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Authors: John Irving

Una mujer difícil (71 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Rooie tenía la costumbre de preguntarle a Harry Hoekstra adónde podría ir. Al fin y al cabo, él había leído innumerables libros de viajes. Aunque Harry nunca había estado en los lugares a los que ella quería ir, estaba informado acerca de todos los hoteles. Sabía que Rooie prefería alojarse en un entorno «moderadamente caro». También sabía que, si bien las vacaciones veraniegas eran importantes para ella, disfrutaba más en las estaciones de esquí, adonde iba por Navidad, y aunque cada invierno tomaba lecciones particulares de esquí, nunca pasaba del nivel de principiante. Cuando terminaba las lecciones, sólo practicaba el esquí a solas unas horas al día… y sólo hasta que conocía a alguien. Rooie siempre conocía a alguien.

Le decía a Harry que era divertido conocer a hombres que ignoraban su condición de prostituta. En ocasiones se trataba de jóvenes acomodados que esquiaban con brío y organizaban fiestas todavía más briosas. Más a menudo eran hombres callados, incluso sombríos, cuya habilidad como esquiadores era mediana. A Rooie le gustaban en especial los padres divorciados que, un año sí y otro no, tenían que pasar las Navidades con sus hijos. (En general, los padres con hijos varones eran más fáciles de seducir que los padres con hijas.)

Siempre le había apenado ver a un padre y un hijo juntos en un restaurante. Con frecuencia no hablaban, o su conversación era forzada, normalmente acerca del esquí o la comida. Ella detectaba en los semblantes paternos una clase de soledad que era distinta pero, en cierto modo, similar a la soledad que reflejaban los rostros de sus compañeras de la Bergstraat.

Y una aventura amorosa con un padre que viajaba en compañía de su hijo era siempre delicada y secreta. A pesar de que había tenido pocas aventuras realmente amorosas en su vida, Rooie creía que la delicadeza y el secreto estimulaban la tensión sexual. Además, no había nada equiparable al cuidado requerido cuando era preciso tomar en consideración los sentimientos de un niño.

—¿No temes que esos tipos quieran verte en Amsterdam? —le preguntó Harry. (Aquel año ella había estado en Zermatt.)

Sin embargo, solamente una vez alguien insistió en ir a Amsterdam. En general, Rooie lograba disuadirles.

—¿A qué actividad les haces creer que te dedicas? —le preguntó Harry en otra ocasión. (Rooie acababa de volver de Pontresina, donde había conocido a un hombre que se alojaba con su hijo en el Badrutt's Palace de Saint Moritz.)

Dolores la Roja siempre decía a los padres una media verdad consoladora.

—Me gano modestamente la vida gracias a la prostitución —respondía Rooie, y observaba el semblante sorprendido del hombre—. ¡Bueno, no quiero decir que yo soy una puta! Sólo soy una casera poco práctica que alquila su piso a unas prostitutas…

Si él la presionaba, Rooie ampliaba los detalles de la mentira. Su padre, que era urólogo, había muerto, y ella había convertido el consultorio en una de aquellas habitaciones con escaparate. Alquilar el local a las putas, aunque menos provechoso, era «más pintoresco» que alquilarlo a los médicos.

Le encantaba contarle a Harry Hoekstra sus invenciones. Si, en el mejor de los casos, Harry había sido un viajero indirecto, también había disfrutado indirectamente de las pequeñas aventuras de Rooie. Y sabía por qué razón aparecía un urólogo en su relato.

Un urólogo de carne y hueso había sido su admirador constante, además de su cliente más regular, un hombre ya muy adentrado en la octava década de su vida cuando, un domingo por la tarde, falleció en la habitación que la prostituta tenía en la Bergstraat. Era un hombre encantador que a veces se olvidaba de llevar a cabo el acto sexual por el que había pagado. Rooie le tuvo mucho cariño al viejo, el doctor Bosman, quien le juraba que quería a su mujer, a sus hijos y a sus innumerables nietos, cuyas fotos le mostraba con un orgullo inagotable.

El día de su muerte estaba sentado, totalmente vestido, en la butaca de las felaciones, quejándose de que la comida había sido demasiado copiosa, incluso para un domingo. Le pidió a Rooie que le preparase un vaso de agua con bicarbonato y le confesó que en aquellos momentos lo necesitaba más que su «inestimable afecto físico».

Rooie se alegraría siempre de haberse encontrado de espaldas a su visitante cuando expiró en la butaca. Tras prepararle el agua con bicarbonato, se volvió hacia él, pero el viejo doctor Bosman ya había muerto.

Entonces la tendencia de Rooie a las medias verdades la traicionó. Telefoneó a Harry Hoekstra y le dijo que el viejo estaba muerto en su habitación, pero que ella por lo menos le había evitado morirse en plena calle. Le había encontrado en la Bergstraat con mal aspecto y tambaleante, por lo que le hizo entrar en su habitación y sentarse en una cómoda butaca. Él le pidió bicarbonato.

Rooie informó a Harry que las últimas palabras del fallecido fueron: «¡Dile a mi mujer que la quiero!». No le contó al policía que el urólogo muerto había sido su cliente más antiguo y regular. Quería de veras evitar a la familia del doctor Bosman el conocimiento de que su amado patriarca había muerto al lado de una puta con la que se relacionaba desde hacía muchos años. Pero Harry había comprendido la verdadera situación. Que el doctor Bosman tuviera un aspecto tan apacible en la butaca de las felaciones de Dolores la Roja era revelador…, eso y lo muy afectada que estaba Rooie. A su manera, quería al viejo urólogo.

—¿Desde cuándo te visitaba? —le preguntó Harry inmediatamente.

Rooie se echó a llorar.

—¡Siempre ha sido tan amable conmigo! —exclamó—. Nadie había sido jamás tan amable conmigo, ni siquiera tú, Harry.

Harry la ayudó a fraguar una historia plausible. Básicamente, era la mentira que le había dicho primero, pero Harry le echó una mano en los detalles. ¿En qué parte de la Bergstraat Rooie había observado que el viejo doctor se tambaleaba? ¿De qué manera exactamente le había hecho entrar en su habitación? ¿No tuvo que ayudarle para que se acomodara en la butaca? Y cuando el urólogo agonizante pidió a la prostituta que le dijera a su esposa que la quería, ¿lo hizo en voz forzada? ¿Respiraba con dificultad? ¿Era evidente que sufría? Sin duda la esposa del doctor Bosman querría saberlo.

La viuda de Bosman se mostró tan agradecida hacia Rooie Dolores que invitó a la caritativa prostituta al funeral del anciano urólogo. Todos los familiares del doctor Bosman expresaron su profunda gratitud a Rooie. Andando el tiempo, los Bosman hicieron de la prostituta prácticamente otro miembro de la familia. La invitaban a las cenas de Nochebuena y Pascua, así como a otras reuniones familiares, bodas y aniversarios.

Harry Hoekstra había reflexionado a menudo en que la verdad a medias de Rooie acerca del doctor Bosman era probablemente la mejor mentira en la que él había participado. «¿Qué tal te ha ido el viaje?», le preguntaba Harry a la prostituta cada vez que ésta regresaba de sus vacaciones. Pero el resto del tiempo le preguntaba: «¿Cómo están los Bosman?»

Cuando Dolores de Ruiter fue asesinada en la habitación en que trabajaba, Harry dio enseguida la noticia a los Bosman. No tuvo necesidad de informar a nadie más. Harry también confió en que los Bosman se ocuparan de su entierro. De hecho, la señora Bosman organizó el funeral de la prostituta y lo costeó. Estuvo presente una considerable representación de la familia Bosman, junto con unos pocos policías (Harry entre ellos) y un número también reducido de mujeres de El Hilo Rojo. Asistió la ex novia de Harry, Natasja Fredericks, pero lo más impresionante fue la presencia de la otra familia de Rooie, la de las prostitutas, que acudieron en gran número. Rooie había sido popular entre sus colegas.

Dolores de Ruiter había vivido de las medias verdades. Y la que no era la mejor de sus mentiras, la que Harry consideraba una de las mentiras más dolorosas en las que se había visto implicado, se evidenció en el funeral. Una tras otra, las prostitutas que conocían a Rooie hicieron un aparte con él para formularle la misma pregunta:

—¿Dónde está la hija?

O, mirando por encima del nutrido grupo de nietos del doctor Bosman, le preguntaban:

—¿Cuál de ellas es? ¿No está aquí su hija?

—La hija de Rooie ha muerto —tuvo que decirles Harry—. La verdad es que murió hace ya muchos años.

En realidad, sólo Harry sabía que la hija de la prostituta murió antes de nacer, pero ése había sido el secreto más celosamente guardado de Rooie.

Harry oyó hablar por primera vez del inglés de Rooie cuando la prostituta regresó de unas vacaciones invernales en Klosters. Siguiendo el consejo de Harry, se alojó en el Chesa Grischuna, donde conoció a un inglés llamado Richard Smalley. Éste, que estaba divorciado, pasaba la Navidad con su hijo de seis años, un chiquillo neurasténico aquejado de nerviosismo y fatiga perpetuos, de los que Smalley culpaba a la madre, demasiado protectora, del muchacho. A Rooie le conmovieron los dos. El chiquillo se aferraba a su padre, y dormía de una manera tan irregular que a Richard Smalley y a Rooie les fue imposible hacer el amor. Tuvieron que conformarse con algunos «besos robados», como le dijo Rooie a Harry, «y un magreo bastante intenso».

Hizo cuanto pudo por evitar que Smalley fuese a verla a Amsterdam el año siguiente. Aquella Navidad, a la madre del niño neurasténico le tocaba el turno de tenerlo consigo. Richard Smalley regresó solo a Klosters. En el transcurso del año, por medio de cartas y llamadas telefónicas, había persuadido a Rooie para que se reuniera con él en el Chesa… Harry advirtió a Dolores de que ése sería un precedente peligroso. (Era la primera vez que pasaba dos veces las vacaciones navideñas en el mismo lugar.)

Al regresar a Amsterdam, la prostituta informó a Harry que ella y Smalley se habían enamorado. Richard Smalley quería casarse, quería que Rooie tuviera un hijo suyo.

—Pero ¿sabe el inglés cómo te ganas la vida? —le preguntó Harry.

Resultó que Rooie le había dicho a Richard Smalley que era una ex prostituta, confiando en que una verdad a medias fuese suficiente.

Aquel invierno alquiló a otras dos chicas su habitación con escaparate en la Bergstraat. Ahora tres personas pagaban el alquiler de la habitación y casi podía igualar lo que había ganado ella como prostituta. Por lo menos le bastaría para vivir hasta que se casara con Smalley, y sería más que suficiente como «ingresos complementarios» después de casada.

Pero cuando se casó y fue a vivir con Smalley a Londres, Rooie se convirtió en la casera ausente de tres prostitutas de escaparate en Amsterdam. Rooie había evitado alquilar su lugar de trabajo a drogadictas, pero no podía ver cómo utilizaban las nuevas inquilinas su habitación en la Bergstraat. Harry procuraba vigilar lo que hacían en la medida de lo posible, pero las inquilinas de Rooie se tomaban libertades. Pronto una de ellas subcontrató la habitación a una cuarta prostituta y no tardó en haber una quinta, y una de ellas era drogadicta. Luego una de las inquilinas más antiguas de Rooie se marchó sin pagar dos meses de alquiler, algo de lo que Rooie no se enteró hasta que fue un hecho consumado.

Rooie estaba embarazada cuando regresó a Amsterdam para averiguar el estado de su habitación en la Bergstraat. Obedeció a su instinto de conservar el lugar, que apenas cubría gastos; al contrario, tras las reparaciones necesarias y el pago de varias facturas elevadas, probablemente le costaba dinero. El inglés quería que lo vendiera, pero Rooie encontró dos ex prostitutas, ambas holandesas, que querían volver al trabajo. Rooie les alquiló la habitación en exclusiva y pensó que se había asegurado los costes de mantenimiento. «No intentaré sacar beneficios, qué diablos —le dijo a Harry—. Sólo quiero conservar el local, por si las cosas se me tuercen en Inglaterra.»

Estaba en el séptimo mes del embarazo, y debía de saber que las cosas se «torcerían» con Smalley. El parto tuvo lugar en Londres y salió mal desde el comienzo. A pesar de una cesárea de emergencia, el feto nació sin vida. Rooie no llegó a ver a su hija muerta. Fue entonces cuando Smalley empezó con las recriminaciones que ya había previsto Rooie. Ella tenía algún problema físico que era el causante de que el niño naciera muerto, y ese problema se relacionaba con su pasado de prostituta…, debía de haber practicado el sexo en exceso.

Un día, sin previo aviso, Rooie apareció de nuevo tras su escaparate de la Bergstraat. Fue entonces cuando Harry se enteró de que su matrimonio se había roto y que ella había dado a luz una hija muerta. (A aquellas alturas, por supuesto, el inglés de Rooie era muy bueno.)

Al año siguiente, por Navidad, Rooie viajó de nuevo a Klosters y se alojó en el Chesa Grischuna, pero aquéllas serían sus últimas vacaciones en una estación de esquí. Aunque ni Richard Smalley ni su hijo neurasténico estaban presentes, de alguna manera había corrido la voz sobre su pasado. En situaciones impredecibles, que ella no podía barruntar, era consciente de que la trataban como una ex prostituta, no como una ex esposa.

Le juró a Harry que había oído susurrar a alguien, en la cabina de un teleférico, «la puta de Smalley». Y en el Chesa, donde cenaba cada noche a solas, un hombre menudo y calvo, vestido de esmoquin aterciopelado y corbata ascot de color naranja vivo, le hizo proposiciones. Un camarero le llevó a Rooie una copa de champaña de parte del calvo, junto con una nota escrita en mayúsculas. «¿CUÁNTO?», decía la nota. Ella devolvió el champaña.

Poco después de su estancia en Klosters, Rooie dejó de trabajar los fines de semana en su escaparate. Más adelante dejó de trabajar por las noches, y el paso siguiente consistió en abandonar la habitación a media tarde…, a tiempo para recoger a su hija en la escuela. Eso fue lo que dijo a todo el mundo.

En ocasiones, las demás prostitutas de la Bergstraat le pedían que les enseñara fotografías. Desde luego, comprendían que la supuesta hija no se acercara nunca a la Bergstraat, pues la mayoría de las prostitutas ocultaban a sus hijos menores la naturaleza de su trabajo.

La prostituta con quien Rooie compartía su habitación era la más curiosa, y a Rooie le gustaba mostrarle una fotografía. La pequeña de la foto tenía cinco o seis años y estaba sentada, con expresión satisfecha, en el regazo de Rooie, al parecer durante una fiesta familiar. Por supuesto, era una de las nietas del doctor Bosman, y sólo Harry Hoekstra sabía que la foto correspondía a una cena de Pascua de los Bosman.

Así pues, aquélla era la hija de la prostituta, cuya ausencia se notó especialmente en el funeral de Rooie. En la confusa reunión, algunas de las mujeres le pidieron a Harry que les recordara el nombre de la hija ausente, pues no era un nombre habitual. ¿Se acordaba Harry de la extraña palabra?

BOOK: Una mujer difícil
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