado. Recordó que tenía unos pechos bonitos.

Por fin, cinco años después del asesinato de su amiga, el sargento Hoekstra había encontrado a la testigo.

En cuanto a la cuarta y, al parecer, última novela de misterio protagonizada por la detective Margaret McDermid (
McDermid, jubilada
, de Alice Somerset), si el final había decepcionado a Harry Hoekstra, a Eddie O'Hare le había dejado consternado. No se trataba solamente de lo que Marion había escrito sobre las fotografías de sus hijos perdidos: «Confiaba en que un día tendría el valor de destruirlas». Más deprimente era el fatalismo que solía caracterizar a la detective jubilada. La sargento McDermid se había resignado a que los muchachos siguieran irremisiblemente perdidos. Incluso el esfuerzo final de Marion por proporcionar una vida de ficción a sus hijos muertos la había abandonado. Daba la impresión de que Alice Somerset no volvería a escribir.
McDermid, jubilada
le parecía a Eddie un anuncio de que la Marion escritora también se había retirado.

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